Por Juan Antonio Lascuraín

 

Ya lo decía Von Kirchman. Tres nuevas palabras del legislador convierten enteras bibliotecas en basura. Ahora son cuatro palabritas las que nos interrogan acerca de si ha cambiado todo en la protección penal de la competencia. Hasta hace unos meses, hasta la LO 1/2019, el delito básico de restricción de la competencia castigaba al que intentare alterar los precios que hubieren de resultar de la libre concurrencia solo cuando lo hiciera empleando violencia, amenaza o engaño”. Ahora el precepto adelgaza por un lado y engorda por otro. Se exige más desvalor de resultado y menos desvalor de acción:

Ahora, para cometer el delito no basta el intento de alteración de precios, sino que hará falta la alteración efectiva de los mismos. Ya no es un delito de mera tentativa. Por otra parte, y esto es lo que más importa para la cuestión del ámbito de punición de las conductas de cártel, el delito se puede cometer, y estas son las cuatro palabritas, mediante “cualquier otro artificio”.

La pregunta es si estamos ante un giro copernicano. Lo habitual en un acuerdo colusorio o en una práctica colusoria es que se trate de conductas comunicativas secretas o implícitas, muy raramente violentas o intimidatorias, y solo forzando el concepto, “engañosas”. Por eso hay que rebuscar en la jurisprudencia de los últimos 24 años, desde la aprobación del Código Penal en 1995, hasta marzo del presente año, para, cual regalo en el roscón, encontrar algún caso aislado de aplicación del artículo 284.1 CP. Cárteles detectados hay pocos, dada la dificultad de constatar esta práctica; cárteles violentos, intimidatorios o fraudulentos, casi ninguno (o casi ninguno más allá de las subastas o concursos públicos, que tienen una tipificación específica en el artículo 262 CP).

En lo que sigue pretendo responder a la importante cuestión de si cabe entender que los acuerdos colusorios secretos son per se “artificiosos” y en tal medida delictivos (v., Disp. Adic. 4ª LDC). También pretendo asomarme a la cuestión de si deberían serlo, cuestión por lo demás no independiente de la primera, como luego argumentaré.

 

Los argumentos favorables a la incriminación

Es tentador pensar que el sentido de la reforma es criminalizar los cárteles en su práctica prototípica de acuerdo secreto. ¿Qué sentido tendría si no la adición de los “otros artificios”? ¿A que se puede referir si no el legislador como conducta que no sea violenta, amenazante o engañosa?

Para sustentar esta postura existen buenos argumentos de dogmática y de política criminal. Buenos, y esa es la tesis que trataré de sostener, pero no finalmente convincentes.

Ya con el texto anterior algunos autores (recientemente, por ejemplo, Íñigo Ortiz de Urbina y María Gutiérrez) coquetearon con la tesis de que los acuerdos colusorios eran engañosos. Si es dudoso que fueran engañosos, no lo sería que fueran ahora algo menos: “artificiosos”.

Sus argumentos, expuestos ahora sin mayores matices, eran básicamente dos. Que el engaño que exige el tipo de alteración de precios es “menos engaño” que el de la estafa, pues el de esta es engaño con apellido, es “engaño bastante”. Y que se puede engañar por omisión, no sacando al consumidor o usuario del error de pensar que el precio de debía al juego limpio del libre mercado.

Los dos argumentos me parecen débiles. Es muy forzada esa distinción entre engaños, pues el “bastante” del engaño de la estafa no pretende cualificarlo, sino conectarlo con un resultado: solo se debe a que la estafa es un delito de resultado de deterioro patrimonial. Y si ya es problemático el engaño por omisión, solo concebible en casos de deberes concretos y normativos de información, en los que el silencio equivale a una afirmación, por ejemplo, de inexistencia de cargas o de defectos, no parece desde luego razonable que este concepto sea aplicable a los acuerdos de cártel, generando en los conjurados un irrazonable, por inexigible, deber de advertencia del acuerdo.

