Por Juan Antonio García Amado

 

Voy a hacer algunos comentarios sobre la sentencia 379/2019 de la Audiencia Provincial de Burgos. Sección 1, de fecha 11 de diciembre de 2019, en el caso conocido como de los jugadores de la Arandina, pues los tres acusados y en esta sentencia condenados eran jugadores de ese equipo de fútbol cuando sucedieron los hechos.

 

Como cuando antes: el sexo es lo peor y sus pecados son nefandos.

 

No quisiera extenderme en consideraciones preliminares, pero haré algunas. La primera es que he estado esperando unas semanas a que muchas voces mucho más autorizadas que la mía ofrecieran su punto de vista experto, en particular voces de penalistas. No he visto muchos comentarios de los de ese gremio, aunque es muy probable que haya habido más de cuatro y me hayan pasado desapercibidos. Es bien sabida y compartida la fuerte crítica que los penalistas patrios de nuestros días una y otra vez lanzan contra el punitivismo en boga o contra ideas como la malhadada de “derecho penal del enemigo”, y puede que por eso esperase (¿ingenuamente?) un servidor que se lanzasen a la cancha más colegas de Derecho penal para resaltar que, por mucho que repugnen los hechos de este caso, casi cuarenta años de condena para cada acusado son muchos años, es tremendo castigo.

En realidad, si más de cuatro han callado sus eventuales desacuerdos o los han reservado para los círculos íntimos, en lugar de darlos a la imprenta o echarlos al ciberespacio, puede que sea por lo mismo que a mí me desasosiega en este instante, porque sé que, diga lo que diga y en el sentido que sea, algún varapalo me ha de caer de un lado o de otro, pues vivimos días en que los extremos se tocan con fruición y morbosa complacencia, y si pretende uno que no lo insulten los guardianes de tal o cual templo, los adalides de alguna religiosidad de nuevo cuño o los trolls en nómina, más le vale dedicar sus desvelos analíticos a algún refinado supuesto de enfiteusis o relacionado con el aseguramiento de los robots en Canadá. Aquí no está el horno para bollos y bien se entiende que sean bastantes penalistas los primeros que se resguarden. Del sexo y sus desgracias ya no ha de hablar el jurista, sino las iglesias, como antaño, con los legisladores haciéndoles otra vez la ola a los obispos de hogaño, como antaño a aquellos otros. Porque en este tiempo “lo sexual es político”, según el título del fantástico libro de Pablo de Lora, y líbrenos Dios de intentar darle un tratamiento técnico-jurídico con afán que no sea justiciero y sin conciencia de que a este mundo venimos antes que nada para combatir el pecado y hacer que mueran en la hoguera los impuros. Amén.

Como muy bien explica Pablo de Lora, “Cuando la verdad ya ha sido revelada solo queda celebrarla, cantarla y, por supuesto, callar a los dudosos y heterodoxos. Rectamente: cerrar los aularios, bajar los atriles e instalar púlpitos y confesionarios en su lugar. Se achicarán las ventanas y el aire del sano escepticismo que emerge del uso de la razón teórica y práctica será sustituido por el incienso. Muchos sentimos que acechan las tinieblas y que en ese crepúsculo no son los hegelianos búhos de Minerva quienes despliegan las alas y su sabiduría, sino murciélagos furiosos y chillones”

Ciertamente, el Derecho penal se ocupa de lo más desagradable de cuanto merece calificación jurídica estricta, pues los penalistas hablan y juzgan sobre gentes que matan, torturan, roban, secuestran, se rebelan contra el orden constitucional o incurren en sediciones o malversaciones, calumnian e injurian, destruyen bienes que son patrimonio de todos, estafan, corrompen y se corrompen, abusan sexualmente, violan… De entre tantos comportamientos infames, el legislador traza una escala y castiga con mayor pena a los que tiene por más graves y dañinos y con mayor miramiento a los que más fácilmente disculpa. A esa correspondencia entre lo reprobable que se considera una conducta delictiva y el grado de su pena se denomina principio de proporcionalidad penal y los expertos la dividen en cardinal y ordinal. La proporcionalidad cardinal trata de cómo se equiparan la gravedad de un delito en sí y su castigo propio, mientras que la otra, la ordinal, se fija en si hay congruencia en el sistema, de modo que en verdad se pune más lo más grave y menos lo menos, no vaya a ser que un día sea más alto el castigo por dejar a uno tuerto que por volverlo ciego de los dos ojos, o que por matar a alguien sea menor la pena que por mentarle malamente a la familia. Si esto último pasara, dícese que se contraviene la proporcionalidad ordinal, repito, y se sabe que basta hacer de tal pauta un principio constitucional expreso o implícito para que acudan constitucionalistas enerdecidos a proclamar la inconstitucionalidad de la norma que así desbarrara; aunque en verdad tampoco me consta que estén alzando mucho la voz en estos temas los constitucionalistas habitualmente más entusiastas, por lo que concluyo que no ha de haber tacha de inconstitucionalidad en estos terrenos en los que vamos a entrar de inmediato, y que bien acordes con principios y reglas son las penas grandes para los delitos del sexo.

 

Cuando la proporcionalidad cardinal la organiza un cardenal, o su reemplazo posmoderno

 

Comencemos por el panorama normativo que ha de presidir el juicio sobre los hechos de este caso. La referencia nos la brinda el artículo 183 del vigente Código Penal español, que en sus primeros apartados reza así:

  1. El que realizare actos de carácter sexual con un menor de dieciséis años, será castigado como responsable de abuso sexual a un menor con la pena de prisión de dos a seis años.
  2. Cuando los hechos se cometan empleando violencia o intimidación, el responsable será castigado por el delito de agresión sexual a un menor con la pena de cinco a diez años de prisión. Las mismas penas se impondrán cuando mediante violencia o intimidación compeliere a un menor de dieciséis años a participar en actos de naturaleza sexual con un tercero o a realizarlos sobre sí mismo.
  3. Cuando el ataque consista en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, el responsable será castigado con la pena de prisión de ocho a doce años, en el caso del apartado 1, y con la pena de doce a quince años, en el caso del apartado 2.

No es mi propósito alargarme en aquellas cuestiones de proporcionalidad cardinal u ordinal que hace un momento mencionaba, pero bástenos pensar que una profesora de segunda enseñanza, pongamos que de treinta años, que tuviera una relación plenamente sexual con alumno o alumna suya de quince años y medio, de enorme madurez y apasionado o apasionada de Ovidio y Petrarca, se haría merecedora, según el apartado 1 de ese precepto, de una pena de como mínimo dos años de prisión y que podría llegar hasta los seis, pues no es pequeña la horquilla con que el legislador se da gusto. Con todo, no me resisto a mencionar que si la profesora hubiera incurrido con tal estudiante de quince y medio en una imprudencia grave que le hubiera ocasionado la muerte, por ejemplo porque por error le dio a beber lejía creyendo que era agua mineral, la pena sería de uno a cuatro años, de conformidad con el artículo 142.1 del Código Penal, de donde con plena transparencia se desprende que más le vale a esa profesora ser descuidada y causar por negligente la muerte de estudiante tan insigne que masturbarse con él o ella un día de vino y rosas.

Ante el calibre de la tropelía legal, debió el legislador verse en un brete y por eso añadió en 2015 el artículo 183 quater, que dice esto:

El consentimiento libre del menor de dieciséis años excluirá la responsabilidad penal por los delitos previstos en este Capítulo, cuando el autor sea una persona próxima al menor por edad y grado de desarrollo o madurez”.

