Por Julia Ortega
Desde hace años diversos estudios habían venido a poner de manifiesto que España se encontraría casi siempre en la parte más baja de las listas que dan cuenta de los países con condiciones administrativas ventajosas para el ejercicio de la actividad empresarial. (Así, por ejemplo, en el Businnes dynamics: start-ups and bankruptcy. The economic impact of legal and administrative procedures for licensing, business transfer and bankruptcy on entrepeurship in Europe, elaborado en 2011 por la Comisión europea.).
A la vista de ello, resulta comprensible, y hasta esperable, que los poderes públicos reaccionasen y se intentase imponer por ley algún remedio. Se necesitaba, sin duda, que las trabas jurídico-administrativas dispuestas por las distintas Administraciones públicas en nuestro país dejaran de actuar como freno al crecimiento de la actividad empresarial. Resulta también de sentido común considerar que una de las piezas clave para la salvaguardia de un mercado interior, del mercado único, es regular y aplicar una única autorización para el acceso a cada mercado a fin de que éste no resulte fragmentado por diversos controles territoriales del mismo tipo y naturaleza. Cuando se trata de un Estado compuesto, en el que la ejecución en materia económica resulta ser, como regla general, competencia de las organizaciones territoriales, podría pensarse que lo lógico es configurar esa autorización con efectos extraterritoriales, de modo que la obtención de una hiciera innecesario solicitarla en los demás territorios del mismo Estado. El “uno para todos” parece además funcionar en el Derecho europeo con el uso de la licencia única – el llamado por la doctrina europea “acto transnacional” – en numerosos sectores. Y, sin embargo, en España, cuando su empleo se ha implantado a través de la Ley 20/2013, de Garantía de Unidad de Mercado, nos encontramos con una sentencia del Tribunal Constitucional (STC 79/2017) que lo declara inconstitucional. En las próximas líneas se pretende explicar por qué esa declaración puede considerarse acertada, a diferencia de lo que sostienen varios profesores (aquí la opinión de Alfaro, en la misma línea también Betancor, julio de 2017).
Sobre la semejanza de la licencia única regulada en la LGUM (y ahora declarada inconstitucional) con técnicas similares usadas en el Derecho europeo del mercado interior.
En este asunto tiene sentido partir de cierta similitud entre la licencia única con efectos en todo el territorio nacional con el acto administrativo con eficacia transnacional utilizado en la legislación de la Unión Europea en determinados sectores económicos. De hecho, la doctrina académica que se ha ocupado de analizar el segundo, en muchas ocasiones también se ha preocupado por reflexionar sobre el primero – Ruffert (2001), Bocanegra, Sierra y García Luengo (2008), Agudo González (2015), Pernas García (2016). Además habría que tener en cuenta que el uso del acto extraterritorial dentro de un Estado unitario pero compuesto, como el español, comporta incluso mayores ventajas en comparación con su empleo en el ámbito europeo. Es evidente que cualquier reclamación por daños derivados del mismo, así como su control jurídico, administrativo y judicial, resulta menos complejo si lo comparamos con la reclamación por responsabilidad y la tutela judicial que cabe activar contra los actos transnacionales a nivel europeo. Se simplifican las cosas cuando, como es nuestro caso, se trata de actos dictados en un Estado que cuenta con un único sistema judicial y con una regulación del procedimiento administrativo común, aprobada con base en el art. 149.1.18 CE. Los actos transnacionales europeos, por el contrario, son susceptibles de ser fiscalizados en la jurisdicción de cada Estado miembro y de conformidad con las reglas procedimentales que rigen en dicho Estado, salvo que el Derecho europeo secundario haya previsto en ese sector parámetros normativos unitarios respecto al procedimiento administrativo aplicable.
