Por Juan Antonio García Amado
Tradicionalmente el pensamiento jurídico ha visto el contenido material de las normas jurídicas como lo esencial y absolutamente determinante y la normativa procesal como algo adjetivo, de importancia subordinada. De ahí que sea común contraponer derecho sustantivo y derecho procesal, siendo este de menor o de nula sustancia, nada más que aditamento necesario por razones prácticas y organizativas: porque debemos saber y en alguna parte tiene que estar fijado cuál es el plazo para presentar una demanda o ante qué juzgado o tribunal tiene que hacerse. Y poco más.
El constitucionalismo, especialmente el europeo, nace bajo tales condicionamientos de la ideología gremial de los juristas. Por una parte, se trata de igualar formalmente la posición de los ciudadanos ante el derecho, terminando con el viejo orden estamental. La idea de igualdad ante la ley tiene carácter formal. Por otro lado, esa igualación formal o meramente jurídica tiene que fundamentarse en declaraciones de derechos naturales o innatos de los ciudadanos. Pero tales proclamaciones de derechos son, en buena parte, mera justificación de dicho tratamiento formalmente igualitario y no se pretende atacar otro tipo de desigualdades ni corregir la posición material de cada ciudadano dentro de la sociedad y en función de su suerte o su destino.
En segundo lugar, ese constitucionalismo se propone amparar a los ciudadanos frente al Estado y su poder, cambiando la indefensión por límites legales y esferas de inmunidad para los individuos. La sustancia moral de esos derechos defensivos está en aquel fundamento iusnaturalista, pero el instrumento para hacerlos efectivos es la ley, una ley que, desarrollando los mandatos constitucionales, tase de modo claro lo que el Estado puede hacer a los ciudadanos o les puede impedir y lo que no les puede hacer o debe tolerarles a ellos.
En el trasfondo estaba operando un cambio decisivo en la filosofía política, relacionado con la justificación y la legitimidad de los poderes políticos. Mientras las jerarquías sociales fueron presentadas como reflejo de un orden natural o de un orden querido por Dios, la relación entre los que mandan y los llamados a acatar resultaba religiosa, moral y jurídicamente incuestionable. Las revoluciones burguesas acaban con ese postulado de la naturalidad del poder y de su distribución y, puesto que ahora se postula el igual valor y la idéntica dignidad de cada individuo, a ninguno se le reconoce un derecho natural a mandar sobre los otros.
Ante esa constitutiva igualdad del valor y la dignidad de todos y cada uno de los ciudadanos, las salidas, en términos de filosofía política, solamente podían ser dos: o la defensa de la anarquía, de la ausencia de poderes políticos y jurídicos, con la consiguiente eliminación del Estado, la vida en estado de naturaleza, en suma, o la refundación, sobre nuevas bases teóricas, del poder estatal. Aquel constitucionalismo seguirá esta última vía y se proclamará, así, la soberanía popular: el poder pertenece a los ciudadanos, a todos y cada uno, y los que desde el aparato del Estado gobiernan lo hacen por delegación y con el consentimiento de la ciudadanía, del pueblo.
Para asegurar la efectividad de ese cambio revolucionario se introduce una nueva serie de principios formales y procedimentales: la democracia, como régimen de mayorías basado en un sistema electoral, y la separación de poderes, en cuanto modo de recíproca limitación entre los poderes del Estado, para que ninguno esté en condiciones de suplantar la soberanía popular y convertirse, él, en soberano. El constitucionalismo del siglo XIX, en Europa, es el testimonio de esa disputa entre los poderes de reyes y emperadores, heredado del Antiguo Régimen, y el poder anclado en la soberanía popular. Al tiempo, se hace patente también la tensión entre una concepción del Estado como organismo natural y supremo, con potestades innatas,y como encarnación superior de la comunidad, y la concepción del Estado como asociación voluntaria de ciudadanos autointeresados que en libertad se unen, bajo esa forma política e institucional, para mejor defender sus intereses, en lo que tienen en común, y para conseguir grados más altos de bienestar de los que cabrían si cada uno hiciera la guerra por su cuenta.
