Por Jesús Alfaro

De las corporaciones de comerciantes a la sociedad anónima

Lo más divertido del Derecho Comparado es comprobar cómo, ante los mismos problemas, distintas Sociedades reaccionan de forma diversa para resolverlos. Esta afirmación es aplicable a la solución de problemas técnicos y a la solución de problemas transaccionales, es decir, de los problemas que han de resolverse para obtener las ganancias de la cooperación entre individuos – especialización y economías de escala – en forma de incrementos de la producción de bienes y de la posibilidad misma de producir determinados bienes (bienes colectivos).

El capital social es el “invento” institucional diseñado por los alemanes – y extendido por la Unión Europea a los demás países – para resolver el conflicto entre los accionistas (que no responden con su propio patrimonio de las deudas del patrimonio separado que constituye la persona jurídica) y los acreedores de los socios respecto de los créditos/deudas del patrimonio separado. Era un “buen” invento, en el sentido de que reducía los costes – la externalidad – de la responsabilidad limitada sin tener que renunciar a los beneficios de ésta y lo hacía a un coste relativamente bajo para las compañías, especialmente, dado su carácter “fijo”, para las de mayor tamaño que, en Alemania, tenían la forma de sociedades anónimas. Pasan los años, cambian las reglas y todos los ordenamientos controlan esta externalidad a través de la obligación de registro de los patrimonios separados en un Registro Público (que permite identificar, en cada momento, a los que dirigen y deciden sobre ese patrimonio separado), de la obligación de llevanza de la contabilidad, del endurecimiento de las obligaciones de “separar” la esfera patrimonial de los socios de la esfera del patrimonio separado (sobre todo a través de la contabilidad) y, especialmente, imponiendo responsabilidad por las deudas sociales a los socios en el caso de que el patrimonio separado devenga incapaz de pagar sus deudas (a lo que se ha añadido una elaboración mucho más sofisticada de la responsabilidad extracontractual de las personas jurídicas).

¿Cómo no se nos había ocurrido antes?

Sí que se nos había ocurrido, era solo que, igual que no habíamos inventado el motor de explosión, no habíamos podido diseñar todas esas reglas (Registro, Contabilidad, Derecho Concursal) de forma que pudieran competir, en eficacia, con la doctrina del capital social. Pero ahora, resulta absurdo que nos aferremos a una tecnología “vieja” cuando disponemos de una que resuelve el problema – la externalización de costes sobre los acreedores sociales – a un coste menor. Sabemos que lo hace a un coste menor, simplemente, porque hemos impuestos esas obligaciones de Registro, Contabilidad y de Derecho de Quiebras por otras razones (entre ellas, facilitar la financiación de las empresas a través de mercados de valores y asegurar que Hacienda puede recaudar el Impuesto de Sociedades sin demasiadas dificultades) sin haber suprimido las obligaciones derivadas del capital social en algunos países mientras que, en otros, han suprimido la institución y no hemos observado que el conflicto entre accionistas y acreedores sea más grave, es decir, que la externalidad sobre los acreedores sociales no haya sido corregida.

Este análisis comparativo de las instituciones tiene una larga tradición en el Derecho y una más corta – pero más influyente, en la Economía.

El comercio a larga distancia puede florecer si los Estados entre los que aquél se desarrolla garantizan la seguridad física de los comerciantes y el cumplimiento de los contratos entre éstos. Si los Estados no existen o exigen pagos muy elevados por proporcionar estos servicios, los comerciantes y los no comerciantes inventarán instituciones que proporcionen esos servicios. Los costes comparados de unas y otras soluciones, eventualmente, inclinarán la balanza a favor de la organización del comercio por parte de los Estados o a la autoorganización y a la decadencia o al florecimiento de las instituciones que articulan la “autogestión”.

Los Consulados, gremios o las corporaciones mercantiles nacieron, florecieron y se extinguieron en función del nacimiento y expansión de los Estados y de la prestación por éstos de esos servicios de garantía de la seguridad de las personas y de los bienes y del cumplimiento de los contratos. Si los Estados nacieron para apoderarse de una parte de la producción de cereales de los agricultores a cambio de proporcionar seguridad frente a la expropiación de esos mismos cereales y de la propia vida por parte de terceros, estos Estados no podían desempeñar la misma función respecto del comercio a larga distancia. Las mercancías no eran tan fácilmente “expropiables” como los productos de la tierra y, sobre todo, los Estados carecían de la capacidad para proteger a los comerciantes y asegurar el cumplimiento de los contratos más allá del territorio en el que eran “dominantes” en el control de la violencia. ¿Qué tiene de raro que los comerciantes se organizaran para cooperar en la provisión de esos servicios?

