Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de David Pérez Millán, Diez años desde la definición legal del administrador de hecho, en AA.VV. Diez años de La Ley Mercantil, en prensa
Introducción
Leer a Pérez-Millán es siempre productivo. Uno aprende y corrige/mejora el propio análisis de las instituciones que examina el profesor de la Complutense. Y su trabajo sobre los administradores de hecho es otra prueba de su buen hacer académico. Como casi siempre, «no he tenido tiempo de hacerlo más corto», es decir, de incorporar ordenadamente las aportaciones de Pérez-Millán en mi propio discurso sobre los administradores de hecho. Como casi siempre, esto no son más que anotaciones al margen, provisionales que, sin embargo, creo que pueden ser de utilidad para cualquiera (incluido uno mismo) que examine la cuestión a la espera de que Nuria Bermejo publique el trabajo que está preparando sobre esta materia.
En concreto, creo que el trabajo de Pérez-Millán permite afinar nuestra comprensión de la doctrina del administrador de hecho en, al menos, tres puntos.
Primero. ¿Se aplica al administrador con cargo caducado la doctrina del administrador de hecho o, más bien, el administrador con cargo caducado es un administrador de derecho y la caducidad del cargo es una cuestión puramente intracorporativa?
Segundo. ¿La responsabilidad del administrador de hecho tiene algo de especial en relación con la responsabilidad por asunción de una posición de garante? En otros términos, ¿puede hablarse de responsabilidad (patrimonial) orgánica como una categoría dogmática distinguible de la responsabilidad patrimonial en general? ¿Puede basarse esta responsabilidad «orgánica» en la analogía con la distinción entre representación orgánica y representación voluntaria?
Tercero. ¿Cómo se conecta la doctrina del administrador de hecho con la doctrina del funcionario de hecho, del trabajador de hecho, de la sociedad de hecho (sociedad nula) o del matrimonio de hecho?
Mi respuesta a las tres preguntas es negativa. El administrador con cargo caducado es un administrador «en funciones» o, como sugiere Bermejo, «interino». No hay responsabilidad «orgánica» distinta de la responsabilidad contractual o extracontractual general y la doctrina del administrador de hecho debe integrarse en la doctrina general de la del funcionario de hecho, sociedad de hecho, etc.
El artículo 236.3 LSC
Pérez Millán explica correctamente que la noción de administrador de hecho se fija por el legislador —art. 236.3 LSC— «a los efectos de extender la responsabilidad de los administradores a otras personas», por lo que «el concepto de administrador de hecho no tiene que ser exactamente el mismo en la normativa societaria y en la concursal ni ha de coincidir plenamente a efectos de subordinación de créditos y de responsabilidad concursal». Si alguien es administrador de hecho hay que determinarlo «en concreto» y por referencia «al desempeño de funciones propias de administrador». En algunos casos —los menos— concurrirán plena y completamente en la conducta del demandado los rasgos del desempeño de la función de administrador, pero «mientras algunos de ellos no pueden faltar, otros pueden darse con distinta intensidad, teniendo en cuenta… la finalidad de las normas a aplicar».
Dos elementos son decisivos a su juicio: «desde un punto de vista negativo, la falta de un nombramiento válido, eficaz y vigente como administrador… desde un punto de vista positivo, el ejercicio de las funciones propias de administrador, de forma directa o indirecta (mediante instrucciones)» que ejerzan influencia real sobre la compañía
Por administrador aparente se entiende, en un sentido, el que se presenta en el tráfico como administrador sin serlo. Es un falso administrador. No es un administrador de hecho porque la doctrina del administrador aparente se pregunta por la vinculación de la sociedad por sus actos y eso depende de que la apariencia creada por el falso administrador sea imputable a la sociedad. En otro sentido puede llamarse administradores aparentes
«a quienes provocan la impresión de que son administradores, aunque no hayan sido nombrados administradores ni ejerzan las funciones correspondientes, por ejemplo, porque figuran como administradores en el Registro Mercantil o en la documentación de la compañía. Se trataría de sujetos que responderían frente a terceros conforme a principios generales sobre protección de la confianza en la medida en que esa apariencia les fuera imputable sin que se les aplique sin embargo la misma responsabilidad que a los administradores de hecho (Fleischer, AG, 2004, pág. 518)».