El problema está en que el carácter puramente programático o meramente político de las constituciones del XIX lleva a que solo se pueda confiar en la ley como herramienta de defensa de esa posición de los ciudadanos frente al Estado. No existen procedimientos ni órganos para hacer valer la superioridad jurídica de la Constitución, por lo que dicha superioridad no tiene más valor que el valor político. Toda la presión política y social se aplica, pues, sobre la ley, y más sobre la democráticamente producida, y aquel legalismo extremo del XIX se explica por ser la ley garantía jurídica única y porque de la aplicación de la ley sí que existen controles, a través de los jueces. Entre los derechos puramente nominales de las constituciones y los derechos jurídicamente efectivos de los códigos y las leyes, volcarse en estos últimos es la sola manera de defender las posición ganada por la nación, por la ciudadanía. No es puro fetichismo legal, como hoy a menudo se caracteriza aquella actitud, es defensa de los logros de las revoluciones modernas que terminan con el Antiguo Régimen. Que ideológicamente haya sido acompañada dicha actitud por mitos como el del legislador racional no debe sorprendernos tanto, si tenemos en cuenta que hasta nuestros días el mito se mantiene, aun cambiando de protagonistas: del del legislador racional hemos pasado al del poder constituyente racional o, incluso, al mito de las cortes constitucionales racionales. Siempre hay alguien en la verdad, que nos guía hacia el bien objetivo y que nos defiende de los malos, ese es un componente crucial de la ideología jurídica de todos los tiempos.
Es de todos conocido que en Estados Unidos las etapas y las consecuencias son distintas, por causa antes que nada de que con la sentencia en el caso Marbury vs. Madison el Tribunal Supremo se arroga, ya en 1803, capacidad para el control de constitucionalidad de las normas legales. Ahí la superior jerarquía de la Constitución ya no será meramente nominal o simbólica y los jueces sí disponen instrumentos para la defensa directa de los derechos constitucionales.
Fuera de esa excepción norteamericana y de algunas secuelas puntuales, la verdadera revolución constitucional del siglo XX consistirá en la introducción en las propias constituciones de sistemas de control de constitucionalidad, y en particular la “invención” de los tribunales constitucionales. Esto solo pudo ocurrir una vez que la superioridad jurídica de las constituciones estaba bien asentada en el imaginario colectivo y, en especial, entre los juristas y la clase política. Superada en la lucha política y social aquella tensión entre la soberanía popular y la igualdad jurídica de los ciudadanos, por un lado, y el estatismo que era reflejo tardío del antiguo orden político y social, aparece una nueva necesidad:
si la constitución es norma efectivamente superior y en ella se contienen las garantías básicas de los ciudadanos frente al poder y si, además, el legislador ya no es aquel personaje mitológico perfectamente leal a la sociedad que lo alimenta y expresión prístina de la voluntad general, hace falta dotar a las constituciones de medios para su propia defensa, en primer lugar frente al legislador mismo y en bien de los ciudadanos. Con ese fin se introducen los sistemas de control de constitucionalidad de las leyes.
Pero hay que subrayar la paradoja inmanente a ese proceso: puesto que es en los propios textos constitucionales donde se van insertando tales mecanismos, que son de autoprotección constitucional, ha debido estar previamente asumida la primacía de la constitución. Sólo cuando la constitución es generalmente vista y aceptada como norma más alta, podrán ser efectivos los medios que para la defensa de esa superior jerarquía se plasmen en las constituciones mismas. No hay cambio efectivo de las instituciones y de los sistemas normativos si no antecede un cambio de las mentalidades, una mutación ideológica. La constitución solamente puede ser eficazmente protegida cuando las lealtades primeras del pueblo van con la constitución y no con poderes extra o preconstitucionales. Puesto que, en términos jurídicos, la protección de la constitución es autoprotección de la constitución, se requiere una sociedad leal con ella y dispuesta también a defenderla con sus herramientas propias, que son las herramientas de la política.
