Por Jesús Alfaro Águila-Real

Lamento por la especialización en Derecho

Los mercantilistas tenemos que saber civil, penal y procesal, por lo menos. La especialización es un desastre. Porque en el Derecho hay muy pocas ganancias en especializarse por ‘áreas de conocimiento’. La división es arbitraria y responde a los deseos de Julio Diego González-Campos de formar una asignatura y obtener un montón de cátedras en torno a unos pocos artículos del Código civil: el Derecho Internacional Privado lo llamaron. La existencia de un área de conocimiento de Derecho Mercantil, pero otra de Derecho del Trabajo o de Derecho Procesal o de Filosofía del Derecho (con el monopolio anejo de la Teoría del Derecho) o distinguir entre Derecho Constitucional y Derecho Administrativo por no hablar del Derecho Financiero es una desgracia para los estudiantes de Derecho y para el avance del conocimiento jurídico. Porque los profesores que hemos hecho carrera en esas disciplinas cada vez sabemos menos Derecho y más de detalles de escaso valor intelectual. Por ejemplo, si usted pone en el buscador de Dialnet “convocatoria de la junta” le salen 98 documentos. ¿Qué interés intelectual puede tener estudiar la convocatoria de la junta? Pero lo curioso es que ninguno de esos 98 trata de lo que tiene valor intelectual de la convocatoria de la junta (que tiene que ver con las corporaciones y su capacidad para autogobernarse, un tema central en la historia jurídico-política de Occidente). Y, naturalmente, lo que aprenden los profesores es lo que enseñan a los estudiantes. Piensen en los pobres estudiantes de Derecho del Trabajo a los que hay que explicar la distinción entre dos tipos diferentes de contratos de trabajo fijos discontinuos o la infracción de un convenio colectivo porque Tabacalera dejó de entregar cigarrillos a sus empleados.

La especialización se ha convertido, además, en aislamiento recíproco con grave daño para la construcción dogmática. Los penalistas no leen a los mercantilistas – aunque escriban sobre las sociedades anónimas – y los mercantilistas no leen a los penalistas – aunque escriban sobre la responsabilidad de los administradores –. Y no lo hacen porque no tienen incentivos para hacerlo. Al fin y al cabo, los que leen a un penalista perorando sobre cosas mercantiles saben tan poco sobre esas cosas mercantiles como el propio escribidor. Y la opinión de los mercantilistas sobre los trabajos de los penalistas es irrelevante para la carrera académica e incluso profesional de éstos. Los resultados sociales son malos, porque los que redactan las reformas del Código Penal, los fiscales y los jueces de lo penal tampoco leen a los mercantilistas, si acaso, sólo a los penalistas. Así tenemos delitos societarios y responsabilidad de las personas jurídicas de baja calidad. Por ejemplo, el art. 371.2 LSC dice que la sociedad disuelta conserva la personalidad jurídica pero el Código Penal dice en su art. 33.7 que «La disolución producirá la pérdida definitiva de su personalidad jurídica». ¿En qué quedamos? Cuando el juez penal condena a la persona jurídica a la disolución ¿no hay que proceder a su liquidación?.

La responsabilidad penal de los socios por delitos cometidos en el seno de una persona jurídica

Las citas que siguen son de Alejandro Turienzo, Consideraciones acerca de la responsabilidad penal por omisión de los socios en relación con la criminalidad corporativa, Estudios Penales y Criminológicos, 42(2022), pp 1-44,

Los penalistas discuten si se puede hacer responsable a los socios de una sociedad anónima o limitada por las conductas delictivas de los administradores. Y algunos dan una respuesta afirmativa. Se sostiene que, al constituir la sociedad – o al adquirir participaciones – se pone en marcha una “fuente de riesgo” y que es deber de los socios controlarla. Una aplicación, aparentemente, del principio ubi commodum, ibi est incommodum.

parece justo que los socios, como contrapartida al disfrute de su libertad fruto de la apertura de un tal negocio potencialmente beneficioso para sus intereses tengan que hacer suyo un inequívoco compromiso de velar por que el transcurso de la actividad comercial no sea perjudicial para otros. Compromiso de control cuya infracción sería lo que mostraría una equivalencia axiológica y morfológica con la realización típica activa, no la mera ostentación y quebrantamiento sucesivo de deberes extra-penales

