Por Alfonso García Figueroa

 

Hay una escena de la película de Sam Pekinpah, The Getaway, con la que, confieso, me parto de risa. En ella, un pistolero sucio, malencarado y, por así decir, poco delicado (Al Lettieri) encañona desde el asiento trasero de su coche a un rehén que encima le sirve de chófer. El secuestrador bromea continuamente, arrancando las carcajadas estridentes de su amiga Fran (Sally Struthers), que viaja al lado del rehén. Y así transcurre la escena durante algunos minutos. Entonces, el rehén-chófer tiene los reaños de ponerse chistoso también y la amiga comienza a reírle asimismo sus gracias. A lo cual, el pistolero restaura el orden, repartiendo pescozones entre los occipucios de sus dos compañeros de viaje. Ha quedado claro: el único que decide allí cuándo y de qué reír es él. Imagino que es un humor poco o nada milennial; pero, en fin, ¿qué le voy a hacer? Supongo que soy de otra generación.

Pues bien, esta escena ilustra una concepción de la risa como ejercicio de poder que nos da pie para ocuparnos de uno de los rasgos más asfixiantes de nuestro tiempo. Me refiero a  lo que se llamado la “muerte de la risa”. Por supuesto, no hablo de la risa de chiste blanco (que goza de buena salud); sino de la risa de verdad, la genuina, la transgresora, la dionisíaca, la de mandíbula batiente. Es la risa que, quizá sin saberlo, anden buscando quienes se inscriben en cursos de risa. Cursos como tantos otros, que nos enseñan aquello que antes era gratis o aprendía uno por su cuenta en el bar, el patio del colegio o la iglesia. Son los cursos que ahora en cambio están de moda, porque El Pais semanal ha dicho que es bueno para la tensión: cursillos de cariñitos, talleres de masturbación, chochocharlas de ligoteo, coaching para ser buena persona, kamasutra para dummies, jornadas online de empatía y así enumerando.

En cualquier caso, todo parece indicar que la defunción de la carcajada es consecuencia de la corrección política, que ha (re)descubierto que la risa es prima facie maligna, diabólica. Como sabemos, se trata de un nuevo Mediterráneo, cuyas aguas han navegado ya muchas cóncavas naves desde Aristóteles a Baudelaire, pasando por San Juan Crisóstomo y nuestro Jorge de Burgos en el Nombre de la rosa (y eso por no hablar de las conjeturas zoo-antropológicas de Desmond Morris). Sin embargo, a pesar de lo poco novedoso, aquí nos habrá de interesar volver sobre ellas, dado el modo en que hoy los límites de lo sacro se yuxtaponen con especial claridad a los límites de lo risible. Es decir, la risa tolerada define hoy más que nunca el límite entre lo sacro (que no admite bromas) y lo profano (que no sólo sí lo hace, sino que es lugar idóneo para la chanza desde el lado de lo sacro, del lado bueno de la barrera). Por ejemplo, todos sabemos que en la nueva numinosidad feminista, un chiste sobre un camionero que no sabe cocinar es para desternillarse, pero un chiste sobre un ama de casa que no sabe aparcar es poco menos que violencia de género. La risa define negativamente el ámbito de lo sacro, en este caso definido por “lo femenino”.

Y como la religión no es otra cosa que un mecanismo de delimitación de lo sacro y lo profano (lo aprendimos de Durkheim), resulta que la risiblidad representa una demarcación fiable de los límites de lo religioso. Se trata de una estrategia llamada al éxito más rotundo, porque el resultado final es que los límites de lo sagrado frente a lo profano definen por su interior el mundo del misterio, que es por definición lo no sujeto a justificación y, por su exterior, el mundo de lo ajeno y ridiculizable, por más racional que sea.

Las consecuencias son sensiblemente abominables. El mundo de lo sacro, que se defiende incluso con la propia vida, no tolera críticas racionales que, sin embargo, son a su vez susceptibles de burla. El mundo de lo profano deviene así ridículo por más racionales que sean las críticas que sea capaz de articular contra la esfera de lo sacro, y resulta tentador concluir que, en estas circunstancias, la racionalidad, simplemente, está condenada a perder todo valor. Pero en su insaciable pulsión totalitaria, lo sacro e irracional no sólo quiere ser inmune a la crítica, sino que pretende incluso laminar el último recurso a la crítica que le queda al pobre frente al poderoso: la sátira, la risa. Esta escisión tan nítida del mundo en dos (lo sacro, irracional y grave, frente a lo profano, racionalista y ridículo) sirve con naturalidad al populismo, que insiste en dividir el espacio político en dos: “nosotros” y “ellos”, la “gente” y la “casta”, los “amigos” y los “enemigos”… De nuevo, lo sacro y lo profano. Lo grave y lo risible. Lo irracional e incuestionable, frente a lo racional, pero ridiculizable.

Ante este panorama y en pleno desencantamiento del mundo, no es de extrañar el afán de algunos por su re-encantamiento: ¿Cómo no va a surgir una curia de administradores de lo sacro, de zahoríes y topógrafos que se empeñan en delimitar interesadamente los confines de lo sagrado, que es al tiempo el predio de lo insatirizable; de lo sacro sí, pero también de lo inmune a la crítica racional. Hoy ese gremio de sacerdotisas y chamanes está superpoblado y es variopinto. Entre sus “iconos”: el Papa de Roma, Greta Thumberg o Carmen Calvo, por no hablar (ya que de humor estamos) de la sedicente “gente de la cultura” y, no lo olvidemos, ciertos profesores universitarios sin escrúpulos.

Una vez comprendido todo esto, advertimos que la risa es cosa muy seria. Convertirse en custodios y jueces de lo risible (como el tipejo de la peli de Pekimpah) es un modo oblicuo, pero económico, de apropiarse de lo sagrado y del poder que ello confiere en una comunidad.  Por eso, debe merecer nuestra desconfianza quien nos dice sobre qué podamos reír, sobre qué debamos llorar o por qué debamos indignarnos. De ahí las veleidades funerarias de los populistas, siempre rondado la muerte, las sepulturas, la memoria de nuestros lares y penates o los símbolos patrios. Nuestros populistas no buscan otra cosa que apropiarse indebidamente de la materia numinosa de la sociedad para que su incuestionable sacralidad legitime sus maniobras totalitarias sin necesidad de ulterior justificación. Mediante tal estrategia, al mismo tiempo dejan fuera del ámbito de lo sagrado a “ellos”, a los “enemigos del pueblo”, a las “oligarquías”, a las “castas”, al al tiempo que menosprecian la sacralidad y lo numinoso de sus adversarios, cuando son víctimas de macabras “muestras de humor” (pensemos en las “bromas” de que son objeto muchas personas en nuestro país a manos de anticatólicos, neo-etarras y separatistas catalanes).

Una vez declarados estos principios liberales, procede, en fin, una pregunta: comedias de televisión sobre coronavirus, ¿sí o no? Yo diría que sí, pues la vida debe seguir. Y llorar y reír (a veces al mismo tiempo) es parte de la vida. Pero también comprendo a quienes ponen ahora el grito en el cielo ante la polémica comedieta (que no he visto, ni me interesa) de la televisión pública española, que tan cara nos sale (no sólo económicamente). Tras años y años de férrea condena por parte del mainstream de la mínima risa a propósito de las nuevas sacralidades de turno (lo femenino, lo natural, lo emocional, lo social, lo que convenga) y tras años y años de raquítica defensa de la sacralidad de tantas víctimas del terrorismo etarra y del racismo etnolingüísta catalán; que ahora nos animen a reírnos tanto, precisamente en este momento, pues no tiene ni puta gracia.