No sería salida para la maestra de nuestro ejemplo, pues ni se considerará suficiente la proximidad en edad ni habrá juez que acepte que el desarrollo de madurez sea el mismo en alumna y profesora, ya que no parece que el precepto esté pensado para exonerar al adulto de gran cultura que tenga sexo con menor de enorme madurez para su edad, sino a quien siendo mayor tenga una edad mental y un desarrollo intelectual de adolescente primario y, sobre todo, para evitar que tenga el Derecho penal de menores que ocuparse masivamente de los casos de sexo entre gentes con menos de dieciséis años. Está por hacer, por cierto, una buena tesis doctoral sobre el papel de las presunciones en el Derecho penal de hoy y, si me apuran, hasta otra sobre el retorno de la prueba legal o tasada en nuestro Derecho penal posmoderno y galopantemente antiilustrado. Aunque, bien pensado, lo mejor sigue siendo callar y levantar la voz solamente contra la opresión de los pueblos y las naciones y las humillaciones del Volksgeist, que para eso somos los de Derecho tan sumamente progresistas y andamos de lo más preocupados por los derechos humanos.

 

Los hechos, las pruebas de los hechos y las reglas del juicio penal

 

En todo caso judicial hay que diferenciar las normas que vienen al caso y sus interpretaciones posibles, por un lado, y, por otro, los hechos del caso. Los hechos pueden y hasta deben contemplarse en una variada dimensión, a saber:

a) Lo que en verdad pasó. Cuando el pleito de marras se suscita porque sobre lo que pasó no hay ni claridad ni acuerdo y porque las pruebas que se practican no ofrecen una solución contundente y absolutamente clara, hay que asumir, nos guste o no, que nadie nunca sabrá con certeza plena lo verdaderamente ocurrido, excepción hecha de Dios, si existe, y de las partes, aunque cabe que hasta a las partes mismas les falte claridad al respecto o mezclen con los hechos sus propias interpretaciones de los mismos.

b) Lo que cada prueba que se practique aporta sobre lo que pasó o no pasó en ese hecho complejo que llamamos caso. Un caso, y en particular un caso penal, se compone como de diversas piezas que hay que encajar en una narración congruente e incriminatoria, si es que se va a condenar por ese caso. Esas piezas constan de elementos sobre lo empíricamente acaecido, sobre lo que cada parte sabía, lo que cada parte quería, lo que eran las sensaciones de cada parte, etc.

c) Lo que el juez o tribunal interpreta o infiere sobre cada elemento de los que componen el caso y a partir de eso que cada prueba aporta sobre tales elementos del caso. Principios procesales como los de oralidad, inmediación y contradicción hacen que el juez penal, en primera instancia, pueda verlo todo, todo lo que como prueba pueda contar, y hacerse sobre todo sus propias conclusiones.

d) Lo que el juez o tribunal de primera instancia relata en la sentencia sobre lo que vio y sobre cómo valora lo que vio en términos de credibilidad y de la contribución que cada cosa supone para ese puzle que con los distintos elementos se arma. Un o una juez que fuera un extraordinario narrador y que tuviera, además, un propósito de exhaustividad extrema nos iría relatando en la sentencia los pormenores de cada prueba y sus impresiones en cada una, pero ni la economía procesal y de tiempo ni las dotes literarias exigibles del común de la judicatura nos permiten alcanzar esa utopía. Por eso ha de asumirse que hay un fondo de convicción personal del juzgador de buena fe y más honesto que forma parte de su íntima e incomunicable deliberación, lo cual no es óbice para que exijamos rigor y esmero en el argumentar, pero sí advertencia para que no perdamos de vista que todo el que justifica con argumentos un convencimiento personal hace algo que no es una mera descripción objetiva y distanciada de lo que externamente aconteció (por ejemplo, de la declaración de un testigo), sino que está justificando al mismo tiempo un juicio suyo, una valoración.

Sea como sea, si quisiéramos en verdad que las resoluciones judiciales fueran mucho más transparentes o mejor sometidas a la pública consideración, no serían las deliberaciones del tribunal lo que habría de televisarse, como sucede en algún país, sino el juicio mismo, y particularmente todo lo referido a la práctica de las pruebas.

e) En cualquier caso y sea como sea, esa narración que el juez o tribunal sobre los hechos y sus pruebas nos hace podemos verla como un texto o discurso que puede y debe ser sometido al escrutinio de la crítica y de acuerdo con ciertas pautas mínimas de racionalidad. Aquí es donde tiene su papel bien destacado la teoría de la argumentación jurídica, que habrá o habría de brindarnos esos patrones con los que juzgar sobre cuánto de coherente y razonablemente convincente es esa explicación que el juez nos ofrece en la sentencia sobre por qué cree que las cosas fueron de una manera o de otra y sobre cómo infiere conclusiones a partir de los indicios que menciona. Sin ánimo de exhaustividad, diría que dos criterios resultan a este respecto imprescindibles, el de la coherencia y el de la toma en consideración de las consecuencias con un espíritu universalizador. No es coherente, por ejemplo, el juez que explique por qué le resultaron creíbles los testigos a los que dio crédito, pero que nada diga de por qué estimó que no debían ser creídos los otros. Y no lo es, por decir otro ejemplo, el juez que dijera que un testigo no es creíble porque es amigo de la persona acusada, pero no explicara la razón por la que sí cree al que lo es de la víctima.

A lo anterior hay que añadir un nuevo aspecto. En cada rama o sector del ordenamiento jurídico puede haber unas reglas que correlacionen el grado de convicción del juzgador sobre los hechos del caso y la decisión que ha de recaer sobre el caso. Eso rige muy en especial en el Derecho penal, donde funciona la que se denomina presunción de inocencia y que viene a decirnos que o se prueba sin vuelta de hoja que el acusado es culpable de los hechos que se le imputan o hay que absolverlo, si de la duda algo queda. Mas al decirlo así estamos aludiendo a lo que allá en el fondo de quien juzga ocurre, y en ese fondo bien pudiera darse el caso de que, por ejemplo, un juez estuviera absolutamente convencido de la culpabilidad del reo y por eso condenara, pero proviniendo esa convicción radical de conocimientos privados suyos o de la práctica alternativa de alguna prueba ilícita. Por eso el sistema penal tiene que funcionar simultáneamente con otro elemento: la sentencia y cuanto en ella se motiva. Si lo narrado y explicado en la sentencia como fundamento de la plena convicción que derriba la presunción de inocencia no es suficientemente coherente, preciso, razonable o contundente, de esa sentencia podrá decirse que incumple la regla primera del proceso penal y del sistema penal todo.

Podríamos agregar a lo anterior alguna consideración sobre el significado de otro principio de los que se dice siempre que en el proceso penal deben operar y sobre qué lo diferencia de la presunción de inocencia, y tal principio es el del in dubio pro reo. Si, como parece razonable, lo entendemos en el sentido de que toda prueba que admita tanto una interpretación favorable al reo como una contraria a él debe ser tomada solo a su favor y no ha de ser usada como incriminatoria, el panorama se nos completa y mucho deberá esmerarse el que juzga a la hora de hacer ver lo muy fuertes y difícilmente controvertibles que resultan las pruebas en las que se base la condena del reo.

Es posible que cuanto acabo de escribir sea fruto de un irredimible conservadurismo de quien, un servidor, hasta hace poco se tenía por progresista en materias penales y así se pensaba porque comulgaba con esa filosofía penal ilustrada que va de Beccaria a Ferrajoli o Roxin, pongamos por caso.

 

¿Un derecho penal o varios?

