Por Jesús Alfaro y Francisco Garcimartín

¿Puede reorganizarse o liquidarse la compañía a bajo coste si vienen mal dadas?

Parecería que el control y la vigilancia de los riesgos en los que incurre una compañía en el desarrollo de su objeto social es cosa de los bancos. Las empresas manufactureras no deberían preocuparse tanto de los riesgos que, de convertirse en siniestros, podrían acabar con la compañía en concurso porque, sencillamente, son expertas en su actividad, sea esta la de construir refinerías o la de prestar servicios de asesoría estratégica. Además, dado que no hay efectos sistémicos derivados de la quiebra de una compañía de fracking, por ejemplo, el legislador no debería preocuparse de imponer a sus consejos de administración especiales obligaciones en esta materia. Las compañías manufactureras tienen los incentivos y la capacidad para controlar los riesgos de su actividad y el Derecho privado general (responsabilidad civil y Derecho Concursal) es suficiente en ausencia de externalidades importantes.

Este planteamiento desconoce, sin embargo, la creciente financiarización de las empresas manufactureras, lo que se ha traducido en que los mayores riesgos de quiebra tengan su origen, no en la producción de siniestros “operativos” (la refinería explota, los consumidores de nuestros productos se envenenan, los frenos de nuestro último modelo de coche no funcionan correctamente, los costes de la última obra se disparan…) sino en la producción de siniestros “financieros”. Los primeros, rara vez acaban con la empresa en quiebra porque las empresas manufactureras son especialistas en gestionar este tipo de riesgos. Pero estas empresas no son especialistas en la gestión de los riesgos financieros y el crecimiento explosivo del sector financiero que está en el origen de la crisis ha hecho creer a muchas empresas manufactureras que podían maximizar su valor y reducir el volumen de impuestos que pagan modificando su estructura financiera, lo que ha llevado, no solo a primar el endeudamiento sobre los recursos propios, sino a recurrir a instrumentos financieros que han hecho mucho más frágiles las empresas. Además, les ha llevado a organizarse societariamente, no en función de las necesidades operativas, sino en función del diseño de la financiación. Mientras todo vaya bien, se optimizan los flujos de caja pero el menor “accidente” se transforma en una catástrofe.

La mayor fragilidad distorsiona los incentivos de los gestores y les induce, a menudo, a adoptar decisiones cada vez más arriesgadas en la esperanza de que ocurra el milagro y pase la tormenta y a hacerlo de forma que los inversores no se percaten de las dificultades que atraviesa la compañía. Es frecuente, en tales circunstancias, que los gestores opten por manipular la contabilidad que sigue siendo la principal fuente de información sobre la salud financiera de una compañía. Si se piensa en los más famosos casos de fraude empresarial de los últimos años (Maxwell, Enron, WorldCom, Tyco, Pescanova, SOS, Cajas de Ahorro, Gowex…), las pautas de comportamiento son semejantes. Las empresas ocultan sus pérdidas, inflan el valor de los activos, “aparcan” deudas en sociedades que no forman parte del grupo consolidado, duplican los ingresos, falsifican facturas, fingen haber enajenado activos dañados y los gestores o socios de control extraen fondos de la compañía (tunnelling) cuando se aproxima la insolvencia.

Así las cosas, parece razonable preguntarse si no resulta adecuado extender a las empresas manufactureras de cierta dimensión y en las que los costes de agencia son elevados porque se trata de sociedades de capital disperso las soluciones que se han ensayado en el sector financiero para enfrentarse a la restructuración de los grandes bancos.

Una de estas respuestas regulatorias ha sido la exigencia a las grandes entidades financieras de planes de reestructuración y resolución, o “living wills” (vid., FSB, Recovery and Resolution Planning: Making the Key Attributes Requirements Operational, Noviembre 2012). El considerando 21 de la Directiva europea sobre reestructuración y resolución de entidades de crédito (Directiva 2014/59UE) es muy elocuente:

“Es esencial que las entidades preparen y actualicen regularmente planes de reestructuración que establezcan medidas que las entidades en cuestión deben adoptar con miras al restablecimiento de su situación financiera tras un deterioro importante.”

La elaboración de estos planes cumple una doble función. (i) Ex post, i.e. cuando llegan las dificultades financieras, facilitan la adopción e implementación de cualquier medida de restructuración o resolución ya que suministran una “hoja de ruta” diseñada cuando la sociedad se encontraba in bonis. Se evitan, en este sentido, decisiones precipitadas o improvisadas en los momentos más delicados. (ii) Y ex ante permiten un diseño de una estructura corporativa y financiera más resistente a los “accidentes”.

La elaboración de planes de restructuración sirve para poner de relieve que ciertos diseños financieros son más resistentes que otros a las épocas de penurias y, en consecuencia, incentiva para que se adopten aquellos que resulten mejores tanto en tiempos de bonanza como en tiempos de tormenta. Así, por ejemplo, la elaboración de estos planes puede sacar a la luz los beneficios de concentrar la financiación externa en la sociedad holding del grupo (vid. D. A. Skeel, “Single Point of Entry and the Bankruptcy Alternative”). Endeudar a todas las sociedades del grupo puede ser beneficioso para abaratar la financiación, pero puede dificultar notablemente la restructuración cuando llegan las “vacas flacas”.

