Por Alfonso J. García Figueroa

 

La paradoja cuantificacional del populismo español

 

Mientras escucho el último discurso del presidente del Gobierno, observo renacer en su alocución esa obsesión, entre pueril y curil, por repetir ad nauseam “niños y niñas”, “presidentes y presidentas”, “todos y todas”. Y digo “renacer”, porque por unos días incluso los miembros del gobierno parecieron darnos una tregua con esa ortopedia del idioma que llaman “lenguaje inclusivo”. Por unos días, nuestros gobernantes descubrieron que no vivían en un spot publicitario y que debían atender a la gris gestión y las “cosas de mayores”.

Nunca les había importado a los defensores del lenguaje inclusivo que los hispanohablantes no nos expresáramos así, ni que jamás hubiéramos sentido la necesidad de recurrir a estos latiguillos, agotadores y confundentes. Tampoco les importó en su momento la contundente desautorización por parte de la Real Academia Española de la Lengua de las vacuas reivindicaciones de “feminización” de la Constitución. Tuvo que llegar, y ya es triste, una peste bíblica para que a todos se nos helara la sangre y que el actual Gobierno abandonara por un momento tales frivolidades. Incluso tuvieron que ser expuestas con temeridad al COVID-19 las propias mujeres en las manifestaciones multitudinarias del 8 de marzo, para que muchas de ellas repararan en su instrumentalización por un fundamentalismo posmoderno.

Por unas u otras causas, el caso es que la política cosmética del eslógan fácil había remitido durante lo peor de la crisis del coronavirus, para regresar, cual signo precursor de la ansiada “desescalada”, en forma de reiterados desdoblamientos inclusivos, tan pronto como las “cosas de mayores” nos dieron respiro. Este renacer del lenguaje inclusivo con el regreso a la política de lo inane en el horizonte merece, pues, una reflexión y una interpretación.

Y después de todo, no hace tanto que el lenguaje inclusivo operaba con más discreción y razonabilidad en el arsenal retórico de la izquierda española. Con la perspectiva que da una década (y una década hoy da para mucho más que antes), tiene uno la impresión de que, en el fondo, las nuevas vestales españolas nunca se lo habían tomado demasiado en serio, ni siquiera, por cierto, entre las mujeres ascendidas por el furor feminista a lo más alto de la Administración del Estado. Permítaseme una anécdota, precisamente en mi gloriosa condición de “marido de”: en cierta ocasión (de esto hará poco menos de quince años), me encontraba yo en la fiesta de cumpleaños de un alto cargo del Gobierno Zapatero. Fue una celebración generosa y hasta pródiga en champaña, que alcanzó su clímax, como es la costumbre, cuando entonamos todos juntos el “cumpleaños feliz” a la luz de las velas de una tarta. Hacia el momento culminante de la canción, enfilando ya la estrofa final apurábamos nuestras voces así: “¡Cumpleaños feliz! ¡Cumpleaños feliz…! ¡Te deseamos todooooooos…!” Y fue entonces cuando surgió entre la multitud un grito de corrección: “¡Y todaaaaaaaaas!”. Los invitados no acabamos la canción y reímos más o menos perplejos. “¿Quién será? Esa cara me es familiar” —dije— Y cuando ya imaginaba que se tratara de una prometedora alumna mía, alguien me sacó de mi error: “Es la Bibiana”. “Pues parece más alta en televisión” —repliqué—. “¡No la Andersen, so neoliberal! Es la Aído”. Bueno, ése era el nivel de discurso en que se encontraba el “todos y todas” hará poco más de diez años. El “todos y todas” era en realidad cosa de risa, incluso entre sus defensoras. Era, como dice una sabia amiga, “una tontuna”, una tontuna “de código” para uso de las élites, pero tontuna al fin y al cabo. Ahora la tontuna se ha convertido en un instrumento esencial de la agenda populista. Ya no es cosa de risa. ¿Por qué?

