Por Alejandro Huergo

Introducción

La creación de agencias independientes (AAI) constituye un ejemplo de aplicación de la Ley de Parkinson: una vez creado, cualquier organismo o cualquier “especie” (en este caso, las AAI) no sólo no desaparece nunca (sea cual sea su desempeño efectivo), sino que tiende a reproducirse. Las AAI tienen una triple justificación.

En primer lugar, evitar los conflictos de intereses en aquellos sectores en que intervienen empresas públicas. Éste era el problema inicial en los organismos reguladores (energía, telecomunicaciones, servicios postales). Algunos de los operadores más importantes eran públicos y podía dudarse de la imparcialidad del Ministerio si tenía que gestionar conflictos que enfrentasen a operadores públicos (dependientes del mismo Ministerio) y privados. Ese problema hoy apenas existe y desde luego no existe en sectores como los seguros a los que se quiere extender el mecanismo de las AAI.

La segunda justificación es la independencia e imparcialidad. En la práctica, esa independencia no se ha conseguido. La dependencia jerárquica de un Ministerio se ha sustituido por unos canales de control político más tortuosos y por un aumento de la influencia de los partidos políticos (distribución de los nombramientos en cuotas políticas) e incluso, posiblemente, de grandes operadores de los sectores regulados. Mientras el sistema de nombramiento de los vocales de las AAI no cambie, no se conseguirá una verdadera independencia. Todo ello con el agravante de que un Ministro, Secretario de Estado o Director General son considerados a todos los efectos como cargos políticos que deben actuar dentro del marco jurídico establecido por informes emitidos por funcionarios independientes (éstos sí), que no forman parte del Gobierno sino de la Administración y que están sometidos a un deber de objetividad con fundamento constitucional (art. 103.1). Cuando actúan contra el criterio de los informes preceptivos (aunque no sean vinculantes), los cargos políticos asumen una importante responsabilidad personal, incluso penal. En cambio, los miembros de las AAI son, teóricamente, expertos que toman personalmente las decisiones (repito, teóricamente), lo que les libera de la etiqueta de “políticos” aunque en realidad, en muchos casos, lo sean.

La tercera justificación de las AAI es la necesidad de conocimientos especializados del sector, de los que carecen tanto los políticos como los funcionarios. Esa justificación se ha convertido en una quimera porque el sistema de nombramiento no garantiza en absoluto que se posean esos conocimientos y porque además en la práctica el nombramiento de “expertos” procedentes del sector puede encubrir la captura del regulador por los operadores, cuyos empleados o exempleados muchas veces son los únicos que pueden haber adquirido esos conocimientos.

Como ejemplo práctico de esa innecesaria opción, en cualquier caso y circunstancia, por el esquema de las AAI, puede citarse el sector de los seguros, en el que se propone quitar las competencias a la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones y dárselas a una nueva AAI a la vez que se reconoce que es la única parte del sector financiero que no fue contagiada por la crisis, es decir, que ha estado mejor gestionada que esos otros subsectores en los que sí operaban AAI.

La realidad de los últimos años muestra que existen otras formas de conseguir independencia, distintas de las AAI

El modelo de las AAI es costoso, complejo y con frecuencia supone una nueva forma de politización de la Administración bajo un ropaje diferente.

En el ámbito de los contratos públicos, a partir de 2011 se ha establecido un sistema de recursos administrativos encomendado a unos “tribunales administrativos” formados por funcionarios especializados, con un mínimo de años de experiencia, no sometidos a instrucciones y nombrados para un periodo de tiempo fijo, sin posibilidad de renovación o cese (salvo por causas tasadas). El modelo ha funcionado relativamente bien y sus decisiones son impugnadas ante los tribunales contencioso-administrativos en un número muy reducido de casos.

Si se trata de atender reclamaciones o de imponer sanciones, este modelo puede ser útil.

Es conveniente atender las exigencias de imparcialidad que se plantean en AAI que tienen funciones fundamentalmente sancionadoras.