Es en ese momento cuando las constituciones dejan de ser pura “sustancia” política y moral y adquieren una dimensión procesal. Desde el instante en que hay garantías procesales para los derechos constitucionales, estos ya no son “derechos” meramente morales u objetivos políticos, sino que se hacen derechos jurídicos, derechos propiamente dichos. Tanto más, cuanto más efectivos sean dichos procesos de control de constitucionalidad y de correspondiente defensa de los derechos. Radicalmente formulado: no hay en puridad derecho constitucional mientras no se cuente con derecho procesal constitucional. No cobran naturaleza jurídica los derechos en tanto no existen cauces procesales para hacerlos valer frente a todos y cada uno de los poderes públicos, frente al Estado mismo, ante todo y en primer lugar. Y una vez que queda suficientemente garantizado ese efecto vertical de los derechos fundamentales, como derechos frente al poder público, podrá darse el paso siguiente, el de incorporar también su llamado efecto horizontal o frente a los conciudadanos, lo cual, como es bien sabido, se consagra ante todo por obra de la jurisprudencia constitucional alemana en el caso Lüth, a fines de los años cincuenta. En otras palabras, y para resumir, no hubo verdadero derecho constitucional sustantivo mientras no se desarrolló el derecho procesal constitucional.
En la segunda mitad del siglo XX asistimos a una nueva mutación. Puesto que los preceptos constitucionales y los correspondientes derechos cuentan ya con instrumentos procesales de salvaguarda y efectividad, las constituciones se hacen mucho más densas en derechos. Ciertas experiencias históricas avisaban de los descarríos posibles del legislador y de los peligros funestos de los poderes estatales incontrolados. Se extreman, en consecuencia, las precauciones, bajo la forma de derechos de los ciudadanos constitucionalmente proclamados y sancionados.
Ahora la interpretación constitucional se hace labor esencial y de cómo la planteen y la realicen los órganos judiciales encargados del control de constitucionalidad van a depender dos cosas: el alcance de los derechos ciudadanos y el grado de limitación que tenga que soportar el legislador democrático. Estamos, así, abocados a un choque de legitimidades y se agudiza el llamado problema del carácter contramayoritario de las decisiones de control de constitucionalidad de la ley. El objetivo de protección de los derechos fundamentales va de la mano, insoslayablemente, con un aumento de poder de los jueces, que no dejan de ser uno de los poderes del Estado. De ahí que se haga perentoria la solución de otro problema político-jurídico: cómo se controla al controlador último, cómo se protege, incluso, la constitución misma frente a sus supremos protectores.
En términos prácticos y procedimentales, esto se traduce en cuestiones como la de qué grado de independencia tengan los jueces, y en particular los facultados para el control de constitucionalidad, cómo se nombran y cuál es su estatuto. Nos hallamos ante una de las aporías de la teoría constitucional: si los jueces constitucionales son dependientes del poder político mayoritario o del poder ejecutivo, no van a amparar los derechos constitucionales de los ciudadanos, sino las inmunidades de los poderes públicos, y desembocamos así en regímenes autoritarios y antidemocráticos revestidos de una muy engañosa terminología constitucionalista y que usan el lenguaje de los derechos como tapadera para el abuso de los mismos; pero, por otra parte, si los jueces constitucionales no se sienten sometidos a un cierto control político por la ciudadanía, sino jaleados en su activismo e impulsados a imponer su ley frente al legislador democrático, se produce una traslación de la soberanía, se pasa de la soberanía popular a la soberanía judicial. Se vuelve a descompensar, por tanto, el frágil equilibrio entre los poderes del Estado, con perjuicio, una vez más, para los derechos de los ciudadanos, empezando por sus derechos políticos, base de la soberanía popular y del principio democrático. No olvidemos igualmente que en esas tesituras funciona una regularidad política implacable: cuanto mayor es el poder de los jueces, mayor será el empeño del poder ejecutivo o de los partidos dominantes para controlarlos y someterlos a sus dictados, las más de las veces con éxito.