Más potente me parece un argumento sistemático en torno a qué quiere decir el legislador con “artificio”. Y es que el artículo 436 CP, cuando tipifica el delito de fraude por parte de funcionario en la contratación pública, se refiere a “concertarse con los interesados o usar de cualquier otro artificio para defraudar a cualquier ente público”, catalogando así el mero concierto como artificio.

A este argumento sistemático, que identificaría el fraude con el concierto, se le podrían sumar argumentos de conveniencia, de política criminal. Esta interpretación del artículo 284 CP como comprensiva de los acuerdos de cártel sería mejor porque nos alinea en la tendencia a la criminalización de otros ordenamientos y porque responde a una necesidad del orden económico de mercado. No ya porque se trataría de un ilícito muy grave, cuestión en la que se insiste sobre todo en Estados Unidos – es conocida la frase de su Tribunal Supremo acerca de que constituyen “el mal supremo” del sistema de mercado -, sino porque, como pasa también con el uso de información privilegiada en los mercados financieros, su muy difícil detectabilidad debe ser compensada con una sanción severa, con una pena, que además contribuiría, como efecto típico de las normas penales (prevención general positiva), a interiorizar en la población la maldad de la cartelización.

 

Los argumentos dogmáticos contrarios a la incriminación

Espero que a estas alturas no haya convencido al lector de que los acuerdos secretos de cártel son artificiosos y por lo tanto, desde marzo de este año, delictivos, porque voy a tratar de persuadirles de lo contrario. Y, lo que es más importante, creo que debe tratar de convencerse a los jueces, porque esta es la interpretación más razonable de la voluntad de legislador y, curiosamente, es la interpretación que mejor protege la competencia.

Es notorio, en primer lugar, que el legislador no quiere penalizar todas las alteraciones ilícitas de la competencia, sino solo algunas especialmente graves, no por su resultado, sino por el modo de realización de la conducta. Si el legislador hubiera querido meter en el tipo los acuerdos secretos de cártel y con ello todas las restricciones de la competencia, habría redactado un tipo puro de resultado, como lo es el homicidio: “el que matare”, el que de cualquier forma matare.

Está además el adjetivo “otro” que sugiere, como sugiere la justicia, que el artificio debe tener un desvalor similar, semejante, a la violencia o a la amenaza o al engaño, cosa que indudablemente no sucede con el concierto secreto. Es más: resulta cuando menos dudoso que a algo tan sencillo como el mero acuerdo reservado podamos tildarlo de “artificio”.

¿Qué queda entonces para el artificio? ¿Por qué se incluye el artificio? Queda poco, pero queda: la posible artificiosidad posterior al acuerdo para reocultar o preservar su carácter secreto y que dificulte aún más su ya difícil detección.

Queda aún un argumento sistemático. Nuestra experiencia y la comparada nos muestran que la represión de los acuerdos de cártel vive de la estrategia de la clemencia al partícipe que lo denuncia. Cualquier estratega sensata, penal o administrativa, de represión del cártel pasa por la exención del miembro denunciante.

Si el legislador penal hubiera querido penalizar todo cártel, habría previsto, como hace en otros delitos, la exención del denunciante. No ya porque a ello obligue la Directiva ECN+ (que no lo hace, pues se conforma con la atenuación, posible genéricamente en nuestro Código a través de la atenuante de confesión: artículo 21.4ª CP), sino porque no hacerlo tiene dos consecuencias dramáticas: la inoperancia penal y la inoperancia administrativa. No ya es que no vayamos a tener penas porque no vayamos a tener delitos, porque no vamos a detectarlos. Es que la amenaza penal sin clemencia clara y total va a desalentar toda denuncia, también en el ámbito administrativo.

Dicho esto, tendríamos que pensarnos muy mucho si, aunque no haya previsión expresa de exención, podemos penar al que reveló el cártel ante el órgano administrativo. Fomentando normativamente su denuncia y penándole después, ¿no atentamos a su derecho constitucional a no declarar contra sí mismo?

