Por Eduardo Pastor Martínez

 

Sus  dioses  vinieron  y  nosotros  los  cambiamos/ (…) Igualmente cambiaremos todos sus dioses 

Kipling, Los constructores del puente

 

Los jueces mercantiles nos enfrentamos a un fenómeno hasta ahora desconocido en nuestro sistema: el ejercicio en masa de acciones para obtener compensaciones por daños derivados de infracciones del derecho de la competencia. ¿Cómo resolverán los jueces estos procesos? ¿Cómo interpretarán las reglas de carga y valoración probatoria? ¿Cuál será el peso de las resoluciones administrativas en sus resoluciones? ¿Reportará alguna utilidad real el empleo de los mecanismos previstos en el art. 283 bis LEC? ¿Cómo se cuantificarán los daños? Quiero escribir sobre todas estas cosas de forma ligera, hurtando referencias a las aportaciones doctrinales que ya son abundantes. Quiero reflexionar brevemente sobre lo que debe suponer intervenir como un “juez de competencia”.

Una primera dificultad es la de determinar si el régimen del art. 1902 CC es suficiente para examinar estos casos. Un ilícito concurrencial es, a efectos del derecho de daños, un ilícito extracontractual. Y la regulación del art. 76 LDC añade poco, en lo elemental, a los rudimentos de aplicación del régimen de responsabilidad extracontractual, si los jueces los empleamos bien. Es cierto que hay algunas especialidades en la nueva disciplina (la regla de solidaridad, la protección del clemente o los plazos de prescripción). Pero existe una identidad entre los elementos nucleares del régimen de actuación de este derecho, que ya estaban presentes en jurisprudencia de la Sala Primera y el TJUE. Destacaré el principio de indemnidad del lesionado y la posibilidad de aplicación de la regla in re ipsa. Por esta segunda regla, se presumirá la existencia de los daños que normal y razonablemente se desprendan del comportamiento ilícito de que se trate, como puede suceder en el caso de un cártel de fijación de precios o para la repetición de determinados costes legales de producción. Por el primer principio, que persigue restablecer al lesionado en la misma posición que disfrutaba con anterioridad a la infracción, un exceso de indemnización de daños será menos intolerable que un defecto. Ambas cosas están en discusión entre nosotros.

Otra discrepancia importante afecta a la función que debe asignarse dentro del proceso a las reglas sobre carga probatoria, que en realidad son meramente distributivas y no despliegan una eficacia resolutoria. Por el contrario, identificadas las cargas, que es tanto y tan poco como indicar quién está obligado en el proceso a hacer qué, después debe resolverse el caso con arreglo a las pruebas existentes y sin hurtar la necesidad de realizar una actividad intelectual asimilada a la probatoria donde esas pruebas no alcancen: la presunción. Por eso las reglas de carga probatoria son un coste procesal para excluir de la solución del caso el recurso a las presunciones y, a su vez, las presunciones sirven para alcanzar conclusiones que parten de la prueba existente en el proceso, aunque van más allá del resultado obtenido directamente con ellas.

La cuestión es que este estado de cosas tiene una correspondencia lineal con la actual redacción del art. 76 LDC, que no es un nuevo arcano, aunque traigamos hasta él las mismas discusiones que no acabamos de superar en la legislación anterior. Creo que no hay una relación de jerarquía o de alternancia entre todos sus apartados, sino que cada uno de ellos tiene un destinatario distinto para su aplicación concurrente en el mismo proceso y para la solución final del caso. Se ha de identificar, en primer lugar, si la conducta de la que se sigue la acción de daños es de una especie que, generalmente, provoca daños. Porque entonces la existencia de esos daños se presumirá en el proceso y será carga del demandado demostrar que esa presunción carece de eficacia. Si se presumen los daños, ¿qué debe probar entonces el actor? La respuesta está en el mismo precepto: los daños se presumen, pero no se presume su cuantía, que el dañado debe reconstruir hipotética pero razonablemente. Probar exhaustivamente la extensión del daño es, sin embargo, muy difícil, de manera que el precepto también prevé una regla que ordena al juez evitar exigir a los lesionados un estándar de cuantificación tan exigente que aboque, en un caso complejo, a desestimar la pretensión de resarcimiento. Los jueces pueden estimar la cuantía de los daños.

Me preocupa especialmente la interpretación y aplicación que los jueces puedan hacer de esa regla, tan determinante para el éxito o fracaso de buena parte de las acciones que se ventilarán ante los tribunales. ¿Cómo emplearán los jueces sus facultades de estimación relativa? Lo primero será convencernos de que debemos hacer uso de esa regla con normalidad. Por eso debemos entender que es una regla tan vinculante para el juez como las restantes incluidas en el precepto. Debemos distinguir la estimación de daños de la imposición de otros de naturaleza punitiva. Los segundos están proscritos en nuestro sistema. La estimación de daños por el juez sólo será revisable si es excesiva y para excluir las sobreindemnizaciones que no sean el resultado soportable de la insuficiencia de la prueba, se prevén soluciones específicas de este régimen como la passing-on defense. Es decir, estimar daños en situaciones en las que es muy difícil o prácticamente imposible cuantificarlos no supone imponer al demandado una sanción civil ni constituye aplicación de normas de Derecho público.