Y parece claro que los diseños corporativos y financieros más resistentes benefician tanto a los acreedores como a los accionistas en su condición de acreedores residuales: cuanto más resistente sea la estructura corporativa y financiera al concurso menos sacrificio sufrirán en un escenario pre-concursal o incluso concursal, es decir, mayor es la posibilidad de que, tras la restructuración quede valor para los accionistas.

Recuérdese que uno de los principales costes de la quiebra son los disruption costs, es decir, las pérdidas añadidas derivadas de la interrupción de la actividad “normal” de la empresa. Los incentivos de los que toman decisiones cambian abruptamente cuando se avecina la quiebra sin contar con que, si los acreedores toman el mando, sus incentivos son distintos a los de los accionistas. El resultado es una distorsión de los objetivos de la empresa. Ya no se trata de producir los bienes o servicios objeto de la actividad de la empresa con la mejor relación coste-calidad, sino de asegurar que los acreedores cobran sus créditos. No se iniciarán proyectos de inversión de valor neto positivo si incrementan el riesgo de impago, se venderán activos por debajo de su valor (fire sale) si, de esa forma, se genera liquidez para pagar a los acreedores, se suprimirán los proyectos de inversión a largo plazo (I+D) si ese plazo es superior al del vencimiento de la deuda societaria en manos de los acreedores que toman el mando etc.

Tras ciertas experiencias recientes, tanto foráneas como nacionales, la pregunta que inmediatamente surge es por qué no extender esta solución a los grandes grupos empresariales no financieros. Es cierto que el concurso de éstos no genera un riesgo sistémico equiparable al de una entidad financiera, pero puede generar un coste social y económico inmenso. En realidad, forma parte de la exigencia de que las empresas se organicen para cumplir con las normas legales que les son de aplicación en el ejercicio de su actividad (compliance) que se organicen de forma que sean resistentes a las turbulencias financieras y puedan hacerles frente sin destruir excesivo valor al hacerlo.

Como en el caso de las entidades de crédito, eso facilitaría su reestructuración ex post, pero además incentivaría diseños más resistentes para los momentos de dificultades financieras en los que aún la empresa es susceptible de reestructuración pre-concursal. Serviría, en particular, para poner de relieve que ciertas estructuras corporativas (multiplicación exponencial de filiales, participaciones en sociedades en las que existen socios minoritarios y organización a través de pirámides de sociedades) o ciertas opciones financieras (multiplicación de los “paquetes de garantías”, financiación mediante derivados) pueden ser muy vulnerables en épocas de tormenta.

Naturalmente, no se trataría de planes sujetos a un control externo, pues no estamos ante entidades sometidas a supervisión, pero si a un control interno por parte del Consejo de Administración en cumplimiento de sus funciones de supervisión y, en concreto, de  “control y gestión de riesgos” (art. 529 ter LSC). Y, como hemos dicho, no sólo en favor de los acreedores externos sino de los propios accionistas en su condición de acreedores residuales.

Como hemos expuesto, las grandes compañías que cotizan en Bolsa pueden sufrir costes de agencia elevados e incentivos perversos en la cabeza de los administradores que les lleven a no adoptar este tipo de estrategias para hacer más robusta la organización societaria y financiera de la empresa. Los ejecutivos, porque estos diseños limitan, normalmente, su capacidad de actuación autónoma y los Consejos de Administración porque, a menudo, carecen de la información y, en general, porque no quieren poner piedras en la rueda del funcionamiento fluido de la organización. Dado que la gestión de las filiales – a través de las cuales se articulan las estrategias arriesgadas y frágiles de financiación – está en manos exclusivas de los ejecutivos y que el legislador ha centralizado en los administradores todas las decisiones sobre financiación que no impliquen un aumento del capital (piénsese en la reciente reforma de la emisión de obligaciones) y dada también la creciente complejidad de los productos financieros, hay pocas dudas de que se necesitan consejeros muy convencidos y muy preparados para forzar a los ejecutivos a adoptar este tipo de estrategias.

La conclusión no se deja esperar: forma parte de los deberes de diligencia de los Consejos de Administración determinar “la política de control y gestión de riesgos”. Esta política debe ser suficiente como para prevenir la insolvencia de la sociedad. Los riesgos financieros son los más peligrosos por la falta de expertise de la compañía en su manejo y por su carácter “catastrófico” en cuanto pueden transformar una iliquidez temporal en insolvencia. Los Consejos de Administración deben asegurarse, pues, que la estructura societaria y la estructura financiera de la compañía son transparentes y tan simples como sea posible. No se puede reducir la factura fiscal de la compañía a cualquier coste. Infringen su deber de diligencia los Consejos que permiten que sus ejecutivos creen imperios, no “too big to fail” pero si “too complex to restructure”.