A pesar de los diversos problemas asociados a su empleo en la práctica, el Derecho secundario europeo en determinados sectores ha optado por utilizar como medio de ejecución de su regulación económica un acto con eficacia transterritorial; esto es, ha elegido que determinadas decisiones administrativas, que funcionan normalmente como títulos habilitantes o autorizaciones, se adopten por medio de actos transnacionales. Estos actos se caracterizan por desplegar eficacia jurídica fuera del territorio en el que ejerce competencias la Administración nacional que los ha adoptado. La ventaja de estos actos es clara. Se evitan cargas y costes porque “uno decide por todos”. Además ese “uno que decide” no es una institución europea sino un órgano administrativo de un Estado miembro, y de esta forma, al descentralizar la decisión, la Administración europea se descarga de trabajo. Por ello esta forma de ejecutar el Derecho de la Unión no equivale simplemente a una descentralización administrativa (a una ejecución indirecta del Derecho europeo por parte la Administración de los Estados miembros). Es algo más. La Administración del Estado miembro que dicta el acto transnacional funciona como una nueva Administración europea, y ello sucede porque decide por todos de una sola vez, puesto que el acto dictado se presume válido y eficaz en todo el territorio de la Unión. A simple vista, la fórmula es un triunfo de las libertades económicas, porque se optimiza su ejercicio al suprimirse los demás controles que en el mismo sentido pudieran ejercer los otros Estados miembros, ya que el empleo del acto transnacional autorizatorio los convierte en innecesarios.
Si esta solución legislativa permite evitar controles reiterados sobre los operadores económicos y disminuye las cargas administrativas y burocráticas, ¿por qué no implantarla de forma general en España? Esto mismo pensó el legislador estatal con la LGUM. ¿Cómo es posible que un Estado miembro en el ámbito europeo pueda decidir por los demás Estados y en España una “simple” Comunidad Autónoma no pueda hacer lo mismo con respecto a las otras?
Similitud no implica identidad
En realidad la pregunta anterior tiene trampa. Parte de una premisa errónea. En la Unión Europea cuando se ha optado por aplicar el Derecho secundario recurriendo a este tipo de actos transnacionales, ni la competencia ni el Derecho del Estado miembro que decide el contenido del acto administrativo con eficacia transnacional (que otorga la autorización sectorial con efectos económicos o que la deniega) se impone sin más a los otros Estados. En realidad, en la práctica ni las normas del Tratado ni las normas del Derecho secundario han optado (hasta la fecha al menos) por imponer directamente una regulación en la que el acto administrativo se haya dictado por un Estado miembro utilizando como únicos parámetros de legalidad los que le ofrece su propio ordenamiento jurídico. No se ha implantado en Europa el principio del Estado de origen que conduciría a “la regulación y control en origen” como criterio de distribución de las competencias regulatorias entre los Estados miembros. Si se hubiera implantado, ello hubiera conducido a que los bienes y servicios legalmente introducidos en el mercado atendiendo al Derecho del Estado de origen pudieran comercializarse en todo el mercado interior con absoluta independencia de la legislación y control del Estado de destino. Y esto nunca ha sido así. ¿Por qué? Porque hubiera significado optar por un modelo regulatorio competitivo que es un modelo de regulación que pone en riesgo determinados intereses generales que también hay que proteger en cualquier mercado. ¿A qué me refiero? Pues a que si el empleo del acto extraterritorial (configurado como una autorización para el ejercicio de las libertades económicas en determinados sectores) se otorga o deniega tomando en consideración exclusivamente el Derecho vigente del Estado miembro al que pertenece la Administración que otorga el acto (equivalente en este sentido al Estado de origen) nos encontraríamos que los intereses de mercado y sus valedores, los operadores económicos, elegirían normalmente el Derecho del Estado miembro que otorgase con más agilidad (lo que no sería ningún problema), pero que también probablemente garantizase menos los otros intereses generales opuestos al ejercicio de las libertades económicas. Y estos intereses también han de tomarse en consideración (entre otros, la protección del medio ambiente, de la salud de las personas y de los animales, etc…). Por esta razón en la práctica legislativa europea no se admite normalmente el otorgamiento de los actos administrativos transnacionales sin estándares previos armonizados por la Unión Europea que sirvan de protección de los intereses generales concernidos en cada sector. No se deja en manos de un Estado miembro la decisión sobre el nivel de protección de tales intereses generales y al tiempo se le otorga la competencia para decidir por todos, porque entonces se instauraría una competencia entre ordenamientos, que comportaría que el operador económico eligiera con frecuencia el ordenamiento aplicable exclusivamente porque facilite más el ejercicio de sus libertades económicas y no atienda a la protección de los intereses generales. Si se compite por esto último se podría producir un dumping regulatorio. Y se trata de evitarlo.