Las dificultades se acrecientan por una serie de ulteriores factores y cambios. Se impulsa la eficacia directa de las normas constitucionales, en particular las referidas a derechos fundamentales. Si se entiende, como en algunos momentos sucedió, que los derechos constitucionales no pueden hacerse efectivos y aplicables sino a través de su desarrollo legal, el legislador sigue siendo dueño de tales derechos y puede convertir en papel mojado aquellos cuyo régimen no regule. Mas si se concibe que existe una sustancia propia de esos derechos y que de defenderla se han de encargar los jueces constitucionales no sólo en defecto de ley, sino también contra la ley, incluso contra la ley no declarada inconstitucional, tiene lugar una larvada mutación constitucional: la constitución ya no es lo que el texto constitucional dice, sino lo que el juez constitucional interprete que dice o, más allá, lo que el juez constitucional interprete que la constitución manda aunque no lo diga o lo diga de otro modo. Una más de las aporías de las que el constitucionalismo contemporáneo no puede librarse.
Un elemento adicional. En las últimas décadas del siglo XX ocurre otro cambio decisivo en el constitucionalismo. Se desarrollan con éxito nuevas catalogaciones de las normas constitucionales y, sobre todo, se impone la idea de que algunas de esas normas son principios constitucionales, no reglas o normas “ordinarias”, por así decir. Esos principios constitucionales se cargan de valor axiológico por entenderse que recogen los valores morales esenciales que están en el trasfondo de la constitución y que le dan su coherencia y su valor de conjunto. A través de los principios, así concebidos, las constituciones se moralizan y desaparece la identificación entre constitución y texto constitucional. Las constituciones ya no son una serie de enunciados normativos que puedan tener un grado mayor o menor de determinación o indeterminación semántica y que, en consecuencia, deban ser interpretadas por sus aplicadores, dentro de los límites que a cada poder constitucional afectan. Las constituciones ya no son lingüísticas, sino que se materializan, son constituciones materiales, su entraña es axiológica, pero no porque el contenido de sus enunciados genéticamente se explique como reflejo de unas preferencias valorativas de la sociedad o del poder constituyente, sino porque la constitución tiene su esencia en valores, valores que, además, no son preferencias subjetivas de tales o cuales personas o grupos, sino valores que expresan un orden axiológico objetivo. La constitución verdadera ya no es la que “es”, sino la que debe ser.
Muta así la ontología constitucional y se altera la función de los jueces. El control de constitucionalidad de la ley o de los resultados de su aplicación ya no es control de la coherencia entre dos enunciados, el legal y el constitucional, ya no es resolución de antinomias entre enunciados, es control de la compatibilidad de las soluciones legales con el contenido sustantivo de ciertos valores que existen y subsisten por sí y con independencia del modo en que sean expresados en el texto constitucional. Por eso decae la importancia de la interpretación, como técnica y como ejercicio también de discrecionalidad del intérprete, dentro de unos límites que son límites lógicos y semánticos, y la decisión judicial aplicativa de la constitución pasa a contemplarse como un ejercicio de razón práctica. El juez constitucional técnico deja su sitio al juez filósofo moral. La moral ocupa el espacio del derecho al colonizar la constitución y, al tiempo, se estrechan los márgenes de la decisión política. Pues la decisión judicial ya no se concibe tampoco como decisión política, sino como expresión de unos imperativos constitucionales que son, antes que nada, imperativos morales objetivos. Desde el momento en que la constitución es algo más o algo distinto de lo que la constitución dice, puede suceder que no importe algo de lo que la constitución diga y puede haber una parte de la constitución que no esté explicitada en su texto. Lo material derrota a lo formal, el espíritu moral se impone frente a la letra, la esencia gana al accidente: la constitución ya no es lo que parece, lo que en ella se lee, sino lo que debe ser. Aun cuando se trate de norma jurídica, ya no es creación artificial, sino esencia ontológica, como el derecho natural o como determinadas leyes fundamentales del antiguo régimen.