 

«Todos y todas» no somos todos: el lenguaje inclusivo como lenguaje excluyente

 

Creo que el éxito exasperante del lenguaje inclusivo se explica cuando reparamos en que con su apariencia incluyente consigue con facilidad excluir del debate político a los disidentes. Es decir, quien recurre al lenguaje inclusivo lo que pretende no es tanto incluir, sino más bien excluir; puesto que lo que busca su uso es expulsar del debate democrático a quien no se someta a la neolengua de turno. En su inmensa sabiduría, el pueblo español repite generación tras generación un juicio que raramente falla: “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”. Pues bien, de nuevo, se nos revela cierto: Actualmente, lo que caracteriza el lenguaje inclusivo es, precisamente, su carácter exclusivo o excluyente.

Por tanto, quienes promueven tales usos lingüísticos pretenden (a veces inconscientemente) provocar una resistencia racional en los hablantes, para luego demonizar a quienes así obremos. En otras palabras, se trata —lo sabemos y padecemos— de escindir nítidamente el demos en dos: amigos/enemigos; gente/casta; republicanos/fachas; catalans de debó/Madrit; buenos vascos/Estado opresor; people/Washington; pueblo/oligarquía; ciudadanos buenos y solidarios/críticos de la gestión de la pandemia; quienes dicen “todos y todas”/quienes decimos “todos”. Cualquier ocasión es buena para dividir con moralizante pacatería la escena política entre buenos y malos. «Todas y todos» funciona así como un marcador. Y a la manera de los marcadores que detectan para su extirpación las células cancerígenas, la resistencia al «todos y todas» apunta al tumor extirpable de la sociedad populista. Así que el cargo público que dice «todas y todos» nos señala con el mismo dedo inquisidor: “Y vosotros, desgraciados que sólo decís “todos”, ¡Ay vosotros! Os consumiréis en los infiernos del falocentrismo!

Este ardid es, pues, inseparable de una estrategia política populista, porque un elemento esencial del populismo consiste, como vengo diciendo, precisamente en la división y polarización de la sociedad en dos mundos irreconciliables. En España, se trata de las dos Españas que había reconciliado con éxito simpar nuestra Constitución de 1978 (odiosa al populismo), precisamente al amparo de aquella “tercera España”, verdadera patria de tantos de nosotros; pero que hoy otros muchos se empeñan en sepultar de nuevo. Cuando el populismo bolivariano irrumpe en España, el guerracivilismo ya le había abierto camino.

Por tanto, el desaliño retórico de nuestros gobernantes no es sólo cuestión de estilo, de deficiente alfabetización funcional o de desconocimiento del idioma. Si sólo fuera eso, tendríamos esperanza ante esta tragedia que vivimos los españoles y ante los malos tiempos que se avecinan a su término. Pero, como sabemos, los destrozos que a diario se inflige a nuestro idioma van más allá de una rebeldía adolescente y sus autores no lo ocultan. Es necesario recordar que cuanto más absurda sea la quiebra de nuestros usos lingüísticos (con esa lexicografía del disparate poblada de “miembros”, “portavozas” o “marientes”), más eficaz será la estrategia por tres razones, a saber:

Primera: porque cuanto más irracional sea la violencia sobre nuestras convenciones lingüísticas, mejor servirá para calibrar y asegurar la fidelidad de los afectos a la causa.

Segunda: porque cuanto más irracionalidad y más fidelidad concite, más alejará y estigmatizará a los disidentes, inermes para argumentar, y más se extremarán los dos frentes en plena polarización de la escena política, hasta tornar imposible un diálogo razonable.

Y tercera: porque cuanto más irracional sea la violencia sobre nuestros usos lingüísticos y más fidelidad concite al modo más excluyente, entonces más se asimilará la ideología política a una sacralidad inmune a toda crítica racional.

Finalmente, de lo que se trata es de estructurar religiosamente la sociedad en torno a fieles y herejes. Las imposiciones lingüísticas, el rituario “todos y todas”, pueden parecer una broma; pero la esclavitud de las mentes que persigue es una cosa muy seria.