Así las cosas, no es razonable implantar un modelo de regulación competitiva, – sobre los distintos modelos de regulación económica en Europa, próximamente; Arroyo Jiménez, Utrilla Bermejo-Fernández, El reconocimiento mutuo en el Derecho europeo del mercado interior (inédito) – sin intentar paliar en alguna medida el riesgo de reducción del nivel de protección de ciertos intereses generales. Por ello es comprensible que en la práctica legislativa del Derecho europeo económico se haya optado entonces por introducir- en todos los sectores en los que en el contexto del mercado interior se incorpora un sistema decisorio o ejecutivo por medio de actos favorables y no favorables de eficacia extraterritorial que abre a la competencia entre distintos ordenamientos – una regulación en la que se incluyen estándares armonizados, una regulación armonizada previa que proteja tales intereses generales. Normalmente esta regulación armonizada no agota toda la legislación sobre el sector material, por ello es habitual que ese espacio regulativo se llene también con el Derecho de los Estados miembros, sobre todo en su vertiente jurídico-procedimental. Y en ese espacio y a ese nivel se produce entonces una competencia entre ordenamientos estatales pero ya está asegurada en cierta medida la garantía de los intereses generales afectados.
En conclusión, la similitud entre el Derecho europeo secundario cuando emplea la técnica del acto transnacional y la regulación de la licencia única con eficacia nacional prevista en la LGUM no es enteramente cierta. El Derecho europeo no permite desplazar sin más el ordenamiento jurídico de los Estados de destino. Y cuando en ocasiones casi lo hace, porque la regulación sustantiva armonizadora es prácticamente inexistente, entonces el Derecho europeo adopta en esos casos otras soluciones. Opta, por ejemplo, por darle un margen de oposición al Estado de destino. Esto lo hace a través del empleo de diferentes mecanismos.
Así es en el modelo regulatorio al que responde la regulación contenida la Directiva 2006/123/CE, de servicios. En este caso se ha adoptado una regulación europea de armonización, aunque resulte de mínimos. En esta Directiva se establece la posibilidad de que concurran razones de interés general que pudieran servir para que el Estado de destino, encargado en ciertos casos de ponderar los intereses en conflicto, opusiera en su regulación excepciones al principio del Estado de origen, y con ello impidiera la eficacia en su territorio de los actos autorizatorios transnacionales adoptados en aquel Estado.
Otra solución frecuente en el Derecho secundario europeo es armonizar sustantivamente poco pero utilizar este tipo de actos administrativos transnacionales como decisiones en las que se pondera y busca el equilibrio entre los distintos niveles de protección de los intereses generales defendidos por los distintos Estados miembros. Para ello se diseña su procedimiento de elaboración con una secuencia compleja, en la que se configuran trámites en los que se inserta necesariamente la participación o la consulta de los demás Estados miembros. Se trata de procedimientos administrativos complejos repletos de interconexiones administrativas entre las autoridades de los distintos Estados y con participación, en ocasiones, de las instituciones comunitarias, señaladamente de la Comisión o de los procedimientos propios de la Comitología. En otros supuestos, además de proceder a la regulación armonizada mínima y de procedimientos complejos con intervención de los demás Estados miembros para la adopción de un acto administrativo, el Derecho europeo también permite el ejercicio del derecho de veto de los Estados miembros, para que una vez dictado el acto administrativo transnacional, éstos puedan velar, con la intensidad que en última instancia ellos decidan, por la protección de los intereses generales opuestos al ejercicio de las libertades económicas (así es en la regulación contenida en las Directivas 2001/18/CE, modificada por la Directiva 2015/42/UE, en relación con la autorización productos genéticamente modificados, o con el Reglamento 1107/2009, en relación con la autorización de comercialización de productos procedentes de cultivos protegidos).
Creo que con esta sencilla explicación se puede comprender las razones de por qué resulta disfuncional la inserción de un acto con eficacia en todo el territorio nacional en la regulación contenida en la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de Unidad de Mercado (LGUM). El problema de esta Ley estatal es que al introducir este tipo de actos implantaba un modelo de regulación exclusivamente competitivo, sin condiciones, que conduce a que bienes y servicios puestos en el mercado en la Comunidad Autónoma de origen pudieran comercializarse en todo el Estado con absoluta independencia de la legislación de la Administración autonómica de destino, y de los específicos intereses generales que la misma protegiera al amparo del sistema de reparto de competencias territoriales por materias establecido en la Constitución.
