Por Jesús Alfaro

¿Cómo ha de entenderse la igualdad en las relaciones entre particulares? 

Hay que comenzar aclarando que el art. 14, cuando consagra el derecho a la igualdad lo hace “ante la ley». Por tanto, la primera regla segura es que el artículo 14 no se aplica, en principio, a las relaciones entre particulares. No hay en la Constitución un derecho a que los demás nos traten de igual forma a todos y, por tanto, tampoco hay ninguna obligación para un particular de tratar igual a todas las personas con las que se relacionan y, en concreto, ni en la selección de las personas con las que se relacionan (libertad para celebrar o no contratos y seleccionar al cocontratante; libertad para seleccionar a los consocios etc) ni en la regulación de sus relaciones con otros particulares (libertad para determinar el contenido del contrato; libertad para fijar el contenido de los estatutos sociales; libertad para fijar el destino del propio patrimonio mortis causa etc).

La autonomía privada implica que las decisiones individuales valen porque son queridas por las partes, no porque su contenido sea conforme con una escala de valores -constitucionales- determinada (stat pro ratione, voluntas). Esta libertad forma parte esencial del derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE) y, por tanto, ha de ser respetada por el legislador y demás poderes públicos lo que implica, con toda seguridad, que éstos no pueden limitarla sin justificación.

Cuando se impide a un particular que discrimine a otro se está impidiendo simultaneamente al discriminado que disponga de su esfera jurídica como tenga por conveniente.

Hay miles de razones sensatas por las que alguien acepta ser discriminado y un ordenamiento como el nuestro fundado en el libre desarrollo de la personalidad implica, precisamente, la renuncia de los poderes públicos a exigir una justificación «objetiva» para declarar vinculantes las decisiones libremente adoptadas por los particulares. Además, existen otros valores constitucionales que serían desconocidos si prohibiésemos a los particulares discriminar a otros particulares. Así, por ejemplo, el respeto al derecho a la intimidad (art. 18 CE) exige admitir que un particular pueda discriminar a otros particulares en el acceso a su vivienda -negando el acceso a gitanos, p. ej.- o en la selección de sus contratantes -no comprando en una tienda porque el dueño sea árabe-. Si se afirmara la vigencia del principio de igualdad, estos comportamientos habrían de ser  igualmente reprimidos, lo que, llevado al extremo, conduciría a situaciones absurdas (tener que repartir mis compras por igual entre varios comerciantes) y, lo que es peor, implicaría la desaparición efectiva de las libertades. Este último extremo me parece de extraordinaria importancia: no es posible una sociedad de individuos libres si los individuos han de dar razones a los demás de sus decisiones. Un sistema de libertades se funda en la idea de que lo que hay que justificar es la prohibición, no la libertad de actuación. El nivel de libertad efectiva de los ciudadanos se vería muy reducido si, cuando deciden si actúan de una forma u otra, tuvieran que tener en cuenta que el Estado les exigirá razones de su forma de proceder. Ante el temor de que las razones de uno no sean comprendidas, lo más probable es que se produzca un nivel de autorrepresión muy superior al que existiría en otro caso.

Esta valoración se traduce en dos grandes grupos de consecuencias. En primer lugar, los particulares son libres para regular sus relaciones con otros particulares como tengan por conveniente incluyendo la posibilidad de incluir acuerdos discriminatorios para una de las partes (art. 1255 CC: libertad de pactos). En segundo lugar, los particulares son libres para seleccionar a sus cocontratantes o consocios incluso mediante criterios discriminatorios. Como veremos, ambas libertades tienen, no obstante, límites tanto constitucionales como legales.

Libertad de pactos, libertad en la selección del cocontratante y principio de igualdad

La primera consecuencia de este planteamiento pasa por afirmar que, lógicamente, cualquier contratante puede renunciar o limitar por contrato sus propios derechos y, lógicamente, puede consentir que la otra parte le trate de forma diferente en relación con otros eventuales cocontratantes. Un proveedor puede consentir que un comerciante le pague menos por sus productos que lo que paga a otros proveedores o que le imponga condiciones más onerosas de pago; un joven profesional puede consentir en trabajar gratuitamente para otro gran profesional y, consecuentemente, ser tratado discriminatoriamente en relación con otros profesionales que trabajan igualmente para el segundo a cambio de una remuneración. El tratamiento discriminatorio no implica problema alguno en la medida en que medie el consentimiento del «discriminado» (volenti non fit iniuria). Al ser necesario su consentimiento para ser discriminado, el «discriminador» no puede causarle daño alguno (subjetivamente) puesto que, en caso de que la celebración del contrato o negocio no sea beneficiosa para el discriminado, éste siempre podrá renunciar a celebrar el contrato y dirigirse a la competencia (a otros comerciantes o a otros «grandes profesionales» en los ejemplos expuestos). Por lo tanto, la protección frente a la discriminación realizada por particulares la proporciona la existencia de competencia en el mercado (si la Administración, el Juez o el legislador nos tratan discriminatoriamente no podemos dirigirnos a «otra» Administración, «otro» Juez u «otro» legislador para evitar ser discriminados).