 

Imaginemos que en cierta ciudad o determinado país el porcentaje de delitos contra la propiedad es más alto, incluso mucho más alto, entre los miembros de un determinado grupo étnico o cultural. Llamémoslos los K, y a todos los demás ciudadanos denominémoslos los S. De cada diez delitos contra la propiedad, nueve los comenten los K y uno lo perpetran los S. Asumamos también para nuestro ejemplo que la policía es igualmente de eficiente, muy eficiente, con los unos y con los otros cuando persigue ese delito, por lo que siempre acaba deteniendo a un sospechoso bien claro y esas detenciones mantienen la misma proporción de K y S, noventa por ciento los primeros y diez por ciento los segundos. Evidentemente, a veces la policía se equivoca o las pruebas que se reúnen contra el acusado de turno no son bastantes para justificar su condena.

Cada juez que juzga a uno de esos acusados conoce esas cifras que la estadística acredita. Pongamos que ahora mismo un juez penal tiene que juzgar al acusado Z, incriminado por uno de esos delitos de los que hablamos, y que Z forma parte de los K, no de los S. ¿Significa eso que hay un noventa por ciento de probabilidades de que Z sea culpable, ya que sabemos que el noventa por ciento de tales delitos los cometen individuos pertenecientes al grupo K? En modo alguno, radicalmente no. Para que esa conclusión probabilística tuviera sustento no habría que saber que el noventa por ciento de los delitos los cometen K, sino que habría que saber que el noventa por ciento de los K cometen esos delitos. Por consiguiente, si ese juez aflojara los requerimientos de convicción de la prueba o el nivel de la presunción de inocencia en el juicio contra Z, estaría cometiendo un error brutal y absolutamente carente de justificación racional. Que, pongamos, el tráfico de drogas se diera con un 80% más de frecuencia entre los menores de cincuenta años que entre los mayores de esa edad no es argumento ni de lejos admisible para aligerar la carga probatoria contra los menores de cincuenta años ni para aumentar las garantías de la prueba contra los de más de tal edad.

Evidentemente, sí puede haber quien estime que sea política muy conveniente la de condenar con pruebas no lo bastante concluyentes a todos los K a los que se acuse de aquel delito. Pero quien así lo vea habrá abandonado toda idea de justicia penal y estará haciendo política a base de instrumentalizar a individuos, no importa en el fondo si culpables o inocentes, en pro de intereses colectivos. Importará que haya más K condenados para que bajen los delitos de los K, aun cuando alguno de esos condenados sea inocente. Cuando la política criminal asume sin gran reparo el riesgo de falsos positivos, el derecho penal ilustrado se va por las alcantarillas, y con él parte del núcleo esencial de los derechos humanos. El fin justifica los medios, caiga quien caiga; a los caídos tendremos que verlos como daños colaterales, pero ya se sabe que las guerras los produce. Estamos, así, en las antípodas de la moral kantiana y nos aproximamos a la famosa ley del embudo.

Esa es la cuestión, si ha de haber un derecho penal y, sobre todo, un proceso penal para los K y otra para los S, uno, por ejemplo, para gitanos y otro para payos, uno para negros y otro para blancos, uno para mujeres y otro para hombres, uno para nacionales y otro para extranjeros, uno para ricos y otro para pobres, etc., etc. Los que creemos todavía en el derecho penal ilustrado y los que seguimos abogando por la igualdad de derechos entre los seres humanos no podemos admitir más que un Derecho penal, uno solo, ya se trate de juzgar a Agamenón o a su porquero.

 

Los hechos que la sentencia describe como hechos probados

 

A la víctima la voy a denominar X. A los acusados, que son tres, los llamaré A, B y C.

En el apartado de “hechos probados” la sentencia que pasamos a analizar dice que “Apreciadas en su conjunto y conforme a las reglas de la sana crítica las pruebas practicadas en el Plenario, se considera probado y expresamente se declara” lo siguiente, que expongo en mis términos, salvo cuando se entrecomille algún párrafo:

  1. En noviembre de 2017, X contactó mediante Instagram con A, sabiendo quién era, y mantuvieron ahí diversas conversaciones y se intercambiaron fotos en ropa interior.
  2. En atestado policial consta que el 21 de noviembre de 2017 X llamó a A, quien estaba con B y C, y mantuvieron una conversación en tono jocoso hablando de la posibilidad de una orgía de los cuatro. Resulta muy difícil de entender esta parte de la narración en la sentencia. Concluye esta que “no ha resultado probado que dicha conversación se realizase con seriedad, por ninguna de las partes, ni que tampoco los acusados le propusieran en forma seria a X mantener relaciones sexuales”.
  3. El día 24 de noviembre, X fue a un bar cercano al piso donde sabía que vivían A, B y C, después de haber realizado dieciocho llamadas a A, sin que para el tribunal conste “el motivo de las mismas”, y no habiendo respondido A a ninguna. Se encontraba A en ese momento en tal bar e invitó a X a subir al piso de los tres para realizar un vídeo musical. Ella subió y cuando estaba en la vivienda con A, fueron llegando B y C, así como otro compañero de su equipo de fútbol, D, que se cambió en la habitación de A y del que no queda probado si se marchó enseguida o no.
  4. “Que estando solamente en el salón la menor X y los tres acusados, los cuales eran conocedores de su minoría de edad y en concreto que tenía quince años, alguno de ellos apagó todas las luces de la estancia, se desnudaron, ante lo cual X fue al baño regresando con posterioridad y sentándose en una esquina del sofá. Los acusados procedieron a desnudarla quitándole la ropa, salvo las bragas, ella se cruzó de brazos y no supo cómo reaccionar, quedándose paralizada, procediendo los acusados a cogerla de las manos para que les masturbase, y posteriormente sujetándole la cabeza para que les hiciera una felación, a cada uno de ellos, llegando uno (sin determinar) a eyacular en la boca de la menor, ante lo cual y sintiendo asco fue al baño que se encontraba al final del pasillo a escupir”. “La menor si bien no veía a cada uno de los acusados, sí que pudo distinguir que las manos que la tocaban eran de diferente complexión, y alguno se encontraba depilado y otros no”.

Aunque la sentencia no lo menciona, es de suponer que X iría al baño a tientas y que a tientas regresaría y daría con el brazo del sofá para sentarse, pues se dice que estaba todo muy oscuro y que por eso no podía reconocer a quien en cada momento la tocaba.

  1. Que inmediatamente uno de los procesados, B, cuando X salió del baño, la invitó a que entrara en su habitación, a lo que ella accedió y ella estuvo tumbada en la cama, sin que se probara que fuera por caída o empujón, y allí B la penetró después de colocarse un preservativo. Dice la sentencia en este punto que “no consta plenamente acreditado que X mostrase su oposición, expresa o tácita a dicha relación” y que los informes psicológicos indican que la madurez de X y la de B eran similares, correspondientes a unos trece años.
  2. Que el acto sexual con B duró entre 10 y 15 minutos y que seguidamente X volvió al salón de la casa, recogió sus ropas y abandonó la vivienda.
  3. Que “como consecuencia de estos hechos”, X “ha presentado sintomatología de tipo ansioso depresivo”, un “trastorno depresivo mixto ansioso depresivo, presentando tratamiento farmacológico y seguimiento médico y psicológico”.
  4. El día anterior al de autos, el 23 de noviembre, quedó registrada una conversación de Whatsapp en un grupo al que pertenecía A y donde a las diez de la noche cuenta A que una muchacha de dieciséis años había acudido al piso y había hecho felaciones a los tres compañeros. Se envían fotos, se supone que de la chica en cuestión, y se dice de ella que es una cerda y que al día siguiente regresará. Aclara la sentencia que tales hechos no han sido objeto de acusación ni han sido denunciados por X. También dice la sentencia que no ha quedado acreditado si eso “pudiera haber ocurrido en la realidad”, si bien se dan por probados dichos mensajes de Whatsapp.