Por ello se ha de valorar positivamente que la sentencia del Tribunal Constitucional 79/2017, de 22 de junio, (FJ 10-14) haya declarado inconstitucionales los artículos que preveían el empleo del acto con eficacia en todo el territorio nacional (arts. 6, 19 y 20 LGUM) y los que establecían el desplazamiento ope legis de regulaciones o condiciones establecidas por la organización de destino – en este sentido también se anulan, por tanto, específicamente los apartados b), c) y e) de art. 18 LGUM -, aunque lo haya hecho simplemente en la medida en que consideró que esa regulación – que comporta la exclusiva aplicación del derecho de la Comunidad Autónoma de origen – vaciaba de contenido las competencias autonómicas. En este sentido el Tribunal Constitucional ha declarado (STC 79/2017, FJ 13) que si las Comunidades Autónomas ven desplazadas sus regulaciones al erigirse en Derecho aplicable el de la Comunidad de origen, en la que se dicta el acto con eficacia nacional, se les está desapoderando material, aunque no formalmente, de sus competencias normativas en ese ámbito.
Esto no habría ocurrido si el Estado hubiera dictado una legislación básica, esto es, con una finalidad armonizadora. Esta legislación tendría que contener unas normas comunes sustantivas de regulación de concretas actividades económicas con las que se hubiera ya resuelto básicamente la tensión entre las libertades económicas y los intereses contrapuestos a ellas. Es decir, habría de tratarse de una legislación estatal que contuviera la necesaria ponderación de intereses concurrentes concernidos en función del tipo de actividad económica.
¿Se puede realizar este objetivo en una única ley estatal general y no sectorial?
¿Podría esta ley estatal establecer el equilibrio entre libertad de empresa y esos otros intereses generales que justificadamente pueden restringirla cerrando el paso a una ulterior ponderación por parte del legislador autonómico competente? Al margen de ello, lo que puede afirmarse sin duda es que sólo una legislación que contuviera estándares de armonización podría introducir para su aplicación como mecanismo decisorio el acto con eficacia en todo el territorio nacional, pues la constitucionalidad de este mecanismo como tal se admite claramente en nuestro sistema bajo esa condición.
El propio TC cita en este sentido la STC 100/1991, de 13 de mayo y la STC 236/1991, de 12 de diciembre, en las que se declaró conforme a la CE la regulación que reconocía validez en todo el territorio del Estado a los controles metrológicos efectuados por las Comunidades Autónomas, en un ámbito en el que al Estado le corresponde ejercer la competencia material plena en materia de pesas y medidas (conforme al art. 149.1.12 CE). También en la STC 87/1985, de 16 de julio se declaró conforme a la CE la previsión normativa de que la comprobación de si un producto se ajustaba a determinadas reglamentaciones técnico-sanitarias válidas para toda España fuese verificada por la autoridad sanitaria autonómica.
Crítica a la aplicación (por parte del TC) del criterio de equivalencia empleado en el Derecho de la Unión europea.
Hasta ahora hemos estado de acuerdo con lo dispuesto en la Sentencia 79/2017. Ahora llega el momento de criticarla. Considero que no tiene sentido que el TC haya utilizado en su argumentación (en el FJ 12 de la STC 79/2017) – a la hora de apreciar la disfuncionalidad de la regulación del acto de eficacia extraterritorial en el modelo regulatorio que implantaba la LGUM – el criterio de equivalencia. Que la legislación entre Comunidades Autónomas resulte más o menos equivalente entre sí, esto es, que sea equiparable la intensidad de protección de ciertos intereses o bienes jurídicos protegidos que la misma proporciona es un criterio que no viene a cuento para discernir el empleo del acto transnacional y sus efectos de mutuo reconocimiento. A esta equivalencia se refiere el TC en pretendida analogía con el Derecho europeo para, si se produjera la misma, permitir poner en funcionamiento el principio de reconocimiento mutuo y su consecuencia inmediata que es el principio de Administración del Estado de origen. Traer aquí a colación ese principio de equivalencia no está justificado por dos razones.