 

El “todos y todas”, tontuna en un plano lógico, instrumento de tiranía populista en el plano político

 

Concentrémonos ahora en el tópico “todos y todas” para ver de qué modo el populismo se sirve de esta estrategia en el discurso político cotidiano. En efecto, cada vez que el presidente Sánchez se dirige a

 

E1: “Todos y todas”

Debe de querer añadir algo distinto al enunciado aparentemente equivalente:

E2: “Todos”

A uno le parece (y más aún tras las razonables correcciones de la RAE a la corrección política) que, en principio, el sintagma “todos y todas” debería abarcar al menos a tantos individuos como “todos” (incluido, después de todo, en E1). Es más, en principio, “todos y todas” constituye una redundancia semejante a:

E3:“Todos los españoles y todos los españoles de Villasequilla”.

De ahí que si algún vecino de tan grato municipio se enojara porque la Constitución dijera:

E4: “Todos los españoles tienen derecho a la igualdad”,

y no

E5: “Todos los españoles y todos los españoles vecinos de Villasequilla tienen derecho a la igualdad”,

Entonces, miraríamos a nuestro compatriota con una sonrisa de cariño, sí, pero también de condescendencia y sólo un bobo podría hacer causa con él para afirmar que nuestra Constitución o nuestra lengua está “invisibilizando” a los españoles de Villasequilla en el enunciado E4.

Todo esto parece de sentido común. ¿Por qué entonces insistir en estos innecesarios desdoblamientos, de un barroquismo desgarbado y torpe, cuando “todos” abarca y ha abarcado siempre a todos los individuos de la clase de los seres humanos sin atención a su sexo o género? ¿Existe alguna diferencia en el plano lógico entre los enunciados E1 y E2? La respuesta es obviamente no, si atendemos a las reglas de uso de la lengua española que recoge y sistematiza la Real Academia de la Lengua. Volvamos al enunciado E4:

E4: “Todos los españoles tienen derecho a la igualdad”

Es elemental que este enunciado puede ser formalizado en lógica de predicados y cuantificacional así:

(x) Fx Gx

Esta fórmula se lee de este modo: “Para todo x: si F (se predica) de x, entonces G (se predica) de x. En nuestro caso, vale reformular E4 así:

E5: Para todo x: si se predica nacionalidad española (F) de x, entonces x tiene derecho a la igualdad (G).

Este juicio permite su aplicación como un silogismo, a la manera que nos sugería Cessare Beccaria en el capítulo V de De los delitos y las penas: “En todo delito, debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. La premisa mayor debe ser la ley general. La premisa menor, la acción conforme o no con la ley. La conclusión, la libertad o la pena”. Él pensaba en la aplicación del derecho penal, pero vale decir aquí:

Premisa mayor (E4, E5): Todos los que tengan nacionalidad española, tienen derecho a la igualdad

Premisa menor: Belén Esteban tiene nacionalidad española

Conclusión: Luego Belén Esteban tiene derecho a la igualdad.

¿En qué cabeza cabe otra aplicación de E4 ante el caso Belén Esteban? Y sin embargo, existen personas que siguen sosteniendo que la Constitución excluye a las mujeres porque las cláusulas sobre derechos son del tipo de E4, lo cual resulta verdaderamente absurdo.

El cuantificador universal “(x)” abarca así a todos los miembros de la clase y no sólo a algunos (como haría el llamado “cuantificador existencial”). Como es sabido, el carácter abstracto de las normas era una virtud formal de las normas para los ilustrados, porque esa propiedad permitía extirpar del Derecho el privilegio, que siempre se expresa mediante cuantificadores no universales, sino existenciales (que se refieren sólo a algunos miembros de una clase, el jus singulare). Es verdad que cabría mantener la abstracción universal con normas injustas afirmando, por ejemplo: “En caso de hurto, todos los nobles serán absueltos y todos los menesterosos azotados”, pero en este punto la abstracción formal del cuantificador universal ha sido puesto al servicio de normas muy poco generales (muy poco universales en un sentido material) y a la Constitución no se la puede acusar de privilegiar a unos grupos o clases sociales en perjuicio de otros en este sentido; desde luego que no, en relación con las mujeres, a quienes se les reconoce explícitamente la más plena igualdad en el art. 14 Const. y la más efectiva en el art. 9.2.