Se llega a comparar la constitución de una sociedad con adoptar un dóberman. Uno no puede adoptar un doberman y no asumir el

“compromiso de vigilarlo como sea preferible para evitar que ataque a terceros… En definitiva, al socio (al igual que al propietario del perro) le está prohibido ampliar su esfera organizativa a costa de los demás (neminem laedere) concretamente configurando una estructura corporativa criminógena perjudicial para intereses ajenos»

El error se compone cuando se pone el foco exclusivamente en las sociedades de capital porque no se ve por qué el estatuto jurídico-penal del socio de una sociedad anónima deba ser distinto del de un mutualista, un cooperativista o un asociado o el miembro de una UTE. ¿Los socios de Telefonica deben responder penalmente de lo que hagan los consejeros pero los socios del Real Madrid no deben responder de lo que haga su junta directiva? ¿y los socios de Mutua Madrileña o los de Grupo Mondragón?

A continuación, se examinan los criterios que permitirían determinar cuándo responde el socio y cuándo no. Y en este punto, se recurre a la idea de la delegación. Los socios delegan sus competencias en los administradores sociales (“la delegación de competencias practicada por los socios en nada diferiría… de cualquier otro tipo de delegación”) y, es doctrina general, que la delegación no les libera sino limitadamente de responsabilidad al delegante.

Algunos penalistas, en la dirección correcta a mi juicio, señalan que la delegación por los socios de las competencias de gestión es intrínseca a las sociedades de capital porque es necesaria para aprovechar las ventajas de la especialización en gestión (a cargo de los administradores) y propiedad (de los socios) de modo que los socios pueden desentenderse de la gestión social (Pastor Muñoz citada por Turienzo)

“la delegación de la gestión social en términos eficientes implica que la actividad del administrador quede separada respecto a la del socio hasta el punto de que en caso de conocer la incorrección de este último el primero infringiría a lo sumo un deber institucional pero, en ningún caso sería castigado por una supuesta intervención delictiva en el delito de otro. El único deber que, en opinión de Pastor continuaría dentro de la esfera de responsabilidad del socio sería el de “renovar” o, si se prefiere “prorrogar” la situación de delegación revisando periódicamente si se cumplen sus presupuestos materiales para, en el supuesto de que estos fallen, recuperar su posición de garantía originaria”.

Turienzo hace decir a Pastor que el socio, como delegante, “tiene que comprobar periódicamente la corrección de su delegado”. Pero otros afirman que “el carácter especializado de la delegación de competencias (no da) lugar a una separación estricta de esferas entre delegante y delegado”.

El socio ha de vigilar y controlar a los administradores porque

 “el delegado no deja de desarrollar su función dentro del ámbito de organización del delegante… suena extraño que el propietario de un riesgo (sic) pueda desligarse de su debido control… el socio, como cualquier otro delegante, no puede ser tratado como un sujeto ajeno a un ámbito de organización que en origen le competía…

Y consideran que el socio ha de elegir adecuadamente al administrador y dotarle de los medios adecuados para que éste no cometa delitos en su actuación.

Naturalmente, como las consecuencias son indeseables, se cualifica inmediatamente la afirmación y se dice que este deber de vigilancia de los socios es “limitado”. No “exhaustivo e incansable”.

Bastaría con una comprobación genérica cada cierto tiempo de lo que allí ocurre… verificando… que el (administrador) no actúa antijurídicamente como que adopta las medidas organizativas oportunas para prevenir la comisión de ilícitos penales en la empresa”.

Los socios pueden confiar en que los administradores actuarán correctamente pero no pueden dejar de vigilar que lo hagan y han de reaccionar si no lo hacen.

¿Los socios delegan sus competencias en los administradores?