El florecimiento de las corporaciones mercantiles puede asociarse a la mayor o menor delegación de poderes al grupo por parte de los comerciantes individuales. En un extremo, los comerciantes son individuos aislados, en el otro, la sociedad anónima que monopoliza un sector del comercio o una ruta. En medio, formas de delegación más o menos intensas de los comerciantes individuales a favor del grupo. Se puede pagar un canon a cambio de determinados servicios (seguridad, información, cumplimiento de contratos) o se puede atribuir el monopolio del comercio a la organización de modo que la expulsión de la misma actúa como un incentivo poderosísimo para cumplir con las reglas del grupo. A la vez que nacen las sociedades anónimas, las “naciones” de comerciantes, esto es, las corporaciones mercantiles tradicionales decaen y se extinguen. Los comerciantes genoveses en Amberes no forman ya una nación, ni los holandeses en Cádiz lo hacen. Porque las ciudades toman el relevo de las corporaciones y los comerciantes no necesitan agruparse con sus “connacionales” para proteger sus derechos y asegurar el cumplimiento de los contratos (las ciudades protegen a todos los comerciantes por igual con independencia de su “nacionalidad”), si lo siguen haciendo es para lo de la salvación de las almas, lo que prolongó su existencia.

Debe aclararse, desde el principio, que las corporaciones de comerciantes no ejercían el comercio, sino que eran instituciones “auxiliares” de los individuos o compañías colectivas o commendas que lo ejercían. Sólo en el siglo XVII ¡coincidiendo con la decadencia de las corporaciones mercantiles! aparece la sociedad anónima o la corporación mercantil que asume, ella misma, el ejercicio del comercio.

Gelderblom y Grafe nos dicen que los consulados o corporaciones de comerciantes nacieron, florecieron (y se extinguieron) para cumplir (por no cumplir) cuatro funciones: proteger a los comerciantes frente a los Estados (en sentido amplísimo) predatorios; garantizar que los comerciantes de otra plaza cumplían sus contratos con los “nuestros” y garantizar a los comerciantes extranjeros que los nuestros cumplirían; extraer rentas monopolísticas a costa de otros comerciantes pero también a costa de clientes – los consumidores – y los proveedores – los agricultores, los ganaderos y los artesanos –; garantizar la oferta de productos en un volumen suficiente para atender la demanda en mercados incipientes o de escaso tamaño. Además, naturalmente, de contribuir a la salvación de las almas de los comerciantes (si no, no se entiende la enorme preocupación de los comerciantes por la legitimidad de sus tratos y las enormes riquezas de origen mercantil transferidas a la Iglesia y a causas pías). Las primeras funciones son bien conocidas. Las segundas, como son más ajenas a los economistas, menos.

Especialmente conocidas son las funciones de estas corporaciones en garantizar el cumplimiento de los contratos: desde la creación de ferias a la consolidación de las reglas aplicables pasando por la constitución de tribunales o la imposición de sanciones al colectivo por los incumplimientos de cualquiera de sus miembros y el cumplimiento “por el amigo” que está detrás, por ejemplo, del régimen de la letra de cambio. Y especialmente denostadas son las actividades de rent seeking y “abuso” de su posición por su parte (exclusión de otras “naciones” de un determinado ramo, como lograron, por ejemplo, los comerciantes ingleses respecto de los tejidos en Amberes). Desde el control de la producción a través de la financiación de los artesanos a la mayor o menor autonomía de las ciudades-estado gobernadas por la corporación de comerciantes pasando por el pago de tributos o la financiación a los Estados para lograr excluir la competencia de comerciantes de otra “nación” o asegurarse cualquier otro monopolio. El florecimiento de las corporaciones mercantiles puede asociarse a la mayor o menor delegación de poderes al grupo por parte de los comerciantes individuales. En un extremo, los comerciantes son individuos aislados, en el otro, la sociedad anónima que monopoliza un sector del comercio o una ruta. En medio, formas de delegación más o menos intensas de los comerciantes individuales a favor del grupo. Se puede pagar un canon a cambio de determinados servicios (seguridad, información, cumplimiento de contratos) o se puede atribuir el monopolio del comercio a la organización de modo que la expulsión de la misma actúa como un incentivo poderosísimo para cumplir con las reglas del grupo.