Es cierto, por lo demás,  que nuestros derechos son interpretables y ponderables con otros y ello nos puede conducir a operaciones más complejas que este “silogismo perfecto”, pero eso no impide reconocer en este nivel de análisis que no hay nada de malo en que las normas jurídicas (y nuestros juicios políticos) se expresen mediante fórmulas del estilo “todos los españoles tienen derecho a…”.

Llegados a este punto, si el problema no es lógico, entonces podría situarse en un plano semántico, relativo al significado de las palabras, pero la RAE, como digo, ha despejado totalmente las dudas acerca del carácter plenamente incluyente de nuestras cláusulas constitucionales. Resta, por tanto, referirse al plano pragmático del lenguaje, es decir, donde el significado se establece por su uso y también debido a las intenciones implícitas. ¿Qué se pretende con el “todas y todos” en un plano pragmático?

 

Todos y todas en un plano pragmático: una retórica para niños y niñas

 

Una vez despejadas estas cuestiones lógicas y semánticas, todo parece indicar que cuando un líder político se dirige a “todos y todas”, lo hace precisamente con el fin retórico de no dirigirse a todos, sino sólo a algunos. Más concretamente, cuando el político dice dirigirse a “todos y todas” sólo se dirige a aquellos ciudadanos, que a su vez gustan decir “todos y todas”, y ello con el propósito apenas disimulado de excluir a quienes no decimos “todos y todas” y nos limitamos a ser fieles a los buenos usos de la lengua castellana (una lengua que, en el recurso con profusión al epiceno, poco se distingue, por cierto, del resto de lenguas indoeuropeas).

Por tanto, cuando el político se dirige a “todos y todas” está consumando una estrategia populista elemental porque, con la excusa de la “inclusividad”, nos excluye a los que no comulgamos con sus ruedas de molino. Ello es conforme con la condición populista del político, puesto que, tal y como avancé más arriba, todo populista alienta una escisión clara de la sociedad en dos partes: el pueblo y sus enemigos. Como vengo diciendo, el lenguaje inclusivo no es más que un instrumento retórico para expulsarnos a los disidentes de la categoría de pueblo. Una vez que objetemos el uso del “todos y todas”, ya no formaremos parte de ese universo de individuos iguales que define nuestra carta magna. “Todos y todas” no incluye nada nuevo lógicamente, pero a medio o largo plazo pragmáticamente nos excluirá a la mayoría del amparo de la Constitución. Tiempo al tiempo, si no se pone remedio. En suma, la ofensiva populista lanzada por la coalición de partidos en el Gobierno tiene en el llamado “lenguaje inclusivo” un instrumento político singularmente canónico, transparente y eficaz. Veámoslo por partes.

En primer lugar, la estrategia populista que acompaña el lenguaje inclusivo es canónica. Se trata de conseguir tres objetivos, que nos señala Jan-Werner Müller en uno de los manuales de instrucciones del populismo (What’s Populism?): a) colonizar el poder, b) consolidar una red clientelar en masa y, finalmente, c) promover una legalidad discriminatoria. La colonización del poder está teniendo ya lugar de manera explícita a los ojos de todos. No hay más que ver la proliferación de cargos públicos bajo control populista. La consolidación de una red clientelar tiene en las propuestas de transferencias de rentas a amplias capas de la población su manifestación más clara. Finalmente, la promoción de una legalidad discriminatoria lleva mucho tiempo en marcha merced a la legislación de género.