¿Cuál es el papel de la resolución administrativa en la determinación y cálculo del daño indemnizable? No me refiero ahora a los efectos vinculantes de la resolución o al alcance de las facultades del juez para la fijación del daño sino a la situación de dependencia del juez de competencia respecto de la resolución administrativa, en un doble sentido. El juez ha de obtener de la resolución la información sobre las características de la infracción y las circunstancias relevantes para calcular el daño pero no debe reproducir la labor de instrucción realizada por la autoridad de competencia y ha de ser neutro al formular la conducta infractora, puesto que el juez no está llamado a sancionarla civilmente. Existe el riesgo de que una mala incorporación al proceso del contenido de la resolución distorsione la fijación de la indemnización. Del mismo modo, el juez de competencia verá dificultada su labor si la resolución es parca en la exposición de las pruebas o rasgos de la infracción que puedan ser relevantes para calcular el daño sufrido por terceros. Por otro lado, un exceso del juez en el examen y valoración de los materiales probatorios utilizados por la resolución administrativa engendrará el riesgo de desplazar indebidamente la labor de cálculo de los daños al órgano administrativo; excluirá la aplicación práctica del nuevo mandato legal sobre estimación de daños en escenarios probatorios complejos y, de manera ciertamente indeseable, comprometerá las reglas de confidencialidad y reserva que sostienen los programas de clemencia, cuya existencia es la clave de bóveda para la detección y persecución de los cárteles. Por eso creo que los jueces haríamos mal en desnaturalizar las nuevas herramientas del art. 283 bis LEC, y hacer descansar todo el peso de nuestras decisiones en la presencia de elementos probatorios incontestables para la fijación de daños, que no son necesarios para la labor de estimación que debemos desarrollar y que restarían utilidad a la práctica de pruebas periciales formuladas sobre la base de otros materiales probatorios cuya aportación sí colme, en cambio, las notas de reserva, proporcionalidad y subsidiariedad, transmitiendo a los actores que solo la aplicación anterior y beligerante de estos mecanismos de acceso a fuentes de prueba, puede determinar después la eventual estimación de sus pretensiones indemnizatorias. Los jueces de competencia debemos comprender que esta nueva regulación clarificadora de las acciones follow on asume como objetivo la protección de los programas de clemencia.

Por eso es especialmente importante centrar la atención del proceso en la crítica, lo más exhaustiva posible, de los dictámenes periciales traídos a las actuaciones. No es posible ni seguramente deseable imponer a los peritos utilizar una misma metodología para calcular los daños. A salvo de circunstancias particulares, optar por uno u otro método de análisis no resta necesariamente objetividad a sus conclusiones. Pero será, al menos, necesario adoptar ciertas pautas uniformes en la reproducción de esos materiales, de modo que se pueda producir un auténtico diálogo entre todos los intervinientes y que afloren las luces y sombras de cada aportación técnica. Y debemos exigir -y solo exigir- que los actores recreen de manera razonable un escenario contrafáctico que permita medir los efectos de la infracción. Con eso basta. Porque los mercados no son siempre perfectos, transparentes y susceptibles de cognoscibilidad en todos sus elementos relevantes para recrear ese escenario y no puede pretenderse obtener de los actores análisis comparativos puros e incontrovertibles en todos sus extremos. Pero también somos jueces para los defensores. Por eso debemos exigir a los demandados una labor probatoria que vaya más allá de la mera censura metodológica de los estudios que haya podido aportar la parte actora en el proceso. Tampoco podemos esperar de ellos una suerte de “rendición probatoria”, que lesione sus capacidades de contradicción y estrategia procesal. Debemos ocuparnos de establecer reglas claras sobre valoración probatoria que no conviertan el éxito de una acción privada en una pieza de museo, pero también definir un marco concreto para el ejercicio efectivo del derecho de defensa por parte de los infractores.

La creación de una doctrina judicial uniforme en el enjuiciamiento de estas acciones requerirá de mucha reflexión y discusión y, también, del acompañamiento de los estudios académicos. Los jueces mercantiles españoles debemos convertirnos en “jueces de competencia” y eso es algo que no puede improvisarse. Eso no hace que nuestra obligación de evolución profesional sea menos urgente: los dioses han cambiado y no debemos enfrentarnos a su nueva naturaleza.