El planteamiento que se acaba de resumir incurre, a mi juicio, en dos errores que tienen que ver, ambos, con una concepción equivocada de lo que es una persona jurídica. Si se acepta que una persona jurídica es un patrimonio dotado de capacidad de obrar se comprende fácilmente, en primer lugar, que la constitución de una sociedad es, desde el punto de vista del Derecho Penal o del Derecho de la Responsabilidad Extracontractual, algo irrelevante. Y la comparación con la adopción del dóberman pone a las claras por qué: ¿Qué diferencia hay entre desarrollar una actividad empresarial formando un patrimonio y personificándolo, esto es, constituyendo una sociedad con personalidad jurídica y desarrollar esa actividad empresarial – idéntica – de forma individual (esto es, utilizando el propio patrimonio y contratando a terceros para proveernos de medios financieros, materiales y humanos necesarios para desarrollar la actividad)? Ninguna. Porque lo relevante no está en que se forme o no una persona jurídica. Lo relevante está en que se desarrolle una actividad que por su intrínseca peligrosidad o por la potencia de los medios empleados para llevarla a cabo hace más probable que se lesionen bienes jurídicos de terceros en su desarrollo. Es difícil que yo pueda causar daños a bienes jurídicos de terceros cuando juego al parchís en el porche de mi casa, pero es fácil que los pueda causar si monto un casino del tamaño del Palmetto. Y si se constituye una sociedad anónima para vender bisutería en un local, difícilmente puede hablarse de que se ha creado “una estructura corporativa criminógena perjudicial para intereses ajenos».

El segundo error tiene que ver con la concepción de la personalidad jurídica corporativa que tienen estos autores. La constitución de una persona jurídica requiere de la designación de individuos que doten de capacidad de obrar al patrimonio formado para la consecución de un fin, es decir, una persona jurídica corporativa no puede existir sin órganos. Porque son los órganos los que le proporcionan la capacidad de obrar, esto es, la capacidad para adoptar decisiones (el órgano en el que participan los miembros de la persona jurídica) y para actuar con efectos sobre su patrimonio en el tráfico jurídico. No puede existir una sociedad anónima (o cualquier corporación) sin órgano de administración.

En consecuencia, es erróneo calificar a los administradores como delegados de los socios. Los administradores no ejercen sus competencias de gestión y representación del patrimonio social por delegación de los socios. Sus competencias se las atribuye la ley. Y la ley lo hace de forma imperativa. Los socios no pueden actuar en el tráfico con efectos sobre el patrimonio social ni personalmente ni a través de un apoderado. Ni siquiera el socio único puede prescindir de la designación de un administrador o un consejo de administración para su sociedad unipersonal o celebrar contratos en nombre de la sociedad unipersonal. Además, los administradores ejercen sus competencias bajo su propia responsabilidad (arts. 225 ss LSC).

Y es que de delegación sólo se puede hablar propiamente cuando alguien transfiere a otro individuo una competencia que la ley le asigna a él. El consejo de administración delega sus competencias cuando designa un consejero-delegado. Pero los socios no delegan sus competencias de gestión cuando designan un administrador único o eligen a los consejeros del consejo de administración. Simplemente porque los socios no tienen competencias de gestión. El error se debe, probablemente, a la falsa idea de que los socios son los propietarios de los bienes que forman el patrimonio social y, por tanto, si los administradores actúan con efectos sobre esos bienes sólo pueden hacerlo como apoderados, mandatarios o delegados de los socios.

La conclusión no se deja esperar: imputar responsabilidad a los socios por la conducta de los administradores sociales requiere aducir un criterio de imputación objetiva más allá del de la delegación o la creación de un riesgo al constituir la sociedad.

¿Deber del socio de vigilar lo que hacen los administradores?

Tampoco puede aceptarse que pese sobre los socios el deber de vigilar y corregir, en su caso, a los administradores. Tal deber no sería una obligación sino una carga, es decir, un deber que el legislador impone a un sujeto en su propio interés. Si los accionistas quieren evitar perder su inversión en manos de un administrador disparatado o deshonesto, harán bien en seleccionarlo con cuidado y en vigilarlo con las herramientas que la Ley pone a su disposición. Pero es incorrecto afirmar que, porque el art. 164 LSC prevea que los socios han de pronunciarse sobre la gestión social, el Ordenamiento les impone la obligación de vigilar y sancionar a los administradores sociales. Si a los socios no les importa perder su inversión, es cosa suya. Naturalmente, como la tesis aquí criticada conduce a consecuencias desproporcionadamente punitivas, los que la sostienen tienen que cualificar su tesis: solo los socios mayoritarios – en sociedades cerradas – y los accionistas significativos – en sociedades cotizadas – tienen el “status de garante de vigilancia”, lo que debe de querer decir que pesa sobre ellos no ya una carga sino un deber – que infringiría por omisión – de vigilar lo que hacen los administradores y reaccionar en caso de que actúen incorrectamente.