 

Los argumentos políticocriminales contrarios a la incriminación: un elefante en la cacharrería

Con todo, los principales argumentos en contra de la entera criminalización de los acuerdos de cártel son de índole políticocriminal. Estos argumentos no valen solo para reformar, añadir o suprimir normas penales, sino que valen también para interpretarlas. Como la semántica – lo estamos viendo con el vocablo “artificio” – es muy vaga, como el lenguaje es poroso, a la hora de delimitar el ámbito de la norma, el ser de la norma, nos importa el deber ser, porque es mejor que las cosas sean como deben ser, y porque ese deber ser se encauza a través de argumentos de valor (razonabilidad axiológica, como la denomina el Tribunal Constitucional) o de eficacia de protección (razonabilidad teleológica), que constituyen también métodos de interpretación de la norma.

Las tesis más punitivistas en esta área tratan de sustentarse en razones de eficacia. Si queremos terminar con los cárteles, necesitamos la amenaza de la prisión para el individuo y el coste reputacional que comporta la pena, y no la mera sanción administrativa, para la empresa.

Esta tesis de la eficacia es, creo, incorrecta. La inclusión de los cárteles en el 284.1.1º CP engorda el Derecho Penal a costa de dejar sin contenido el Derecho Administrativo sancionador. Y a veces los poderosos elefantes se cargan todos los cacharros. Si las sanciones por restricción de la competencia están funcionando es porque las imponen órganos especializados una manera ágil.

Ni esa especialización ni esa agilidad se dan en los órganos de instrucción y decisión penales. Al juez penal le va a costar entender el complejo injusto competencial mucho más que a la CNMC. Y además tendrá que ir con los pies de plomo que le exigen las severas garantías penales. No tiene además, por ahora, incentivos suficientes de clemencia que le ayuden a detectar los delitos, y cuando los tenga tendrá que sortear los reparos que a los mismos se le ponen en Derecho Penal, cuando la cárcel puede estar la final del proceso. Y lo que no tiene son los atajos que en el Derecho Administrativo sancionador existen para castigar a las empresas. Para penarlas todo va a ser bastante más complicado (artículo 31 bis CP): debe constar la existencia de un delito individual desde la empresa y a favor de la empresa y la inexistencia de un programa de cumplimiento que dificultara razonablemente el delito. Y todo ello no se presumirá, sino que deberá probarlo la acusación con el canon de la certeza: más allá de toda duda razonable.

Dicho con otras palabras: so pretexto de una incierta eficacia, el Derecho Penal, con su prioridad, con su efecto paralizador del expediente administrativo, se cargará un instrumento que cada vez está funcionando mejor en la intrincada tarea de detectar y reprimir los cárteles. No es de extrañar que países que se habían planteado seriamente la criminalización de los cárteles, como Suecia, hayan dado un paso atrás en el empeño. No es de extrañar que la cada vez más impetuosa Unión Europea en materia de armonización de la protección penal del orden económico no haya dado un paso en esta dirección. Y no es de extrañar que el Reino Unido considere frustrante su reciente experiencia (desde 2002) de penalizar las conductas de cártel.

 

Alguna conclusión

Creo, en fin, que no solo no es necesario penar los acuerdos secretos de cártel, sino que es contraproducente y además muy antipático desde la perspectiva de proporcionalidad estricta. ¿Se entiende hoy que pueda castigarse con hasta seis años de prisión cualquier acuerdo de cártel?

Metidos en reflexiones políticocriminales, creo que las alternativas sensatas de protección penal de la competencia son dos: o renunciar a la misma por eficacia de la protección administrativa o delimitarla cuidadosamente respecto a esta protección administrativa en función de su desvalor de resultado, como se hace en los delitos de abuso del mercado de valores (arrostrando con ello los problemas de determinación cuantitativa que ello comporta y que tanto lastran a estos delitos). Si el paso que se da es este último habría que acompañarlo de una circunstancia eximente específica de confesión.

Pero esto no se puede hacer a las bravas, sin delimitación y sin clemencia, y a ello es a lo que nos conduciría una interpretación extensiva del artículo 284.1 CP, comprensiva de todo acuerdo secreto de cártel en cuanto “artificioso”.

Titulaba esta entrada con una pegunta. A la vista de la reforma del artículo 284.1 CP, ¿son punibles ahora los cárteles?

La respuesta es NO


Foto: @Rosewelz