La norma fundamental, como fundamento virtual de la validez jurídica de la constitución, no aparece ahora como ficción o artefacto epistemológico, es esencia moral. Las constituciones valen por su correspondencia con la verdad moral, la cadena de validez jurídica termina en una norma suprema cuya validez es moral. El axioma moral destierra a la muy formal norma hipotética fundamental kelseniana o a la empírica regla de reconocimiento hartiana. El derecho natural consigue, al fin, ser plenamente derecho y no hacen falta otros recursos teóricos para fundar la juridicidad de la constitución.
Una nueva consecuencia y una nueva paradoja. La muy loable idea de eficacia directa de la constitución adquiere tintes renovados cuando es la sustancia moral constitucional la que directamente debe aplicarse. Eso, sumado al principialismo antes mencionado, conduce a pensar que el control judicial de constitucionalidad debe ser control de la compatibilidad de la solución de cada caso con esas sustancia constitucional de naturaleza moral. En últimas, se asume que lo que la constitución impone es la justa solución de cada caso, que no sea rechazable por inmoral ninguna solución legal o judicial de un caso, pues entonces sería inconstitucional aunque resultara acorde con la ley no inconstitucional. Porque decir solución inmoral de un caso se asimila a decir solución inconstitucional del mismo. El control de constitucionalidad desemboca, de esta forma, en dos sorprendentes fenómenos: es control casuístico y es control de moralidad. Las constituciones, a la postre, se reducen a un solo mandato que importe: hágase la justicia del caso concreto.
Lo anterior da pie a un juego que resulta particularmente perverso en el caso de los derechos sociales y a propósito de la cláusula de Estado social. Se trata de un magnífico tema para estudiar la relación entre derechos fundamentales y ley general y abstracta y para replantear el tipo de garantías que mejor cuadran con la filosofía de fondo de los derechos. Los derechos sociales, que son quintaesencia y condición ineludible de un Estado constitucional y democrático que merezca el apellido de social, pueden leerse de distinto modo. Uno consiste en afirmar que cada ciudadano, titulares todos de tales derechos por imperativo constitucional, debe tener asegurados unos dignos mínimos de satisfacción de ciertas necesidades básicas: alimento, vivienda, sanidad, educación… No es una visión errónea, pero deja abierta la cuestión de la forma en que pueden y deben ser garantizados. Para esto hay dos caminos posibles. El primero consiste en proclamar que cada ciudadano que por la vía procesal oportuna reclame en demanda de la satisfacción de alguna importante carencia en estos extremos (por ejemplo, porque debe someterse a una importante cirugía que no puede pagar de su bolsillo) tiene que obtener de los jueces la oportuna sentencia favorable que obligue a la correspondiente institución pública a aportar los fondos necesarios. No es una visión inadecuada, pero el tema está en si se trata de la garantía residual o de cierre o si es esa la política exclusiva o preferente para la implementación de tales derechos. El otro camino es el de propugnar que sea la ley general y abstracta la que con carácter universal asegure esos derechos, de manera que se procure su satisfacción para todos, o para todos los que carezcan de los medios económicos. En esa tesitura, el recurso a los tribunales serviría para los casos de violación de los mandatos legales generales, para los casos dudosos o difíciles y para fijar las fronteras de la constitucionalidad de dicha norma general y abstracta.