En primer lugar, porque el principio de equivalencia entre regulaciones de los Estados Miembros en el Derecho europeo es un criterio que se utiliza cuando no hay legislación europea armonizadora, en realidad, cuando no hay en puridad Derecho secundario aprobado, pero sólo si se cumplen otras condiciones. El principio de equivalencia se toma en consideración fundamentalmente en aquellos supuestos en los que al no existir una armonización normativa, se activa el principio de reconocimiento mutuo judicial para hacer valer la eficacia directa de las libertades económicas reconocidas en el TFUE ante los tribunales y esto además sólo ocurre en ausencia de excepciones previstas en el Derecho del Estado de destino que cupiera oponer por considerarlas justificadas en razones imperiosas de interés general.
La equivalencia entre legislaciones es, a efectos del Derecho europeo, un principio que, por tanto, operaría directamente derivado del Tratado y en sede judicial, pues es inherente a la garantía de las libertades económicas que éstas sean reconocidas mutuamente entre Estados miembros si hay regulaciones equivalentes entre ellos y además, insisto un poco más, si no existe una razón imperiosa de interés que el Estado miembro de destino pueda justificadamente oponer con base en el Tratado (si se trata de una razón prevista en él e indistintamente aplicable a todos los operadores europeos y europeos nacionales) o con base en la jurisprudencia del TJUE (si no lo es).
En segundo lugar, este principio de equivalencia no se puede emplear en el Derecho español como criterio de aplicación normativa en el sistema de fuentes. Del principio de libre circulación de personas y mercancías reconocido expresamente en la CE (art. 139) e inherente al derecho fundamental a la libertad de empresa (art. 38 CE), no se desprende que un operador que haya accedido a una actividad económica pueda ejercerla válidamente en otra Comunidad Autónoma sin satisfacer los requisitos de acceso establecidos en las normas de esa Comunidad de destino porque haya que entender que la regulación de esa Comunidad haya quedado desplazada por el ordenamiento jurídico de la de origen si existe entre sus regulaciones una protección “equivalente”.
Lo que, entiendo, se deriva de la libertad de empresa como derecho fundamental y del propio art. 139 CE (STC 52/1988) es que tal libertad no pueda ser sometida por el poder normativo autonómico a restricciones salvo que éstas sean proporcionadas – adecuadas y necesarias – por resultar idóneamente justificadas en la protección de otros fines de interés general garantizados en la CE. – Otra cosa es que se podría entender que resulta desproporcionado, por “innecesario”, imponer un requisito de acceso a una actividad económica en una Comunidad Autónoma, si éste ya se ha exigido de forma” equivalente” en la Comunidad en la que se ha accedido por primer vez a la actividad. Pero esto no llevaría a desplazar la legislación autonómica de la segunda Comunidad y a aplicar la de la primera, sino a exigir la supresión de la aplicación de esa exigencia específica cuando llegado el caso ya se haya sido requerido previamente para algo equivalente en otra Comunidad. Es la aplicación de un control reiterado e idéntico, de un doble control para lo mismo, aquello que podría considerarse desproporcionado y lesivo al derecho fundamental a la libertad de empresa.
Conclusión
En definitiva, podría decirse que en el sistema constitucional español la razón de peso para no admitir la figura del acto transnacional configurado en el modelo regulativo de la LGUM ha sido fundamentalmente un problema relativo a la tutela de intereses generales, normalmente colectivos, distintos a la protección de la libre empresa, que se traduce y expresa en, en nuestro caso, a través de la forma un problema competencial territorial. Creo que no todas las controversias competenciales tienen esta enjundia. El problema pone de manifiesto que una técnica legislativa no puede escapar del respeto a las exigencias constitucionales relativas al sistema de fuentes: la legislación que puede desplazar la aplicación de una norma autonómica no es la de otra Comunidad Autónoma sino la básica estatal. Y ésta es además la única regulación que puede compensar (con base en el art. 149.1.1 y 149.1.13 CE) la falta de equivalencia y de homogeneidad de las condiciones de acceso al ejercicio de una determinada actividad económica entre las diferentes partes del territorio estatal. Si se pretende asegurar la unidad de mercado, y no se quiere armonizar y homologar habrá que aceptar que hay que ir entonces más lento (aunque sin pausa) depurando el ordenamiento por las vías previstas, entre otras en la propia LGUM (en la regulación no declarada inconstitucional), e ir suprimiendo todas las disposiciones normativas autonómicas y locales que no resulten adecuadas ni estrictamente necesarias para garantizar intereses generales oponibles a las libertades del mercado. Y es que a veces las cosas de palacio van despacio
Foto: JJBose