En segundo lugar, la estrategia populista se está desarrollando de manera transparente. El populismo español, a diferencia de otros, no se esconde. En realidad, históricamente sólo existe un precedente de partido que se declarara abiertamente populista: el People’s Party de los EE.UU. a finales del siglo XIX, un partido de base agraria. Entre nosotros, el uso del cuantificador “todos y todas” en lugar de “todos” en nuestra legislación y en ciertos usos administrativos y forenses es un medio sutil, pero transparente, para lograr una legalidad discriminatoria contra los “enemigos del pueblo”, puesto que ni los varones, ni las mujeres no aquiescentes de la doctrina de género, tenemos encaje en el sintagma “todos y todas”. Se trata, después de todo, de la más burda estrategia para conseguir no sólo una legalidad discriminatoria, sino también (y esto es lo más importante) una aplicación discriminatoria del ordenamiento jurídico. Como sabemos, consiste en desarrollar una  legislación penal preilustrada y antigarantista en materia de género, acompañada de una presión social difusa sobre la judicatura no sólo desde los medios de comunicación oficiales y subvencionados, sino también merced a una violencia callejera de variable intensidad. No hace mucho, Alejandro Nieto se ha referido con preocupación al resultado de esta cesión a la presión de grupúsculos al límite de la violencia como “democracia callejera”. Tal democracia callejera busca con ahínco erosionar las instituciones intermedias como los medios de comunicación y las instituciones de control del Estado para concentrar el poder en el líder carismático. El objetivo es una paradójica forma de “representación directa” del pueblo (en la célebre expresión de Nadia Urbinati). Lo estamos viendo ya. En cuanto a la cesión por parte de la judicatura a la presión difusa de la democracia callejera, los ejemplos abundan, pero quizá sea especialmente oportuno recordar aquí el célebre caso de la Arandina, certeramente examinado por Juan Antonio García Amado, y a cuyas reflexiones me remito ahora.

La estrategia es, en fin, eficaz, especialmente en una sociedad que no cuenta con una sociedad civil fuerte como la española. En ella, el individuo se tiene por demasiado débil para oponerse a la gran maquinaria del Estado, como lo fue en el pasado para oponerse al gran poder de la Iglesia.  En suma, el populismo español está cumpliendo con sus objetivos (colonización del poder, clientelismo en masa y legalidad discriminatoria) y lo está haciendo de manera canónica, transparente y eficaz, sin apenas oposición de sus socios de gobierno socialistas y aprovechando la confusión del estado de alarma para afectar con medidas extraordinarias derechos fundamentales. Y todo ello, lo está consiguiendo con un simple “todos y todas” que no es inclusivo, sino excluyente.

 

“Todos y todas” no somos todos, pero ni siquiera todas lo son. Clasismo clásico, multiclasismo e hiperclasismo

 

Quizá una de las pruebas más fehacientes de cómo el incluyente “todas y todos” resulta de facto excluyente sea precisamente su uso contra las mujeres que no se someten al credo populista. Parece evidente que las mujeres que no son sumisas con los dictados de la corrección política no forman parte del “todas” en el sintagma “todos y todas”. Paradójicamente, las mujeres no deben ser sumisas con sus maridos, pero sí cuando habla el presidente del Gobierno. Las mujeres deben ser “visibilizadas”, salvo cuando critiquen al feminismo de Estado. Veámoslo con un ejemplo.

Una de las “demandas democráticas” (en la expresión de Laclau) de que se ha apropiado el populismo de nuestro país es claramente el movimiento gay. La fiesta anual del orgullo gay presenta a sí misma como una jornada festiva de reivindicación, que pretende arropar a los movimientos LGTBI con un ánimo inclusivo. Sin embargo, cuando a ella asisten mujeres del partido liberal Ciudadanos son rociadas con orines. ¿Cómo interpretar esto? O recordemos, a mayor abundamiento, las declaraciones de la vicepresidenta Calvo: “El feminismo es de todas’, no bonita, nos lo hemos currado en la genealogía del pensamiento progresista, del pensamiento socialista”. La pregunta se impone: ¿Cómo puede el movimiento feminista patrimonializar la causa de las mujeres, al tiempo que las expulsa a voluntad del sintagma “todos y todas”? En esta exclusión se manifiesta con claridad meridiana la estrategia populista y conviene enmarcarla en un plano más amplio.