La crisis de la ley y la minusvaloración del poder legislativo es la excusa que en algunos Estados se está empleando para dejar en mano exclusiva de los jueces la realización de los derechos sociales. La manipulación interesada, desde las esferas políticas y su propaganda, del lenguaje de los derechos, sumada al judicialismo, presenta al poder judicial como supremo y casi exclusivo protector de los derechos sociales. Pero los jueces solamente deciden caso por caso y, por muy esforzada y meritoria que sea su labor en las sentencias, dichas políticas encubren la falta de una política social general, que solo puede hacerse a través de la ley. Con el agravante de que el Estado social supone medidas recaudatorias y redistributivas orientadas a la financiación de esos servicios públicos esenciales. No se da tal redistribución a golpe de casuismo judicial, por bienintencionado que sea. Tampoco hay redistribución y política social cuando simplemente se detraen ingresos a los que más tienen, sino cuando esos medios se pone al servicio de la generalización efectiva de los derechos sociales.
En muchos Estados de hoy asistimos a un renacer del sustancialismo opuesto a las garantías procesales y acontece una visión sesgada de los derechos de los ciudadanos. Habíamos quedado en que no se amparan realmente los derechos sin una normativa procesal que ordene y encuadre los conflictos de derechos. La regulación procesal implica limitaciones para la defensa de los derechos, pues pone límites en cuanto a plazos, tipos de procedimientos, recursos posibles, pruebas válidas, garantías de la defensa, etc. Pero cuando hay un conflicto entre el derecho que se trata de hacer valer y la norma procesal, se tiende a hacer prevalecer la sustancia del primero frente las regulaciones procesales, tantas veces tildadas por los altos tribunales como fuente de estériles formalismos. No sería criticable ese antiformalismo militante, esa aversión a las trabas procesales, si no ocurriera que en muchas ocasiones la relación entre los derechos en pugna de una y otra parte constituye un juego de suma cero: en tanto como uno es expandido, es limitado el otro. E igual sucede con los principios inspiradores, los principios constitucionales incluso: cuando la justicia colisiona con la seguridad jurídica, los dos no pueden ganar en idéntica medida. Y para eso está la norma procesal y por eso debe ser tanto controlada en la constitucionalidad de sus términos, como aplicada sin nuevas “ponderaciones” de los valores o principios en juego si dicha norma es constitucional.
Porque cuando, so pretexto de la generosidad con los derechos sustantivos, se da por buena y excelentemente constitucional la supresión de plazos y cualesquiera condiciones procesales legalmente establecidas, se está abriendo la puerta a dos consecuencias indeseables: primero la desigualdad de derechos entre los ciudadanos (¿por qué para unos unas veces el plazo para interponer una demanda es de ocho días y para otros, otras veces, puede ser de doce?) y, a la larga, la desprotección de los derechos de todos. Pues, una vez disueltos los marcos procesales, sabido es que los propios derechos sustantivos acabarán evaporándose por quedar a la pura voluntad de los aplicadores de la constitución. Por muy cargada que esté de derechos, principios y valores, una constitución que sirve de pretexto para la oclusión de la ley y para la desatención a su carácter general y abstracto, acaba convirtiéndose en la excusa perfecta para un autoritarismo de nuevo cuño: un autoritarismo paternalista y populista que siempre se va a ocupar también de que los jueces estén controlados por el poder político y ante él sean dóciles.
Ese es el contexto en que crece lo que podríamos llamar una jurisprudencia simbólica, y especialmente una jurisprudencia simbólica de los más altos tribunales: gran énfasis en los derechos fundamentales, decisiones espectaculares que los alargan cuando se trata de conflictos entre particulares o que no afectan a los intereses de los poderes y los políticos que mueven los hilos, y tremenda y muy cínica cicatería cuando los derechos ciudadanos chocan con la razón de Estado, el interés de los supremos gobernantes o el “estado de necesidad de la República”. Demagogia judicial practicada por magistrados sumisos y temerosos, cuando no descaradamente venales.