En este último punto queda una gran duda: ¿pudo tratarse de X? ¿Eran de X esas fotografías que se habían enviado tal día? ¿Hay alguna posibilidad de que fuera X la que estuvo ese día en el piso de los tres o está eso descartado? Si está descartado, ¿por qué se repara en que X no denunció tales hechos? Aquí tenemos un ejemplo palmario de cuán importante es que las sentencias narren correctamente y con la mayor precisión posible todos los hechos que en el juicio se han manejado y que puedan tener alguna relevancia para el caso.

 

La prueba de los hechos probados

 

Recaerá condena para los tres acusados por delito de agresión sexual de los apartados 2, 3 y 5 del artículo 183 del Código Penal. Es decir, no se condena por tener relaciones sexuales con menor de dieciséis años, sino por haber concurrido violencia o intimidación y, por tanto, falta de consentimiento. La prueba, en consecuencia, tendrá que acreditar que hubo penetración bucal y que hubo falta de consentimiento por haberse dado violencia o intimidación contra X.

Todos los acusados negaron haber tenido relaciones sexuales con X. De la víctima, X, se declara en la sentencia que hay constancia de lo siguiente:

(i) En la vista oral, X, la víctima, declaró durante tres horas e indicó en su declaración que los hechos habían ocurrido de ese modo que se refleja en la enumeración de hechos probados redactada por el tribunal.  El tribunal considera creíble tal declaración y le da pleno valor probatorio porque la denunciante “ha sido persistente en su declaración, carecía de móviles espurios para perjudicar a los denunciados y ha sido congruente” en las “cuestiones esenciales”.

(ii) X había dado versiones contrapuestas sobre lo acaecido, a personas distintas, todas las cuales declararon en el juicio y acreditaron la existencia de esas diversas versiones. A unos les había dicho “que los hechos habían ocurrido voluntariamente y a otros que habían sido en contra de su voluntad”. Leemos en la sentencia que eso “ha entrañado para esta Sala una mayor dificultad a la hora de llegar a una conclusión segura”. Da por sentado el tribunal que el testimonio de unos y otros de estos testigos es fiable, por lo que la cuestión, pues, queda así: ¿a cuál de esas amistades suyas mintió X y a cuál le dijo la verdad? Hasta ahora tenemos: la palabra de la denunciante, X, contra la de los acusados, y la palabra creíble de unos testigos a los que dijo que el sexo con los acusados no había sido consentido, y la de otros, también creíble, a los que dijo que sí había sido consentido. O mintió a unos o mintió a otros. ¿A cuáles mentiría y por qué?

En la sentencia leemos que “dicha disparidad de versiones podría servir para invalidar su testimonio”, el de X, pero considera el tribunal que hay una razón para dar por bueno el testimonio incriminatorio, el de que no hubo consentimiento para la relación sexual, y no el otro, el de que sí lo hubo. ¿Cuál es esa razón de la credibilidad? El grado de inmadurez de X. Leamos: “Si bien dicha disparidad de versiones podría servir para invalidar su testimonio, sin embargo debemos atender a su grado de madurez, que como se manifestó por la psicóloga C L, se correspondía con la de una persona de 13 años, la cual se encontraba totalmente influenciada por las redes sociales y la imagen que pretendía mostrar de ella, en Instagram y delante de sus conocidos o compañeros de clase. Así deseaba aparentar mayor edad, y ser considerada como una mujer, adulta y con experiencia sexual”.

Dije antes que en la narración de hechos probados y en la explicación de las razones con que se valoran las pruebas son fundamentales la coherencia y la razonabilidad, y hasta verosimilitud. Bajo esta óptica, repasemos lo anterior paso a paso:

– X ha dicho a amigos o conocidos suyos que tuvo relaciones sexuales con A, B y C conjuntamente, pero a unos amigos les contó que había sido de modo voluntario y a otros que había sido sin consentimiento.

– El tribunal ve claro que la edad mental de X, que en verdad contaba quince años, corresponde a unos trece años, por lo que es inmadura. Además, está muy influida por las redes sociales y quiere en estas y ante sus conocidos pasar por mujer hecha y derecha y con experiencia sexual.

Por tanto, X no miente cuando sostiene en el juicio que no hubo consentimiento en la relación sexual con A, B y C; en otras palabras, de lo anterior se desprende, según el tribunal, que hay base para pensar que X no mintió en el juicio ni a aquellos de sus amigos a los que dijo que no existió consentimiento, pero que sí mintió a los otros, a los que contó que sí lo hubo, y que mentía porque quería hacerse pasar por una mujer con experiencia sexual.

Su conclusión la basa el tribunal en dos elementos. En primer lugar, imputa a X “un sentimiento de culpabilidad por lo acontecido en el piso de los acusados” y que “no deseaba que los conocidos, con los que tenía menos confianza, supieran la verdad de lo ocurrido, de tal forma que optó por decirles que había realizado los actos sexuales de forma voluntaria, e incluso alardear de ellos”.

Es difícil sustraerse a una cierta sensación de extrañeza al leer esas líneas, pues nos describen a una persona inmadura que, avergonzada por una relación sexual forzada, en lugar de callar decide contarla y presumir de ella diciendo que fue voluntaria. Podría perfectamente haberse callado ante esas personas y haber hablado solo con las de su confianza para confesarles la verdad. ¿Ha conseguido el tribunal hacer razonable la idea de que fue a esos precisamente a los que mintió?

Por otra parte, estima el tribunal que la verdad de que no había existido consentimiento se la contó a las personas de su confianza, empezando por sus hermanas de 12 y 13 años, y luego a la psicopedagoga, el 27 de noviembre. Más tarde se lo dijo a su madre y su tío y a una prima a la que consideraba su mejor amiga.

Asumamos que X adolecía de esa inmadurez que el tribunal le atribuye a partir del dictamen de los psicólogos, y que esa inmadurez consiste en que da mucha importancia a su imagen y quiere hacerse pasar por mujer experimentada. ¿En verdad es esa una razón de peso para dar por suficientemente evidente que mintió a ciertos amigos suyos y dijo la verdad en su casa y a la psicóloga escolar?

Puede ser momento de subrayar algo decisivo en este punto. Si el estándar probatorio fuera el de dar preferencia a la alternativa más probable, con lo que hasta aquí llevamos explicado yo mismo podría aceptar que parece más probable que no hubiera consentimiento, o que no hubiera el tipo de consentimiento suficiente que en estos temas puede requerirse. Pero si debo pronunciarme sobre si hay prueba bastante para eliminar cualquier duda razonable y, por tanto, para propiamente derribar la presunción de inocencia, tengo que decir que me parece que no. Ahora bien, cabría que en otro momento entráramos a discutir si en el Derecho penal contemporáneo conviene prescindir de la presunción de inocencia o aligerar sus implicaciones probatorias o si así debe hacerse para los delitos sexuales o algunos otros más. Pero si tal asumimos, cuando nos toque ser acusados o el reo sea un hijo nuestro, a reclamar al maestro armero; y aquí paz y después gloria.