En su clásico libro La razón populista, Ernesto Laclau ofrecía una solución a la crisis de la izquierda derivada de la creciente complejidad social. La lucha de clases clásica marxista pierde energía, donde ya no es posible estructurar binariamente el antagonismo de antaño entre capitalistas y proletariado. Simplemente, la sociedad de los actuales estados ya no está estructurada entre ricos y miserables, separados por un gran abismo de poder adquisitivo.

El hilarante relato de Tom Wolfe, La izquierda exquisita, nos ilustra con humor el desasosiego de la izquierda ante este nuevo escenario. Consideremos así, por acudir a la atmósfera neoyorkina del relato de Wolfe, las demandas democráticas de Malcolm (pongamos que se trata de un pantera negra desempleado que vive en el Bronx). Ciertamente, pueden ser muy diversas de las demandas democráticas de igualdad (de género) que reivindica la opulenta Felicia, una ociosa judía neoyorquina blanca que tiene la deferencia de cubrir su “absoluta necesidad psicológica de servicio” con personal estrictamente hispanoamericano (pero blanco, eso sí). Pues bien y a pesar de sus serias diferencias, nada impedirá que Malcolm y Felicia desfilen de la mano en una misma manifestación y con pareja indignación, puesto que Malcolm y Felicia forman parte del mismo «pueblo» que eleva unido su malestar «frente a» una élite, una casta, también indefinida, que se caracteriza conceptualmente por ser refractaria a cada una de esas “demandas democráticas” por separado. Es decir, la recuperación del discurso de la izquierda sólo puede pasar por superar el estrecho marco clásico de la lucha de clases marxista y reconducir los antagonismos hacia un modelo multiclasista.

Por tanto y dadas las circunstancias, la alternativa a la lucha de clases clásica es un multiclasismo que logre unificar en torno a una única “demanda popular” la miríada de “demandas democráticas”, pese a no ser siempre del todo coherentes entre sí. Para ello, es necesario establecer entre las múltiples “demandas democráticas” de mujeres, negros, inmigrantes, movimientos LGTBI, ecologistas, etc. lo que Laclau denomina “cadenas equivalenciales”, que sirven para dar unidad argumentativa a sus demandas y convertirlas en las demandas de un solo «pueblo». El pueblo es así una “plenitud ausente” que surge de la vinculación entre muy diversas demandas que sólo pueden aglutinarse en torno a un “significante vacío”, “pueblo”, y que sólo cobran sentido frente a un único enemigo exterior: la oligarquía, la casta, Madrid, Washington, los blancos, los hombres, etc.

Como es natural y por fortuna para Felicia, esta transformación del discurso de la izquierda ha dado lugar a una relativización de la cuestión de la redistribución de la riqueza, frente a la que se rebelan teóricos como Žižek o políticos como el expresidente uruguayo José Mújica. No es el lugar ahora de examinar estas reveladoras tensiones entre clasistas clásicos y multiclasistas. Más relevante para nuestros fines resulta comprender que el multiclasismo ha derivado hacia un progresivo “hiperclasismo” que entre las distintas demandas democráticas otorga la primacía a una para convertirla en la demanda esencial del pueblo, en la demanda popular en torno a la cual gira el resto y he aquí que es el feminismo el movimiento privilegiado por el hiperclasismo. Es decir, el feminismo se ha convertido en la clase popular por excelencia, en el movimiento sobre el que gravitan ahora el resto de demandas democráticas, vertebrando así toda la demanda popular actual. En estas circunstancias, no es de extrañar el éxito del “todos y todas”. Cada vez que se dice “todos y todas” se excluye a quienes decimos “todos”, expulsados para siempre del «verdadero» pueblo. De manera particularmente cruel, con esta estrategia se ha pretende exiliar de la política también a las mujeres que no se avengan a usar tal lenguaje inclusivo.


Foto: Julián Lozano www.cuervajo.es