La verdadera entidad de las altas cortes, su grado de independencia y la talla moral y constitucional de sus magistrados no se pone a prueba cuando ordenan que el Estado ponga dinero para darle una casa o pagarle una operación a corazón abierto a un modesto ciudadano, aunque en el caso sea lo justo y lo constitucionalmente justificado, sino cuando, constitución en mano, se planta cara a los abusos del poder político y a la corrupción de los gobernantes.
Lo otro es un constitucionalismo selectivo y, como tal, hipócrita, es constitucionalismo como tapadera, como ideología, en el sentido marxista del término, como falsa conciencia y estrategia para mantener las vanas ilusiones del pueblo oprimido: opio (jurídico) del pueblo.
Una judicatura en verdad empeñada en la protección de los derechos requiere jueces y magistrados con dos tipos de atributos, institucionales unos y personales los otros. Exige jueces funcionalmente independientes, profesionales en el marco de una verdadera carrera judicial, inamovibles y no sometidos a más imperio que el de la constitución y la legalidad. Y, en lo personal, no habrá constitución efectiva ni derechos puestos a salvo si los jueces y magistrados carecen de talla moral. En algunos países el mantenimiento de esa básica catadura moral de los jueces supone poco menos que un ejercicio de heroísmo. Pero, que se sepa, nadie está obligado a ser juez si no quiere o si no lo dejan ejercer el oficio decentemente.
Volvamos a los principios. Aceptemos, si se quiere, que normas de principios son las que en la constitución recogen derechos sustantivos, empezando por las libertades primeras (libertad de expresión, libertad de información, libertad ideológica, libertad religiosa, libertad de asociación, inviolabilidad del domicilio, derecho a la intimidad, etc., etc.). Pongamos sobre la mesa también otros principios sustanciales que las constituciones enumeran, como el de justicia, el de dignidad de la persona, el libre desarrollo de la personalidad, etc. Magnífico será que se maximicen, que se “optimicen”, si se trata de mandatos de optimización, como sostiene una parte muy importante de la doctrina constitucionalista de hoy. Pero en las mismas constituciones hay también principios de otro tipo, que genéricamente podríamos llamar formales, procedimentales o institucionales. Ahí están los del debido proceso, el derecho a la defensa, el de legalidad penal y sancionatoria, el de irretroactividad de la ley penal desfavorable, el de independencia judicial, el de igualdad de los ciudadanos ante la ley y en la aplicación de la ley, el del in dubio pro reo, el de paridad de armas en el proceso…
¿Con esos principios qué hacemos? ¿Los ponderamos acaso? Son los que ofrecen a los ciudadanos las supremas garantías, su mínima seguridad ante el Leviatán. Repito: ¿los ponderamos frente a los principios sustantivos, para que puedan perder en ciertos casos?
¿Sacrificamos el principio de legalidad penal en alguna ocasión, para que se ponga a buen recaudo al que ha hecho algo que nos parezca atroz aunque no esté esa conducta penalmente tipificada?
¿Nos saltamos la presunción de inocencia a fin de que sea castigado quien creemos con fuerza que es un malvado delincuente, aun cuando no haya podido probarse fehacientemente su fechoría? ¿Manipulamos u obviamos los requerimientos del derecho a la defensa y del derecho probatorio para que reciba su merecido sin vuelta de hoja y de modo ejemplar el que se enemistó con el Estado u ofendió a su autoridad? ¿Aplicamos derecho penal del enemigo o derecho penal de autor? ¿Nos inventamos alegremente un derecho constitucional del enemigo, a sabiendas de que enemigo acabará siendo el que al poder incomode? ¿Nos animaremos a pensar que la constitución y sus derechos fundamentales son para los ciudadanos de bien, para los ciudadanos conformes, para el pueblo sumiso, y que los demás no merecen vivir bajo un estado constitucional, sino bajo un permanente estado de excepción? ¿Acaso el constitucionalismo no nace para establecer la igualdad de los ciudadanos ante el derecho y su igual protección con idénticas garantías, piensen como piensen, voten a quien voten, critiquen a quien critiquen? ¿Podrá haber en un Estado constitucional democrático y social un estatuto procesal y un régimen de derechos diferente en función de las actitudes y las preferencias de los individuos? ¿Consumaremos, bajo falsos ropajes constitucionalistas, un giro reaccionario que lleve a negar la esencia misma de los derechos fundamentales primeros, como inmunidades y garantías frente al Estado y sus poderes?