En cuanto a los administradores con nombramiento viciado, «si hay nombramiento, aunque sea solo formal, con la aceptación del cargo se asumen todos los deberes, responsabilidades y también las facultades de los administradores, con independencia de que se dote de publicidad al nombramiento o de que se ejerzan efectivamente las funciones de administración… la apelación a la doctrina de los administradores de hecho resulta innecesaria, porque la asunción de las funciones y la responsabilidad propias de los administradores se conecta en tal caso a la aceptación del cargo de administrador, aunque no haya ejercicio efectivo de sus funciones».
Sobre el administrador con cargo caducado
La doctrina —y yo mismo he corregido lo que dije al respecto— considera que se convierte en administrador de hecho pero me parece que si se asimila al administrador con nombramiento defectuoso o nulo, la misma consecuencia debería aplicarse y entender que es «innecesaria» la aplicación de la doctrina de los administradores de hecho al administrador con cargo caducado porque, como bien dice Pérez-Millán, su responsabilidad deriva de haber aceptado el cargo. Ahora bien, no creo que sea irrelevante que haya o no «ejercicio efectivo de sus funciones». Esta es, me parece, una diferencia fundamental entre el administrador con nombramiento defectuoso y el administrador con cargo caducado. Si el primero lo es —administrador— por haber aceptado el cargo, el segundo también, pero su nombramiento no fue defectuoso, de manera que, hasta la caducidad, era un administrador de derecho. Tras la caducidad, si el administrador cesa en el ejercicio de sus funciones, no tiene sentido hablar de «administrador». Ha dejado de ser administrador. Ni siquiera será un administrador aparente. La cuestión problemática solo surge si el administrador continúa ejerciendo sus funciones después de caducado el cargo. Pero si continúa ejerciendo sus funciones de manera efectiva, no debería aplicársele la doctrina del administrador de hecho sino el régimen in totum de los administradores. El administrador con cargo caducado es administrador de derecho. Simplemente, como cualquier otro cargo en una corporación, transcurrido el plazo para el que fue designado, continúa en el cargo pero lo hace «en funciones» y, por tanto, ejerce el cargo «interinamente» (Bermejo) hasta que se designe uno nuevo por el órgano corporativo competente.
En esta cuestión hay dos principios relevantes. El primero es el de la continuidad en la administración/representación de una corporación y el segundo es el de la duración limitada —renovación periódica— de los cargos corporativos.
En efecto, si las corporaciones disfrutan de ‘sucesión perpetua’ es gracias a que no hay solución de continuidad en la cobertura de los cargos que dotan a la corporación de capacidad de obrar. Cuando el administrador dimite, debe continuar hasta que se elija a su sustituto como prevé expresamente el artículo 35.1 II LCoop: «Los consejeros que hubieran agotado el plazo para el cual fueron elegidos, continuarán ostentando sus cargos hasta el momento en que se produzca la aceptación de los que les sustituyan«. Esta norma expresa la regla general en las corporaciones aunque la ley que regula específicamente un tipo de corporación puede prever la existencia de un administrador interino que sustituya al que tiene su cargo caducado o ha dimitido o ha muerto. Cuando muere el rey, desarrolla sus funciones interinamente el regente si el heredero no es entronizado inmediatamente. El objetivo es que la corporación quede «descabezada» porque, a diferencia de la representación voluntaria, la corporación sin «cabeza» carece de capacidad de obrar. Por tanto, la interpretación y aplicación de las normas sobre la duración del cargo de administrador —en las que se incluyen las normas sobre la caducidad— debe orientarse a evitar la existencia de períodos de tiempo en los que la corporación carece de capacidad de obrar porque no hay, al frente, alguien que pueda actuar con efectos sobre el patrimonio social.
Juste resume las justificaciones tradicionales para fijar una duración determinada al cargo de administrador diciendo que, además de reducir los costes de agencia, facilita el escrutinio periódico de los administradores por la junta y permite a los accionistas «planificar» anticipadamente el cambio de administradores si este es su deseo (igualmente en ejercicio del derecho de representación proporcional art. 243 LSC). V., para lo que sigue, por todos, Javier Juste Mencía, «Artículo 221. Duración del cargo»; «Artículo 222. Caducidad»; «Artículo 223. Cese de los administradores», en Comentario de la Ley de Sociedades de Capital. Tomo III. La junta general. La administración de la sociedad, José Antonio García‑Cruces González (dir.), Ignacio Sancho Gargallo (dir.), Madrid, 2021, pp. 3063‑3086.