¿Extensión de la responsabilidad penal de las personas jurídicas a los socios?

Finalmente, algunos autores se preguntan si las penas que se impongan a la persona jurídica – multas, disolución, suspensión o prohibición de actividades, clausura de establecimientos, inhabilitación para obtener subvenciones o contratar con el sector público  art. 33.7 CP – pueden extenderse a los socios. La pregunta parece absurda si se plantea en términos de los efectos perjudiciales que tiene la imposición de la pena a la persona jurídica en el patrimonio de los socios. Es obvio que la multa reduce el valor del patrimonio que es la persona jurídica y, por tanto, el del patrimonio de su titular residual (el socio). Y es obvio que esa posibilidad genera incentivos en los accionistas significativos para controlar la conducta de los administradores pero, de nuevo, no les obliga a hacerlo. Cualquier sugerencia de multar directamente a los socios en proporción a su participación en el capital social es absurda. Los accionistas más solventes se desharían de su participación conforme se aproximara la posibilidad de que la compañía fuera multada.

Pero algunos autores van más allá y afirman que los socios sobre los que pesaría este deber de garante de vigilancia podrían ser sancionados junto a la persona jurídica por el delito cometido por los administradores o empleados de ésta. No habría bis in ídem. Pero es que no es un problema de bis in ídem. Es un problema de falta de un criterio de imputación objetiva de la conducta delictiva al socio. Sólo en casos extremos, semejantes valorativamente a los supuestos en los que se comete el delito de omisión de socorro, podría afirmarse la participación del socio en el delito cometido por el administrador. Imagínese que los cuatro hijos de Cornelia han heredado de Ticio, su padre, el capital de la sociedad pero Cornelia es la administradora. Cornelia pierde la cabeza y comienza a tomar decisiones que ponen en peligro la seguridad física de los trabajadores o que suponen estafar a proveedores haciendo encargos que sabe que la compañía no podrá pagar. Si los hijos son advertidos por un trabajador o por un proveedor de la chaladura de su madre y no la destituyen, pueden incurrir en responsabilidad frente a trabajadores y proveedores como partícipes por omisión. Lo que ocurrirá en casos más plausibles es que los administradores no estarán actuando espontáneamente y sin influencia alguna en su comportamiento delictivo por parte de los socios. La cuestión será, entonces, de prueba y es muy probable que los administradores acusados se defiendan aludiendo a instrucciones privadas o a connivencia con socios determinados.

En conclusión,

no hay un “sorprendente e injustificado olvido de los socios” cuando de analizar la responsabilidad de la persona jurídica y de los que actúan con efectos sobre su patrimonio se trata. La pregunta, correctamente formulada, a mi juicio, es la siguiente: ¿Quién, además del actuante (y del patrimonio que es la persona jurídica), debe responder penalmente de los ilícitos cometidos por los individuos que tienen atribuida la capacidad de actuar con efectos sobre el patrimonio que es una persona jurídica?

La respuesta es: todos los que hayan participado en la comisión del delito por acción u omisión, determinado de acuerdo con las reglas generales de la imputación objetiva y de la participación en los delitos. Pero la responsabilidad no viene determinada por su condición de socio, esto es, por haber celebrado un contrato de sociedad o por haber adquirido participaciones en una sociedad. Porque las competencias de gestión están atribuidas por la ley a los administradores, no a los socios, de manera que sólo si la conducta delictiva consistiera en la adopción de un acuerdo social podría afirmarse la participación de los socios en la comisión del delito. Los socios no delegan sus competencias en los administradores y no pesa sobre ellos un deber de vigilar lo que éstos hacen. Tal vigilancia es sólo una carga en sentido jurídico-técnico. No una obligación.


foto: @thefromthetree