Similares razonamientos pueden hacerse en relación con la libertad para decidir con quién queremos asociarnos y con quien no. La autonomía privada como expresión del libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE) incluye no sólo el derecho a regular nuestras relaciones con otros particulares como tengamos por conveniente (libertad de pactos) sino también el derecho a seleccionar a las personas con las que deseamos entablar relaciones negociales o de cualquier otro tipo (libertad de asociación positiva y negativa, libertad de sindicación etc). Por lo tanto, los particulares no tienen derecho a exigir de otro particular que contrate con ellos ni siquera si éste lo ha hecho con otras personas en idéntica situación; ni derecho a exigir que el que ha decidido arbitrariamente contratar con uno y no con otro justifique su decisión. Nuevamente, la existencia de alternativas razonablemente disponibles en el mercado hacen innecesaria -e inconstitucional- la vigencia del principio de igualdad entre particulares. El sujeto que ha sido rechazado como miembro de una asociación o al que un proveedor se niega a suministrar o al que un cliente se niega a comprar (¡por muy absurdas que sean las razones para tal negativa!) no sufre un daño que no tenga por qué soportar. Podrá dirigirse a la competencia (a otras asociaciones, a otros proveedores, a otros clientes) para obtener los bienes o servicios que los otros le negaron.

El razonamiento expuesto en el apartado anterior nos indica ya sus propios límites. Lógicamente, carecen de sentido las anteriores apreciaciones (y, por tanto, rige el principio de igualdad plenamente en esa relación) cuando el discriminador es un monopolista, un empresario (o una asociación o una fundación o un sindicato) en posición de dominio (v. art. 1 LDC) o cuando, por cualquier otra razón no se dan los presupuestos que garantizan la libertad del consentimiento, esto es, la existencia de competencia que garantice, a su vez, la existencia de una alternativa razonablemente disponible para el que va a ser discriminado o rechazado como contratante. Igualmente, la posibilidad de tratamiento discriminatorio por parte de otro particular se reduce por la obligación que pesa sobre los poderes públicos de imponer a los particulares que reciben ventajas públicas en cualquier forma que no discriminen respecto al disfrute de dichas ventajas. Así, por ejemplo, un colegio subvencionado con fondos públicos ha de atenerse a criterios estrictos de igualdad en la selección de su alumnado. Por último, el legislador puede imponer obligaciones de no discriminación a los que ofrecen productos y servicios al público en general.

Pero fuera de los supuestos anteriores, existen límites genéricos a la autonomía privada que prohíben determinados pactos o comportamientos discriminatorios. Tales límites vienen recogidos en lo que aquí interesa en el art. 7.2 CC en lo que se refiere a la libertad para celebrar o no un contrato y seleccionar al cocontratante, precepto que prohibe el ejercicio antisocial de los derechos. La cuestión consiste en determinar cuándo la negativa a admitir a alguien en una asociación supone un ejercicio «antisocial» del derecho de la asociación y de sus miembros a elegir a quienes desean que sean sus consocios.

La respuesta es hoy bastante sencilla, aunque no muy extendida: el límite a la libertad para negarse a admitir a alguien en una asociación está en la dignidad humana (art. 10 CE). El derecho a no ser tratado como un ser inferior es un derecho que vincula no sólo a los poderes públicos sino también a los particulares de modo que un contrato por el que alguien acepta ser tratado indignamente es nulo y se ejercita abusivamente un derecho propio cuando se rechaza contratar con alguien por motivos que implican considerar a ese alguien como un sujeto inferior -infrahumano-. En otros términos, la libertad de la asociación para seleccionar a sus miembros, como cualquier otra expresión de la libertad contractual encuentra su límite en el orden público constitucional que impide a un particular tratar a otro como si no fuera un ser humano.