En la sociedad anónima, el artículo 221 LSC prevé la duración limitada del cargo que, como he dicho, es la regla general en las corporaciones (v., art. 221 LSC que prevé que los estatutos fijen el plazo de duración del cargo y que este no supere los seis años en la sociedad anónima; artículo 35.1 LCoop; 322-13 ley catalana de asociaciones) ya que es la que facilita el control de los costes de agencia, costes elevados en las corporaciones por los conocidos problemas de acción colectiva que sufren los miembros para controlar la conducta de los administradores: el que no tiene que ser reelegido periódicamente tiene menos incentivos para rendir cuentas y promover el interés de la corporación por encima del propio.
Se explica así porque la duración del cargo es menor en el caso de sociedades cotizadas (art. 529 undecies: cuatro años).
La norma del artículo 222 LSC combina ambos principios: para reducir las posibilidades de que la corporación se quede sin administrador al frente, extiende la duración del mandato a la terminación de la junta en la que los accionistas podrían haber designado al sucesor, es decir, al momento en el que el otro órgano corporativo —que es un órgano intermitente— podía haber «actuado».
Como explica Juste, el artículo 222 LSC forma unidad con el 221, en el sentido de que no regula una “caducidad” distinta, sino la manera de computar el plazo de seis años (la duración del cargo no depende del plazo, sino del ciclo de la junta: “de junta a junta y no de fecha a fecha”), lo que refuerza la idea de que la regla sobre duración del cargo es esencialmente «corporativa». Juste justifica la regla del art. 222 LSC porque el legislador quiso evitar la acefalia del órgano, la conversión automática del administrador en administrador de hecho y la necesidad de ceses y nombramientos anticipados antes del vencimiento del plazo, pero ni la acefalia ni la conversión del administrador con cargo caducado en administrador de hecho son consecuencias necesarias del transcurso del plazo. Como he dicho, es más conforme con la naturaleza de los cargos corporativos entender que aquellos a los que caduca su nombramiento entran «en funciones», como dice el artículo 35.1 II LCoop.
Pues bien, esta configuración de la duración del cargo no tiene sentido en el marco organizativo de un contrato de sociedad. En la sociedad no hay órganos ni juntas en el sentido de reuniones periódicas de los miembros, no hay membrecía ni, por lo tanto, mayorías cambiantes. Solo hay decisiones contractuales de los socios. Por tanto, en una corporación como la sociedad limitada en la que el legislador recurre a menudo para establecer reglas supletorias al contrato de sociedad (al régimen de las sociedades de personas), no tendría sentido ni la norma del 221.2 LSC ni la del 222, es decir, que la duración del mandato dependiera de un acto institucional periódico inexistente en el contrato de sociedad. Además, los costes de agencia son más bajos porque los típicamente «pocos» socios de una SL no sufren problemas de acción colectiva para controlar a los administradores y ça va de soi, los socios pueden destituir ad nutum a los administradores que no sean administradores privativos por aplicación de las reglas generales del mandato.
Resulta sorprendente que el legislador no haya limitado la posibilidad de destitución ad nutum y sin que conste en el orden del día de los administradores en la sociedad anónima (art. 223 LSC) como sí ha hecho el legislador de cooperativas (art. 35.3 LCoop que requiere de mayoría absoluta de los cooperativistas para destituir a los miembros del consejo rector si su cese no figura en el orden del día; en las asociaciones, el legislador no se ocupa del tema, que remite a los estatutos). Pero la sopresa desaparece si recordamos que, desde 1951, la sociedad anónima «española» no es una corporación «pura», como lo es, por ejemplo, la alemana o norteamericana, que reconocen la independencia de los administradores respecto de la junta en mucha mayor medida.
De ahí que el artículo 221.1 LSC prevea la duración indefinida para el cargo en la SL. Y de ahí también que en la SL se pueda establecer duraciones distintas para cada administrador. La corporación exige estandarización porque la membrecía que, en cada momento, han de aplicar y soportar la aplicación de las reglas es cambiante. Unas reglas menos estandarizadas, es decir, demasiado «adaptadas»a las preferencias idiosincráticas de los miembros que lo eran en el momento en que se adoptaron, devendrían fácilmente inidóneas cuando se produjera cualquier cambio en la membrecía lo que explica el carácter imperativo (para la mayoría competente para modificar los estatutos) de muchas normas incluidas en la Ley de Sociedades de Capital, incluidas, en este ámbito de cuestiones, las del artículo 223 LSC, que prohíbe reforzar las mayorías para el cese de los administradores en la sociedad anónima pero no en la sociedad limitada.