Al ser tan variadas las funciones, es lógico que, en función del desarrollo de instituciones – estatales – que garantizaran esos objetivos, las corporaciones mercantiles mutaran y, finalmente, acabaran extinguiéndose. Así, nos dicen Gelderbom/Grafe que, en los siglos XV y XVI, los Estados europeos estaban en buenas condiciones para asegurar el cumplimiento de los contratos y la protección de los comerciantes que viajaban entre ellos – mediante acuerdos diplomáticos – pero que la intensísima competencia militar en la Edad Moderna redujo la eficacia protectora de los Estados (la piratería en esos siglos no tiene nada que ver con la de las películas de Hollywood), de manera que las corporaciones mercantiles no desaparecieron. Pero las funciones que cumplieron (de entre las descritas más arriba) variaron en el tiempo y geográficamente lo que permite a estos autores clasificarlas en función del volumen y la intensidad de la “colectivización” de esas tareas o funciones. Por ejemplo, no parece que fuera tan relevante la protección de los comerciantes frente a los Estados predatorios, lo que resulta convincente si se observan los incentivos de los Estados para cooperar con los comerciantes extranjeros en su territorio si podían recibir financiación de éstos. Y existe una correlación entre la provisión de servicios judiciales por las ciudades y los señores y la existencia de tribunales consulares – los de los propios comerciantes –, de manera que puede hablarse de una sustitución entre provisión por terceros (los Estados) y su provisión por la corporación mercantil. Y también la hay entre un nivel más intenso de delegación de competencias a favor de la corporación mercantil y la obtención o concesión de un monopolio (esto es, la facultad de excluir a los comerciantes rivales de la participación en ese género de comercio) a su favor. Por último, hay una relación interesante entre el tamaño del mercado y la fortaleza de las corporaciones: cuanto más locales – más pequeños – los mercados, mayor es la fortaleza de las corporaciones; cuanto mayor el mercado, más independencia individual de los comerciantes (“trading in larger size towns is associated with merchants delegating less
control to a mercantile organization
”). En general, la relación entre los Estados y los comerciantes se desarrolla como cabía esperar: hacia el refuerzo de las relaciones de complementariedad. Los comerciantes delegan, cada vez más, la producción de bienes públicos (seguridad física, control del cumplimiento de los contratos, aseguramiento frente a riesgos a los que están expuestos todos los comerciantes) en los Estados y se autoproveen menos de los mismos. Los efectos de esta evolución sobre la capacidad de las corporaciones mercantiles para extraer rentas monopolísticas son, lógicamente, letales.

En lo que a las sociedades anónimas se refiere, su aparición y apogeo pueden explicarse en ese marco conceptual. Se transformaron, asumiendo las funciones del Estado en el comercio a larga distancia en el que el Estado no podía proporcionar tales servicios y la competencia entre los Estados por apoderarse de tal comercio era más intensa: el comercio entre Europa y Asia. Las corporaciones mercantiles se convierten en comerciantes y en Estados, al menos, funcionalmente. Es decir, donde hay que volver a empezar – el comercio trasatlántico – las corporaciones comerciales se transforman en comerciantes que se “autoproveen” de los servicios de seguridad y cumplimiento de los contratos (hasta cierto límite) con lo que resulta difícil distinguirlas de auténticos Estados que ejercen el comercio en una determinada ruta o género. ¿Le extraña a alguien que el Rey de España y Portugal decidiera no delegar en una corporación mercantil el comercio trasatlántico y los Estados Generales de Holanda y la reina de Inglaterra se vieran obligados a hacerlo?

Oscar Gelderblom/Regina Grafe, The Rise and Fall of the Merchant Guilds: Re-thinking the Comparative Study of Commercial Institutions in Premodern Europe, 2010

Imagen: Wikipedia, The Syndics of the Drapers’ Guild by Rembrandt, 1662.