En Francia se ha reformado la regulación del ente supervisor del mercado financiero para encomendar el ejercicio de la potestad sancionadora, dentro de él, a una comisión dotada exclusivamente de esa función y no sometida a instrucciones. Con ello se intenta evitar las dudas sobre la imparcialidad objetiva del regulador, que surgen cuando ejerce la potestad sancionadora después de haber hecho público que quiere “reforzar” un determinado objetivo o “aplicar sanciones ejemplarizantes” en una concreta dirección, o simplemente después de haber decidido la iniciación del procedimiento sancionador, mostrando tener una idea inicial preconcebida de que se ha cometido una sanción. Está claro que los jueces penales no podrían hacer declaraciones de este tipo, no tienen “objetivos de gestión” y no puede decidir la iniciación de los procedimientos penales.

Para el Tribunal Europeo de Derecho Humanos (TEDH), a las sanciones administrativas graves se les aplican las mismas garantías (artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) que a las penas, incluida la imparcialidad objetiva, que va más allá de la aplicación de causas de abstención y recusación y significa que no existen circunstancias que puedan hacer dudar a terceros de la imparcialidad y neutralidad del órgano que impone la sanción. En su reciente sentencia X. e Y. c. Francia, de 1 de septiembre de 2016 (recurso 48158/11), el TEDH dice que esa reforma francesa despeja todas las dudas sobre la imparcialidad objetiva (párrafos 39-42).

Aunque en el Derecho español está garantizada la separación entre el órgano instructor y el que sanciona (una separación puramente formal, porque el instructor puede depender jerárquicamente del que sanciona), lo cierto es que también en el ámbito de actuación de estas AAI, en el que se imponen sanciones de extraordinaria gravedad, el órgano que decide la iniciación del procedimiento sancionador (o que puede decidirla, junto a otros), es el que impone la sanción, además de establecer políticas y objetivos generales de actuación. Eso es justo lo que la reforma francesa ha querido evitar, para cumplir los requerimientos del TEDH.

Una propuesta dirigida a crear nuevas AAI para mejorar la gestión y construir una arquitectura institucional más adecuada, debe tener en cuenta estas cuestiones.

Integración de competencias autonómicas

En algunos de los campos de actuación de estas posibles AAI las Comunidades Autónomas han asumido competencias, ya sea de supervisión (entidades de seguros que no superan el territorio autonómico), de defensa de la competencia o de protección de los consumidores.

En este sentido, las (nuevas o reformadas) AAI sólo podrían ejercer las competencias que corresponden al Estado en el sector de que se trate. Tendrían competencias de distinto alcance en unos territorios y en otros, puesto que en algunos de ellos sólo se ocuparían de cuestiones de alcance superior al autonómico mientras que en otros podrían ocuparse también de asuntos de ámbito exclusivamente autonómico. Nada distinto de lo que ocurre actualmente en materia de defensa de la competencia.

Sin una autorización constitucional no es posible “absorber” las competencias autonómicas y dárselas a esa AAI estatal “a cambio” de integrar a representantes autonómicos en la misma. Se trata de un ejemplo de la denominada “Administración mixta” o Mischverwaltung que en Alemania (y por las mismas razones en España) sólo se admite cuando la Constitución la permite, porque en definitiva supone una coerción sobre las CCAA, al obligarlas a ejercer sus competencias de un determinado modo (en cooperación) o a “canjear” su competencia decisoria por una simple capacidad de influencia sobre el órgano estatal que la ejerce.

Otra cosa es que distintas CCAA decidan crear órganos conjuntos, mediante convenio, para el ejercicio de sus competencias, con ventajas como el ahorro de costes o la ganancia en términos de imparcialidad (“distancia” a los problemas y a los interesados) y de masa crítica, algo frecuente en Alemania y a lo que seguramente debería tenderse en España.

No debe suprimirse la concurrencia de instituciones de tutela de los consumidores

La existencia de distintos organismos de tutela de los consumidores (autonómicos, estatales, incluso locales), que hasta cierto punto concurren con los órganos judiciales, no es mala en sí misma. De hecho, puede surgir una emulación que mejore la tutela del ciudadano, así como más oportunidades de innovación. Por eso, no es necesario ir a un modelo excesivamente cartesiano que pretenda suprimir toda concurrencia.


 

Foto: JJBose