La conclusión es que el administrador con cargo caducado no es administrador de hecho. Es administrador de derecho que ejerce el cargo «en funciones» o interinamente. La norma del artículo 35.1 II de la Ley de Cooperativas debe aplicarse analógicamente a la sociedad anónima.
La responsabilidad del administrador de hecho
Según Pérez-Millán, dado el tenor literal del artículo 236.3 LSC, la responsabilidad del administrador de hecho, como «extensión» de la de los administradores de derecho, es una «responsabilidad orgánica»,
«… y eso significa que presenta especialidades respecto del Derecho común tanto respecto del supuesto de hecho como de sus consecuencias jurídicas.
La particularidad más relevante por lo que hace al supuesto de hecho que desencadena ese tipo de responsabilidad es que no comprende únicamente acciones o comportamientos activos que generen o aumenten aquel riesgo que se materializa en daños patrimoniales (para la sociedad, los socios o terceros), sino que incluye asimismo simples omisiones o meros comportamientos negativos, no solo dolosos, sino también negligentes (p. ej., sobre la posible responsabilidad por deudas de los administradores de hecho, STS 455/2017, de 18 julio; o STS 232/2024, de 25 enero). La responsabilidad de los administradores, de derecho o de hecho, no es en ese sentido una responsabilidad por injerencia o participación en hechos lesivos o dañosos (como inductores, cooperadores, cómplices) sino una responsabilidad por asunción».
A mi juicio, los administradores son órganos de una corporación (vínculo orgánico si se quiere) y, a la vez, tienen un vínculo contractual que concreta sus derechos y obligaciones. El vínculo orgánico prevalece sobre el contractual (sin perjuicio de las consecuencias indemnizatorias del incumplimiento del contrato a cargo de la corporación y en favor del administrador).
En el plano de la representación, tiene sentido distinguir entre representación ‘orgánica’ y representación ‘voluntaria’ (o legal) porque el régimen jurídico y la protección de los terceros es diferente y esas diferencias se explican, básicamente, porque los administradores no «extienden» la capacidad de obrar de la persona jurídica corporativa, sino que la hacen posible. Pero esta diferencia no existe en el ámbito de la responsabilidad. En efecto, la diferencia clave entre un administrador y un mandatario se encuentra en que un mandatario «exige» de la existencia e independencia de un «mandante» que tiene su propia voluntad. Pero un administrador de una corporación no tiene «mandante». La persona jurídica corporativa carece de capacidad de obrar independiente de sus órganos. La persona jurídica es solo un patrimonio con capacidad de obrar gracias a su órgano de administración y con capacidad de formarse una voluntad gracias a su órgano asambleario. Y como la corporación personificada es un patrimonio, puede «responder» en los mismos términos que responde un individuo con todos sus bienes (art. 1911 CC). Sin el administrador, la persona jurídica no puede actuar. Pero no necesita del administrador para responder, porque son los patrimonios —de los individuos y las personas jurídicas— los que responden.
Como son los patrimonios en los que se sucede mortis causa a través de la herencia o inter «vivos» a través de la fusión y la escisión de personas jurídicas: v., La persona jurídica, 2023, p 43 ss.
Esas consecuencias que describe Pérez-Millán se predican, en general, de la responsabilidad contractual. El deudor responde de los daños que haya causado por omisión y es bien conocida la responsabilidad que se genera por omisión de los deberes de garante. La responsabilidad de los administradores por las deudas de la sociedad (art. 367 LSC) es una responsabilidad legal por deuda ajena basada en la infracción de la obligación de disolver y en la prohibición de contraer nuevas deudas estando la sociedad en causa de disolución. La aplicación de las reglas generales de la responsabilidad contractual y extracontractual no conducirían a afirmar tal responsabilidad en los términos del artículo 367 LSC, solo en los términos de la acción social o de la llamada «acción individual» de responsabilidad. Por tanto, se puede dudar de la utilidad de hablar de «responsabilidad orgánica» como sí es útil hablar de «representación orgánica».
De hecho, un poco más adelante en su exposición, Pérez-Millán llega a consecuencias parecidas:
«La razón por la que se exige un ejercicio sistemático de las funciones de administración para calificar a un sujeto como administrador de hecho consiste precisamente en que se está ante una responsabilidad por asunción. Para daños consecuencia de actos de administración aislados, cabe recurrir sin más a las normas generales sobre la responsabilidad extracontractual y, en su caso, a las distintas formas de participación en la comisión de un hecho lesivo. En cambio, como regla, solo una injerencia sistemática en la gestión pude considerarse una actividad de administración de hecho que hace surgir para quien la realiza deberes y responsabilidades semejantes a los de los administradores. Pero la asunción de esa responsabilidad no depende tanto del ejercicio durante un determinado período de tiempo de las funciones de los administradores, sino de que efectivamente se haya adquirido el dominio sobre los riegos derivados de la actividad de la sociedad y en consecuencia se tenga el deber de controlarlos».