Ya desde los inicios de los fundamentos de derecho afirma el tribunal que da por bueno el testimonio en juicio de X, y ello sobre la base de las

 

pautas para la valoración de la declaración de la víctima a efectos de enervar la presunción de inocencia

 

Se basa en los criterios para ese fin establecidos en la STS 23/2010, que se pueden sintetizar del siguiente modo. En esta prueba, como en cualquier otra prueba testifical,

“elemento esencial para esa valoración es la inmediación a través de la cual el tribunal de instancia forma su convicción, no sólo por lo que el testigo ha dicho, sino también su disposición, las reacciones que sus afirmaciones provocan en otras personas, la seguridad que transmite, en definitiva, todo lo que rodea una declaración y que la hace creíble, o no, para formar una convicción judicial”. Para que en delitos como el que aquí se dirime el testimonio de la víctima se erija en prueba de cargo ha de darse “ausencia de incredibilidad, verosimilitud del testimonio y persistencia de la incriminación”.

En lo que a la incredibilidad se refiere, son relevantes

“las propias características físicas o psico-orgánicas, en las que se ha de valorar su grado de desarrollo y madurez, y la incidencia que en la credibilidad de sus afirmaciones pueden tener algunas veces ciertos trastornos mentales o enfermedades como el alcoholismo y la drogadicción”.

Es momento de recordar que el propio tribunal ha insistido en la inmadurez esencial y las dificultades de socialización de X, lo que, sin embargo y pese a lo que acabamos de leer, no repercute en su menor credibilidad, sino en su credibilidad máxima para el tribunal.

En cuanto a la inexistencia en la víctima de móviles espurios, se nos recuerda en la sentencia que se trata de aquellos que

«pudieran resultar bien de las tendencias fantasiosas o fabuladoras de la víctima, como un posible motivo impulsor de sus declaraciones, o bien de las previas relaciones acusado-víctima, denotativas de móviles de odio o de resentimiento, venganza o enemistad, que enturbien la sinceridad de la declaración haciendo dudosa su credibilidad, y creando un estado de incertidumbre y fundada sospecha incompatible con la formación de una convicción inculpatoria sobre bases firmes; pero sin olvidar también que aunque todo denunciante puede tener interés en la condena del denunciado, no por ello se elimina de manera categórica el valor de sus afirmaciones”.

En lo que se refiere a la verosimilitud de lo declarado,

“la declaración de la víctima ha de ser lógica en sí misma, o sea no contradiga las reglas de la lógica vulgar o de la común experiencia, lo que exige valorar si su versión es o no insólita, u objetivamente inverosímil por su propio contenido”.

Un abogado bien perspicaz que tuviera que atacar la valoración de la prueba de declaración de la víctima por parte del tribunal en esta sentencia tomaría pie en ese mismo párrafo para destacar algunos elementos que pudieran poner en solfa la verosimilitud en cuestión, según “las reglas de la lógica vulgar”. Así, diría que resulta bastante chocante que una persona que acaba de padecer una agresión sexual por obra de otras tres, y plenamente sabedora de que han sido las tres, después de ir un momento al baño regrese y acepte irse a la habitación de una de esas tres personas y tener con ella relaciones con penetración, sin alegar jamás que en esto último hubiera habido violencia ni intimidación de ningún tipo. Cierto que parece que se juega con una noción de consentimiento sumamente proteica y extraordinariamente dinámica, como luego mencionaré, pero eso no quita para que se pueda relativizar un tanto la falta de consentimiento respecto de aquel con el que inmediatamente se consiente en tener relaciones sexuales plenas. En otras palabras, tal vez hubiera resultado más coherente decir que con B sí consintió X tener sexo en los dos momentos, pues suena algo raro pensar que solo admitió el sexo con él después de que primeramente él la hubiera violado.

Se nos indica también que la declaración de la víctima

“ha de estar rodeada de corroboraciones periféricas de carácter objetivo obrantes en el proceso; lo que significa que el propio hecho de la existencia del delito esté apoyado en algún dato añadido a la pura manifestación subjetiva”.

Pero se matiza de inmediato que dicha exigencia

“habrá de ponderarse adecuadamente en delitos que no dejan huellas o vestigios materiales de su perpetración (art. 330 LECrim), puesto que (…) el hecho de que en ocasiones el dato corroborante no pueda ser contrastado no desvirtúa el testimonio si la imposibilidad de la comprobación se justifica en virtud de las circunstancias concurrentes en el hecho. Los datos objetivos de corroboración pueden ser muy diversos: lesiones en delitos que ordinariamente las producen; manifestaciones de otras personas sobre hechos o datos que sin ser propiamente el hecho delictivo atañen a algún aspecto fáctico cuya comprobación contribuya a la verosimilitud del testimonio de la víctima; periciales sobre extremos o aspectos de igual valor corroborante; etcétera”.

Lo curioso del caso es que aquí no concurre ninguna de esas comprobaciones complementarias del testimonio de X y viene el tribunal a decir que bueno sería que las hubiera, pero que si no existen porque en este tipo de delitos son difíciles, tampoco hay problema y basta que la declaración de la denunciante sea creíble, sin falta de más aditamentos. O sea, la víctima aduce falta de consentimiento, no hay ningún testimonio más que el suyo en cuanto a que dicho consentimiento no se hubiera dado, y con eso basta para dar por probado el hecho decisivo de la incriminación. Es de suponer que, en aras de la coherencia, una doctrina así no solo se considera compatible con las garantías propias de la presunción de inocencia, sino que habrá de mantenerse para todo tipo de delitos. Por ejemplo, bastará que yo diga que fue Fulano quien se llevó mi dinero, porque yo lo vi y puesto que nada hacía imposible que Fulano estuviera allí en ese momento, aun cuando ninguna otro indicio concurra a ese respecto ni haya visto nadie ni rastro de ese dinero en poder de Fulano; o bastará que diga yo que en aquella conversación en que nos vieron debatir animadamente estaba Fulano amenazándome de muerte, aunque nadie lo hubiera oído ni tenga nadie indicio de que Fulano tuviera tentación de matarme o razones para amenazarme con eso; etc.

Según el tribunal, la declaración incriminatoria por parte de la víctima ha de ser también persistente, en el sentido de que no ha de cambiarla en las sucesivas declaraciones y ha de ser clara y precisa, sin ambigüedades o vaguedades. Y además tiene que ser coherente, “manteniendo el relato la necesaria conexión lógica entre sus diversas partes”. Es de suponer que se están refiriendo los magistrados a la coherencia de la declaración en el juicio oral, pues si aludieran a lo dicho en unas u otras partes por X a partir del 24 de noviembre, sabido es que ha habido alteraciones y cambios.

La misma sentencia enumera los testimonios sorprendentes prestados en el juicio por personas del círculo cercano a X. Así:

– A una amiga le dijo X que no se arrepentía de “follar” con B porque era muy guapo.

– A su prima le contó que después de los hechos ocurridos en el salón de la vivienda de ellos “se folló” a uno, razón por la que manifiesta el tribunal que no es creíble que X adujera que B la había penetrado contra su voluntad, a lo que se agrega que tampoco había delito del primer párrafo del artículo 183 del Código porque ambos tenían grados de madurez igualmente bajos y por eso exonera el artículo 183 quater (“El consentimiento libre del menor de dieciséis años excluirá la responsabilidad  penal por los delitos previstos en este Capítulo, cuando el autor sea una persona próxima al menor por edad y grado de desarrollo o madurez”).

– A un testigo le dijo X que estaba feliz y que había tenido relaciones sexuales con B, que era el entrenador de dicho testigo.

– A una compañera de colegio le mostró el vídeo musical grabado, le dijo que había estado con B, que había realizado felaciones a los del grupo y que pensaba seguir viéndose con ellos.