No se me tache de pesimista o alarmista, pero búsquese respuesta justa para este enigma de nuestros días: por qué el lenguaje y las categorías del llamado neoconstitucionalismo agradan tanto y son tan empleados precisamente en los Estados y regímenes de vocación manifiestamente autoritaria, por qué se ha podido llegar a pensar que con tal instrumental conceptual y tal lenguaje es posible restaurar la preeminencia absoluta del Estado y de sus gobernantes y transformar a los ciudadanos en súbditos, so pretexto de estar velando por sus más sacrosantos derechos y por reformas sociales inaplazables, por qué esa doctrina de los derechos y de las constituciones se emplea, en dichos regímenes, nada más que para someter a la oposición y acallar a los críticos. No es este un argumento que condene al neoconstitucionalismo como doctrina, para nada, pero puede darnos qué pensar sobre el entusiasmo con que algunas de sus tesis son importadas en países que niegan en la práctica lo que al usar ese lenguaje engañosamente proclaman.
Un magnífico traje que sienta extraordinariamente bien a un gran atleta o a un modelo de pasarela se puede ver inapropiado y hasta ridículo en mi cuerpo o, no digamos, en el de un luchador de sumo. Que en Alemania o en Suecia, una vez implantado un buen grado de justicia social, de protección de los derechos de todos y cada uno y de garantías efectivas frente a todo atropello de los derechos de cualquiera por el poder o los particulares, se inventen nuevas categorías constitucionales y nuevos sistemas de razonamiento judicial para ir más allá en la realización de los derechos, que se busque la justicia del caso concreto donde la ley ya asegura un buen nivel de justicia para todos, es comprensible y loable. Que se reformule la filosofía del proceso y se establezcan nuevas regulaciones procedimentales para hacer más sensible la decisión judicial a las demandas de la equidad en cada caso allí donde no hay mayor riesgo de arbitrariedad o discriminación, seguramente es un positivo paso adelante. Mas donde esas condiciones previas no se cumplan ni por asomo, esos mismos instrumentos que en otros lugares son de perfeccionamiento se vuelven escarnio teórico y fuente de abuso político y económico.
Regresemos al derecho procesal constitucional y recapitulemos sobre su importancia.
Sin garantías procesales no tienen ninguna virtualidad práctica los derechos de los ciudadanos. Y ninguna vulneración de esas garantías procesales puede estar justificada en nombre del mejor amparo de los derechos sustantivos,
pues esa siempre acabará siendo la mejor vía para negarlos, para negárselos a todos o para negárselos a algunos, a los opositores, a los críticos, a los disconformes, a los mejores. Ese derecho procesal constitucional no es un mero catálogo de procedimientos y trámites formales, sino que tiene en su fondo y ha de conservar toda una filosofía constitucional, la misma que hizo surgir el constitucionalismo moderno para acabar con la arbitrariedad estatal y la impunidad de los poderes públicos. Por eso el derecho procesal no sólo no es ajeno a los supremos principios constitucionales, si nos gusta usar esa terminología, sino que es la manera de realizar los más importantes de ellos, aquellos sin los que propiamente no existen constitución ni Estado de Derecho: debido proceso, habeas corpus, derecho a la defensa, principio de legalidad, irretroactividad de la ley penal desfavorable, presunción de inocencia…