La influencia real en la compañía como elemento decisivo en el supuesto de hecho de la doctrina del administrador de hecho
«… los tribunales británicos al determinar si debe calificarse a una persona como administrador de hecho requieren que asuma un rol en la compañía suficiente como para imponerle deberes fiduciarios (Holland [2011]) y aplican precisamente un undertaking test (Ultraframe [2005]; Vivendi [2013]). En términos semejantes, la jurisprudencia y la doctrina alemanas se refieren a una responsabilidad por asunción (Übernahmeverantwortung) (BGH 21 de marzo 1998; Fleischer, MüKoGmbH, 2023, § 43 Rn. 277)».
No sé si esto no es más que otra forma de formular la idea de que alguien es administrador de hecho porque «de hecho, administra». El autor explica que, en Alemania se ha intentado extender «la aplicación de las normas sobre la responsabilidad contractual» a los administradores de hecho «fingiendo» la existencia de una relacíon obligatoria entre el administrador de hecho y la corporación y una «vinculación especial» entre el primero y el tercero que resulta dañado. No sé si puede trasladarse esta complicada construcción a nuestro derecho (no sé si lo permite la diferente estructuración de la responsabilidad extracontractual en Alemania y España). La cuestión parece más sencilla. La responsabilidad del administrador de hecho frente a la corporación es evidentemente contractual. La alegación en contrario por parte del administrador de hecho sería ridículamente contraria a la buena fe. En cuanto a los terceros, nadie puede administrar una corporación sin, al menos, la tolerancia de los órganos de la corporación (los administradores de derecho o los miembros de la corporación que tienen legitimación activa para regularizar la situación), de modo que (i) no hay duda de que el administrador de hecho responde de los daños que cause con su conducta a la corporación —responsabilidad contractual— y (ii) no hay duda de que el administrador de hecho responde extracontractualmente en los mismos términos que un administrador de derecho (v., art. 1738 CC). O sea que la norma legal del artículo 236.3 LSC es «declarativa» y, de hecho, la doctrina del administrador de hecho, en lo que se refiere a la responsabilidad contractual, extracontractual y penal estaba claramente establecida antes de la promulgación de dicho artículo.
En todo caso, Pérez-Millán concluye reconociendo que «la mayor flexibilidad del Derecho español sobre responsabilidad extracontractual, con una cláusula general (1902 CC) que comprende en principio también daños puramente económicos o patrimoniales causados por comportamientos negligentes, facilitaría situar en ese ámbito los deberes de cuidado de los administradores, pero en cualquier caso se trata de deberes que surgirían por la asunción de las funciones de administración. En definitiva, los administradores, tanto de derecho como de hecho, ocuparían con la consiguiente responsabilidad una posición de garantía en sentido amplio que derivaría de su poder de organización fáctico o del rol social asumido respecto del dominio de un determinado sector de riesgos (Marín de la Bárcena, La acción individual de responsabilidad frente a los administradores de sociedades de capital, 2005, págs. 141-142 y 150)».
Constituye administración de hecho la de los «administradores indirectos«, «que imparten instrucciones a los administradores porque la actividad debe haberse ejercitado de forma autónoma o independiente. Ser «el que manda en la empresa» (con cita de la STS 26-I-2007, STS 4-XII-2012; SAP Madrid 23-XII-2016; SAP Córdoba 6-IV-2017) con desplazamiento, en su caso, de los administradores de derecho».