– A una testigo más le contó también lo de las felaciones y esta la vio contenta.

– A otro testigo le relató que había tenido una orgía y no la vio pesarosa.

– Una testigo aporta audios de Whatsapp en los que X dice a alguien no identificado que “como se vaya de la lengua yo sí que me voy e incluso cosas inventadas, no creo que lo haga ni él ni ninguno, saben las consecuencias, están advertidos, solo mamadas y pajas pero como cuenten algo yo cuento todo e inventando”. Interrogada X en el juicio, admitió la verdad de esa conversación, aunque insistió en que nada había inventado sobre la conducta de los acusados. Y el tribunal concluye así al respecto: “no se llega a la conclusión de que los hechos denunciados fueran falsos, a pesar de que mantuvo diferentes versiones, en cuanto a la voluntariedad, frente a los testigos de referencia, dependiendo de la relación que con ellos mantuviera”.

Aquí un matiz puede pasar desapercibido, pero es de suma importancia. Cuando hay denuncia de hechos penales, no se ha de probar que estos sean falsos, sino que se tiene que probar que son verdaderos. La diferencia no es baladí. Por ejemplo, si yo denuncio que Fulana me amenazó, no ha de probar ella que no lo hizo, sino que he de probar yo que sí hubo tal amenaza suya.

El examen pericial del teléfono de X mostró que esta tenía en él una carpeta titulada “mis líos”, donde anotaba sus relaciones sexuales. Después de los sucesos con los acusados había apuntado también las relaciones con ellos mantenidas. En el juicio dijo que no había sido ella la autora de tal anotación, pero dice el tribunal que no es creíble tal declaración, ya que nadie más que ella tenía acceso a su teléfono. Sin embargo, sostiene el mismo tribunal que era su inmadurez la que la llevaba a anotar esas relaciones, incluidas las de autos, como si hubieran sido consentidas, aunque no lo fueran. O sea, por causa de su inmadurez engañaba a sus amigos del colegio y hasta se engañaba a sí misma, pero decía la verdad a sus parientes.

Dice el tribunal que “no puede inferirse que dichos actos hubieran sido consentidos”, pero de este modo está dando la vuelta a la regla primera del razonamiento penal, ya que lo que ha de inferirse no es que hubieran sido consentidos, sino que no lo hubieran sido. Lo contrario, lo que el tribunal insinúa, invierte la carga de la prueba o convierte a la declaración de la víctima en una prueba de cargo suficiente salvo patente y rotunda demostración de su falsedad.

 

Intimidación ambiental.

 

Sin intimidación estaríamos ante el supuesto de 183.1 del Código, relaciones sexuales con menor de dieciséis, con pena de dos a seis años, y no ante la agresión sexual que tipifican los apartados siguientes de ese artículo, que parten de una pena de doce a quince años cuando con el menor ha habido acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal y ha precedido “violencia o intimidación”.

El tribunal juzga que sí insistió intimidación, concretamente “intimidación ambiental”,

“y por ello resulta creíble que la menor, por su falta de madurez, y sorpresa no supiese reaccionar, quedándose bloqueada y paralizada, temiendo que si se negaba los tres acusados pudieran reaccionar en forma violenta”.

Previamente se lee en la sentencia que

“el hecho de que la menor se encontrarse en un domicilio ajeno, con la luz apagada y rodeada por tres varones de superior complexión, y edad, los cuales se habían desnudado, y quitándole a ella también la ropa, salvo la braga, cogiéndole de las manos y la cabeza, dirigiéndola hacia sus penes para que les masturbase y les realizase sucesivamente felaciones, constituye una situación de intimidación ambiental”.

En la parte anterior, donde se sintetizan los hechos probados, el tribunal dejó dicho que después de que los tres varones hubieran apagado la luz y se hubieran desnudado, ella fue al baño, regresó al cabo y se sentó en una esquina del sofá, momento en que ellos le quitan la ropa menos la braga y comienzan las demás maniobras. Y sabemos que después ella irá al baño nuevamente y al salir de él hará el amor con B en la habitación de este.

En este momento, cabe discutir el concepto de intimidación ambiental o cabe asumirlo y extraer sus consecuencias. Aquí, voy a asumir ese concepto, a darlo por bueno, y me referiré a las consecuencias si es que abrigamos un mínimo propósito de universalización y coherencia. Con todo, sí quiero pararme un minuto en un matiz de considerable importancia.

Si yo acuso a un vecino mío de haberme forzado a dispararle a otro, las pruebas que contra aquel vecino se aporten no solo han de hacer “creíble” que en una situación así yo hubiera podido sentirme forzado, sino que han de probar en el grado requerido que yo me he sentido forzado. Puede ser “creíble” que yo, por tales y cuales circunstancias, haya podido amenazar de muerte a un compañero, pero no basta que sea creíble, en el sentido de que se trate de una hipótesis no descartable, sino que hay que acreditar suficientemente que lo amenacé. Puede resultar “creíble” que la señora S tuviera relaciones conmigo porque sabe de mi mal talante y mis violentos cambios de humor cuando me contrarían, pero que sea creíble y que quepa razonablemente pensar que haya alguna posibilidad de que se sintiera coaccionada en un caso así, no es prueba de que haya estado efectivamente coaccionada ni, menos aun, de que la haya coaccionado yo con algún tipo de deliberación. Lo meramente creíble no hace prueba (y, menos aun, prueba penal según el estándar mínimo ahí aplicable), aunque la prueba válida ha de ser creíble.

Si, en casos como el de referencia, del mero carácter creíble de que una mujer que nada dice y solo se cruza de brazos se infiere que no hubo consentimiento en modo alguno para la relación sexual, pues de acuerdo, pero entonces podemos con todo rigor sostener que la falta de consentimiento se presume y que con ello se invierte la carga de la prueba y es la otra parte la que tiene que probar que sí consintió. Solo extraigo la consecuencia puramente lógica de la tesis en cuestión, no la valoro, y admito que puede que sea muy loable aplicar tales presunciones y tales inversiones a los delitos sexuales; pero sépase, en primer lugar; y, en segundo, aplíquese así en todos los casos. En otras palabras, a falta de un asentimiento tangible y ante la ausencia también de una negativa perceptible y comprensible, se presume que no hay consentimiento para las relaciones sexuales. En este caso no se aplica el quien calla otorga, sino la pauta de que quien calla no consiente. Es evidente que cruzarse de brazos no tiene un significado perceptible de negativa, pero a los efectos no importa, pues toda ausencia de un sí claro equivale a un no y tan no es cruzarse de brazos como dejar caer los brazos, meterlos en los bolsillos o rascarse la cabeza, pongamos por caso. Para estos asuntos relacionados con sexo, en el campo del consentimiento no hay zona fronteriza entre el no y el sí, pues todo lo que no sea con claridad sí es no. Aplíquese, pues, si así se estima conveniente, pero aplíquese congruentemente, en todos los casos en que así surja. Y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Si juntamos esos elementos que ya llevamos averiguados, tenemos un panorama algo sorprendente.

En primer lugar, el testimonio de la víctima ante el tribunal es creíble a condición de que sea persistente y no contradictorio y aun cuando sí haya habido contradicciones de la víctima al contar los hechos a otras personas y en otros momentos, y siempre, además, que no se muestre que la víctima tenga alguna dolencia psíquica, no contando a tales efectos la mera inmadurez.