Así, para que la negativa de las asociaciones que organizan los Alardes tradicionales a admitir mujeres en su seno -o a admitir su participación en las actividades organizadas por la asociación- sea antisocial y, por tanto, inconstitucional, no basta con que sea discriminatoria. Ha de tratarse de una discriminación cualificada por su carácter vejatorio, es decir, que el rechazo como contraparte constituya una afrenta para la dignidad del rechazado. El fundamento de la antisocialidad de la negativa a contratar no es, consecuentemente, la eficacia entre particulares del principio de igualdad o no discriminación. Lo que sucede es que el riesgo de tratamiento vejatorio al que hemos aludido se actualiza especialmente en relación con la negativa a contratar discriminatoria (en particular por razón de sexo y raza), por la especial conexión que el derecho a la igualdad tiene con la dignidad humana.

La consecuencia más importante de este planteamiento es que las discriminaciones que no sean vejatorias son perfectamente lícitas. El supuesto de acceso a locales públicos expresa igualmente esta valoración. La comparación del caso de un marroquí al que se le niega acceso a una discoteca por su raza con el decidido en la STC 73/85 de 14.6 BOE 17.7 en el que la demandante alegó discriminación porque no se le permitió la entrada en un casino (al parecer, porque figuraba en una lista con personas que tenían prohibido el acceso a tales locales) refleja bien por qué en el primer caso debe otorgarse el amparo y en el segundo no. La actuación del titular de la discoteca es, contraria al art. 7.2 CC precisamente porque ha impedido la entrada a alguien en un local público por su raza, lo que supone una afrenta a la dignidad humana del afectado que el ordenamiento no puede amparar. En el segundo caso, se impidió la entrada a la demandante por razones que, aunque no quedan claramente reflejadas, no tenían nada que ver con su raza o sexo. Por lo tanto, en todo caso, la negativa a permitir la entrada no era un acto contrario al art. 7.2. CC: no puede afirmarse que a alguien le hayan tratado «como si no fuera un ser humano» por tal negativa. Aplicando criterios similares, puede afirmarse que las asociaciones sólo para nobles o sólo para hombres no son necesariamente inconstitucionales. La negativa a admitir a una mujer en una sociedad gastronómica -p ej- no implica ningún juicio de valor peyorativo acerca de la (menor) dignidad de la rechazada, como no lo implica la negativa de admisión de un plebeyo en un club de polo para nobles. Las mujeres pueden «responder» a la discriminación mediante la creación de una asociación femenina similar. Al contrario, sin embargo, la negativa a admitir miembros exclusivamente por razón de la raza del solicitante deben considerarse abusivas por contrarias al orden público. La persona rechazada por razones de raza no tiene alternativa disponible para recuperar la dignidad perdida con el rechazo creando una asociación con miembros sólo de su raza, puesto que ésta no les proporciona el status correspondiente -igualdad- sino que, al contrario, confirma el status discriminatorio («equal but separate»).

La negativa a contratar discriminatoria (o el contenido discriminatorio del contrato) es ilegal cuando implique tratar a la otra persona como «si no fuera un ser humano». En tal caso, y parafraseando a Epstein «the victim of discrimination, like the victim of insult, does not keep his initial set of entitlements», en particular, el de su dignidad. Desde esta perspectiva, la discriminación debe prohibirse por las mismas razones y en los mismos supuestos en los que se prohibe la injuria. Por las mismas razones, puesto que las personas tienen un derecho subjetivo a la dignidad que está protegido por el Derecho Privado. Y no por un supuesto derecho a la igualdad presuntamente vigente en las relaciones entre particulares. En los mismos supuestos porque, en realidad, las conductas discriminatorias deben considerarse, desde la perspectiva aquí propuesta, como casos de «actos expresivos» que encajan dentro del art. 20 CE.

El mismo razonamiento nos lleva a admitir que los poderes públicos puedan apoyar las actividades de grupos que discriminan en la selección de sus miembros. Por ejemplo, cediendo espacios públicos (cuando exista una amplia disponibilidad de ese tipo de espacios) para sus actividades a grupos que sólo admiten mujeres o, con más limitaciones porque será más frecuente que la dignidad de los excluidos pueda verse implicada, a grupos que sólo admiten hombres. Reservar una playa a mujeres (no a mujeres musulmanas), en este sentido, no es inconstitucional.

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