En segundo lugar, resulta que si el acusado no prueba que hubo un sí bien claro, se presume el no, aunque todos reconozcan que la víctima nada dijo y solo se cruzó de brazos o hizo cualquier otro gesto que admita interpretaciones equívocas. En consecuencia, para las relaciones sexuales ocasionales, y hasta para las regulares, se torna más que conveniente que cada parte que hipotéticamente y por cualquier motivo pueda ser acusada recabe el consentimiento expreso de la otra y lo conserve, bien grabado, a modo de prueba, por si acaso. Y tengamos en cuenta que ello no afecta solo al varón, sino a cualquiera, sea cual sea su sexo y el de la otra parte, y muy en particular si en la relación sexual va a concurrir la introducción de dedos u objetos por vía vaginal o anal, o, en el caso del varón y adicionalmente, la introducción del pene por una de esas dos vías o por vía bucal. Bien está la mencionada pauta si así la queremos, pero sépase y aplíquese siempre.

 

Pero ¿hubo consentimiento o no lo hubo? ¿O tal vez está fuera de lugar preguntar por el consentimiento?

 

Tratemos de enumerar sosegadamente lo que sobre consentimiento en general y en el caso particular dice la sentencia.

(i) Para que haya condena de todos los partícipes en concepto de autores de su “violación” (en terminología de la sentencia) y de cooperadores necesarios en la de cada uno de los otros,

“la presencia de otra u otras personas que actúan en connivencia con quien realiza el forzado acto sexual forma parte del cuadro intimidatorio que debilita o incluso anula la voluntad de la víctima para poder resistir”.

Así pues, si hubo intimidación ambiental hubo también anulación de la voluntad de la víctima, y si la víctima no tenía voluntad debido a la situación así creada, va de suyo que no pudo consentir válidamente. Lo cual, repito, se dará siempre, a modo de presunción que invierte la carga de la prueba, cuando el sujeto pasivo de la acción enjuiciada sea uno y los otros sean más de uno y adicionalmente pueda concurrir algún elemento como que tengan más edad o sean de complexión más fuerte, etc. Como en la sentencia leemos, no hace falta ni que se practique ningún tipo de violencia o acción física sobre la víctima, como sujetarla, ni que se profiera expresamente amenaza ninguna, y tampoco que haya ningún antecedente de ningún tipo de amenaza o violencia, pues “el efecto intimidatorio puede producirse por la simple presencia o concurrencia de varias personas, distintas de la que consuma materialmente la violación, ya que la existencia del grupo puede producir en la persona agredida un estado de intimidación ambiental”.

Digámoslo con algo más de claridad que la propia sentencia: no es que estemos ante una violación en presencia de otros, sino que se califica la acción como violación porque es en presencia de los otros, de modo que todo evento sexual con un solo sujeto pasivo y varios activos es en principio violación por causa de esos números, a no ser que los sujetos activos prueben de modo terminante el consentimiento del sujeto pasivo.

(ii) Parece increíble, pero hay párrafos en la sentencia, referidos a este aspecto capital, que es imposible entender, incomprensibles del todo. Véase este:

En definitiva, cuando no existe consentimiento o éste se muestra conseguido mediante un acto de fuerza física o moral (compulsiva, de carácter intimidante), estamos en presencia de un delito de agresión sexual. Sin embargo, cuando la relación es consentida, pero tal consentimiento está viciado por una causa externa que opera a modo de coacción psicológica (relación de superioridad determinada por las causas legales), concurriendo, sin embargo, tal consentimiento, el delito ha de calificarse de abuso sexual, fuera de otros supuestos típicos».

¿Dónde abren esas comillas que ahí se cierran? Imposible saberlo. ¿Se nos está diciendo que sólo hay agresión sexual cuando la violencia ejercida es física o “compulsiva, de carácter intimidante”, es decir, mediante amenaza expresa y creíble, mientras que no hay agresión sexual, sino abuso sexual, que es delito distinto, cuando concurre un consentimiento viciado por cosas del estilo de la coacción ambiental? Si así fuera, como parece entenderse, ¿cómo es que este párrafo se cuenta entre los argumentos que la sentencia trae para justificar que el delito lo fue de agresión sexual?

(iii) Parece que luego se dice que ha de darse intención intimidatoria por parte del autor. De ser así, en el caso de autos habría que probar no meramente que X se sintió intimidada, sino que los autores con su acción en común tenían un propósito intimidatorio. Pero tampoco se entiende esto del todo, leamos lo que se dice:

“En cuanto al grado o a la gravedad de la acción intimidatoria, se pronuncia la Sentencia 609/2013, de 10 Jul. (RJ 2013, 7723), Rec. 1917/2012, en el siguiente sentido: «Para apreciar la intimidación este elemento debe tener relevancia objetiva y así debe constatarse en el hecho probado. Lo relevante es el contenido de la acción intimidatoria llevada a cabo por el sujeto activo más que la reacción de la víctima frente a aquélla. El miedo es una condición subjetiva que no puede transformar en intimidatoria una acción que en sí misma no tiene ese alcance objetivamente.

Hemos visto que en ese párrafo se abren comillas en “Para apreciar…” Y una vez más, esas comillas no se cierran nunca, con lo que no sabemos qué se está citando y hasta dónde, y qué es de cosecha del tribunal aquí. Me tiemblan las manos en el teclado solo de pensarlo, pero no puedo evitar el decirlo: ¿es imaginable que quien redactó esta sentencia no la releyera ni una sola vez o que quienes la aprobaron no la hubieran leído o lo hicieran de modo tan rápido y superficial que no vieran ni unas simples correcciones formales que hacer? ¿O será que todo viene ya a importar un bledo en estos tiempos posmodernos y populacheros?

(iv) Pareciera que en ese último párrafo citado nada se dice de que tenga que concurrir intención intimidatoria de los autores de la acción sexual, pero, en la sentencia, el párrafo inmediatamente siguiente empieza así:

“Es preciso, en este sentido, que, expuesta la intención del autor, la víctima haga patente su negativa de tal modo que sea percibida por aquél”.

¿La intención? ¿Cuál intención? ¿La de realizar un acto sexual o la de intimidar? ¿O vamos a acabar considerándolas equivalentes, o equivalentes siempre que los sujetos activos son más que los pasivos? Realmente no sé, no soy capaz de encontrar un sentido claro a nada de esto y aun cuando con esto se está argumentando nada menos que en pro de condenas de treinta y ocho años de prisión.

(v) Pero sigamos con ese párrafo completo para acabar de entender, si posible fuera, si al fin hubo consentimiento o no y si valdría en caso de que lo hubiera habido. Dice así:

“Es preciso, en este sentido, que, expuesta la intención del autor, la víctima haga patente su negativa de tal modo que sea percibida por aquél. Que exista una situación intimidante que pueda considerarse suficiente para doblegar su voluntad, tanto desde un punto de vista objetivo, que atiende a las características de la conducta y a las circunstancias que la acompañan, como subjetivo, referido a las circunstancias personales de la víctima” (negrilla en el original).

Lleva el tribunal páginas diciendo que el mero cruzarse de brazos en silencio es señal bastante de la falta de consentimiento, pero ahora nos indica que la víctima ha de hacer “patente su negativa” de modo que sea percibida por el otro. Pero, entonces, ¿en qué quedamos? ¿Hace falta una negativa patente o es negativa bastante la falta de aquiescencia expresa? ¿O acaso cruzarse de brazos significa precisamente “no quiero” y cualquiera, por muy obnubilado que ande y muy inmaduro que digan los psicólogos que es, puede y debe captarlo así?

Ese párrafo parece pura contradicción interna, pues en su primera frase se lee que hace falta que la víctima “haga patente su negativa de tal modo que sea percibida” por el autor, pero en la segunda frase leemos que basta que “exista una situación intimidante que pueda considerarse suficiente para doblegar su voluntad” vista la conducta de los que están y vistas las circunstancias personales de la víctima. Si esto último se acepta, no es necesario que la víctima haga patente su negativa de modo perceptible, y si tal se necesitara, entonces no bastaría que se diera la situación objetivamente intimidante. ¿A qué carta nos quedamos? Nosotros no lo sabemos. El tribunal, supongamos que sí y que solo habla y habla a mayor abundamiento de lo que quiera que sea que congruentemente piensa.

(vi) Siguiente párrafo de la sentencia:

“Como ha establecido la jurisprudencia consolidada la intimidación empleada en el delito de violación no ha de ser de tal grado que presente caracteres irresistibles, invencibles o de gravedad inusitada, sino que basta que sean suficientes y eficaces en la ocasión concreta para alcanzar el fin propuesto del yacimiento, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima y actuando en adecuada relación causal, tanto por vencimiento material como por convencimiento de la inutilidad de prolongar una oposición de la que, sobre no conducir a resultado positivo, podrían derivarse mayores males, de tal forma que la calificación jurídica de los actos enjuiciados debe hacerse en atención a la conducta del sujeto activo. Si éste ejerce una intimidación clara y suficiente, entonces la resistencia de la víctima es innecesaria pues lo que determina el tipo es la actividad o la actitud de aquél, no la de ésta” (negrilla en el original; también se respeta escrupulosamente la puntuación original, tanto en este párrafo como en todos los que se han citado).

Una vez más, no pretendo enfrascarme en la crítica frontal de la idea que ahí se expresa, sino hacerla plenamente explícita y sacar sus consecuencias, al margen de que haya a quien gusten y a quien disgusten. Y, por supuesto, si alguna contradicción o incongruencia se colara, también haremos bien en ponerla de manifiesto.

En primer lugar, en ese párrafo se nos explica que la intimidación no ha de ser irresistible o invencible, como si solo cupiera plantar cara ejerciendo una resistencia poco menos que heroica. Basta que la intimidación que se ejerza sea suficiente en esas precisas circunstancias

“para alcanzar el fin propuesto del yacimiento, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima y actuando en adecuada relación causal”.

Así pues, ha de haber causalidad entre la acción intimidatoria del sujeto activo y la inhibición de la voluntad de la víctima, que, por tanto, depone la resistencia que hubiera querido ejercer. Dicho de otro modo, una cierta conducta del victimario causa una cierta conducta de la víctima. Pero acto seguido se lee que “la calificación jurídica de los actos enjuiciados debe hacerse en atención a la conducta del sujeto activo”, de modo que si este “ejerce una intimidación clara y suficiente, entonces la resistencia de la víctima es innecesaria pues lo que determina el tipo es la actividad o actitud de aquél, no la de ésta”. No parece descabellado entender que aquí se ha dado un salto muy importante y que no cuadra con la frase anterior de ese párrafo. Ya no importa que la acción del sujeto activo cause la inhibición de la resistencia de la víctima y ni siquiera haría falta que fuera en sí apta esa acción para provocar o hacer muy probable esa inhibición en esa concreta víctima, la de cada concreto caso; basta que sea en sí “típica” la acción intimidatoria, con total prescindencia de su efecto causal. Lo que, si estoy en lo cierto, querrá decir que el consentimiento de la víctima ni siquiera tendrá que ser tomado en cuenta, pues por definición es, a los efectos de estos delitos, intimidatoria toda conducta y circunstancia del sujeto activo que pueda estimarse en sí misma apta para intimidar a una víctima “estándar”, por así decir. Lo que podemos llamar el elemento subjetivo de la víctima concreta ya no se va a tomar en consideración, pues importa lo que de objetivamente intimidatorio y según ese punto de vista estandarizado haya en el conducirse del sujeto activo y en sus circunstancias (su edad, complexión física, etc.); o en el ambiente o contexto, cuando la intimidación es ambiental.

Así puestas las cosas y aceptados esos presupuestos que me parece que en la sentencia laten (o al menos en este párrafo últimamente transcrito), no resultará descabellado entender que hay intimidación y delito aun en el caso en que la víctima quisiera la relación sexual, consintiera plenamente. De ese modo, el asunto pasa a ser el de cómo se prueba un consentimiento que descargue al otro de responsabilidad penal cuando ese consentimiento ha de ser algo así como muy cualificado para acabar con la tácita presunción de que no hay en puridad consentimiento válido cuando la relación sexual ocurre en determinadas situaciones. Es un problema importante que deberíamos tomar en serio en todo caso y se opine lo que se opine de este caso aquí analizado.

La sentencia, más adelante, expone que “El consentimiento debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes” y se añade acto seguido, con cita del Convenio de Estambul, que el consentimiento no puede inferirse de la falta de resistencia, sino que “debe manifestarse de forma expresa o deducirse claramente de las circunstancias que rodean al [sic] hecho”. Y concluye para el caso:

“En el supuesto enjuiciado los acusados fueron conscientes de que la menor no prestaba en forma libre y voluntaria su consentimiento para la realización de los actos sexuales, puesto que fueron ellos quienes la [sic] quitaron la ropa y ella cruzó sus brazos, tratando de evitar la realización de una acción sexual que no deseaba ni consentía”.

No objeto, pero en aras del interés teórico de la cuestión planteo esto: en una situación como la que en ese piso se daba, ¿de qué modo podría X haber manifestado su consentimiento para la relación sexual que se entablaba, de manera que pudiera el tribunal estimar que su voluntad de mantener tal relación estaba por encima de cualquier intimidación ambiental? ¿Acaso hubiera sido decisivo un sí en ese contexto de intimidación ambiental? Y si, en un caso como este, alguien en una situación como la de X después de consentir plenamente y de modo claro se arrepiente de lo que hizo y denuncia como no consentida la relación, ¿debe primar su testimonio si el tribunal no detecta contradicciones o falta de persistencia en él, y a falta de otros medios probatorios, de modo que baste ese testimonio en el juicio para derribar la presunción de inocencia? ¿A toda persona, hombre o mujer, que participe en ciertas actividades sexuales debemos aconsejarle que se prevenga preparando pruebas no sospechosas, principalmente grabaciones con imagen y sonido de cuanto en la escena acontece? Si es que sí, ya deberíamos estar contándolo a nuestros hijos e hijas; por lo que a unos y otras les pueda pasar.

Insisto, entiendo bien que haya quien responda a todas esas preguntas afirmativamente. Solo reprocho a quienes pretendan que nada cambia en nuestro sistema penal y hasta en sus presupuestos constitucionales cuando asumimos irreflexivamente ciertas mutaciones. Repasemos qué sistema penal queremos para nuestras hijas y para nuestros hijos y asumámoslo con todas las consecuencias, buenas o malas, para ellas y para ellos. Por cierto, un servidor tiene un hijo y una hija.

No tocaré en este comentario un tema muy polémico de la sentencia, el de la doble condena de cada uno como autor de su propio delito de agresión sexual y como cooperador necesario en cada uno de los delitos de agresión sexual de los otros dos, pues aguardo expectante los sesudos y atrevidos comentarios de mis amigos penalistas.

De resultas de unas cosas y otras, cada uno de los condenados pagará 38 años de prisión, de los que habrá de cumplir 20. Salvo que, previo recurso, en apelación se determine otra cosa.


Foto: JJBOSE