Fundamento de la responsabilidad del administrador de hecho
Pérez Millán explica muy bien que estamos ante una responsabilidad por asunción (de una posición).Y para que se pueda decir que el administrador de hecho ha «asumido» la posición de administrador —y por tanto, ha de responder como tal— es necesario que haya desarrollado de forma sistemática y continuada las actividades de gestión propias del administrador:
«i) … una actividad de gestión sobre materias propias del administrador de la sociedad; ii) esta actividad tiene que haberse realizado de forma sistemática y continuada, esto es, el ejercicio de la gestión ha de tener una intensidad cualitativa y cuantitativa; y iii) se ha de prestar de forma independiente, con poder autónomo de decisión, y con respaldo de la sociedad… las relaciones de hecho son por naturaleza relaciones duraderas, señalando en concreto que la noción de administrador de hecho hace referencia al desarrollo de una actividad, es decir, a un conjunto de actos coordinados y unificados por su fin… De hecho, la Companies Act requiere expresamente que los administradores de derecho «suelan» actuar bajo sus directrices o instrucciones [sec. 251 (1)]… (en) la doctrina alemana (algunos autores señalan) que el elemento temporal puede pasar a un segundo plano en una valoración en conjunto, por ejemplo, en situaciones de crisis económica de la sociedad cuando se aparta a los administradores de todas las negociaciones dirigidas al saneamiento de la empresa … cuando no hay administradores de derecho, un primer acto de dirección puede bastar para la calificación de una persona como administrador de hecho, por ejemplo, con relación a los grupos de sociedades cuando no hay administradores en la filial… STS 828/2001, de 24 de septiembre…»
Los administradores de hecho no son administradores, responden como administradores
Además, es importante destacar que la doctrina del administrador de hecho permite solo extender a este la responsabilidad de los administradores de derecho, pero no atribuir a aquellos el status y régimen jurídico de estos. Piénsese, por ejemplo, que un administrador de hecho no puede convocar válidamente una junta ni formular las cuentas, ni certificar acuerdos, ni presidir la junta… Así las cosas, es lógico que la jurisprudencia no exija
«… la realización de actos de administración del contrato de sociedad (convocatoria, formulación de cuentas, información a los socios, ejecución de acuerdos de junta, etc.) ni de actos de representación en nombre de la sociedad. Por lo tanto, en realidad legalmente se está aludiendo a una actividad de gestión, en el sentido del desarrollo de la actividad económica que constituye el objeto social, con lo que la cuestión se traslada a la determinación de las tareas en materia de gestión cuyo ejercicio puede calificarse como administración de hecho, y al respecto está generalizada la idea de que el administrador de hecho debe asumir funciones de alta dirección que afecten al conjunto de la gestión… el poder de decisión sobre la gestión es el elemento clave de la administración de hecho».
Y es que no hay nada de corporativo y, por tanto, de «orgánico» en la doctrina del administrador de hecho. El administrador de hecho no es administrador. Responde como un administrador en aplicación de las reglas generales sobre responsabilidad contractual y extracontractual.
Pero, nos cuenta Pérez MIllán que
«…la doctrina alemana, siguiendo a la suiza, considera decisivo el ejercicio de funciones específicamente orgánicas de forma típicamente orgánica (Fleischer, AG, 2004, pág. 524). Esa fórmula puede ser útil en el sentido de que la administración de hecho se caracterizaría por la asunción de funciones reservadas legalmente a los administradores o por la invasión de sus competencias. Y es una fórmula que puede utilizarse para abordar los grupos o familias de casos que suelen plantearse en la práctica».
Pero esto no parece coherente con lo que se ha dicho antes acerca de que lo decisivo es si el administrador de hecho controla o dirige la gestión de la empresa social. Dar instrucciones a los empleados no es una labor «orgánica» en el sentido de ocuparse del funcionamiento de la corporación. Es una labor de gestión. En términos de división del trabajo, diríamos que no es un administrador de hecho el que suplanta al presidente no ejecutivo del consejo de administración (siendo el presidente no ejecutivo el que lidera el Consejo, preside reuniones, fija la agenda, asegura buen gobierno corporativo, supervisa la estrategia y gestiona la relación con el CEO y los accionistas) sino el que suplanta al consejero-delegado. Y, más claramente, cuando se pretende calificar a un tercero como administrador de hecho (asesores profesionales externos o acreedores). Son administradores de hecho en el caso extremo que influyan decisivamente en decisiones de gestión o, como dice el artículo 226 LSC, en «decisiones estratégicas y de negocio».
¿Respaldo de la corporación?
Resulta chocante que se afirme (el autor cita la STS 22-VII-2015) que, para que haya administración de hecho, «había de tratarse de una actividad prestada (literalmente) «con el respaldo de la sociedad»… conocimiento y consentimiento, tolerancia o aquiescencia». Porque la persona jurídica «respalda», «conoce», «consiente, «tolera» o «aquiesce» si lo hacen sus órganos (de acuerdo con la distribución de competencias y funciones). Por eso, dice correctamente Pérez-Millán esto:
«El problema de ese tipo de afirmaciones consiste en seguir de ellas que es necesario que la mayoría de los socios conozcan y consientan la actuación de los administradores de hecho. En última instancia se trata de una reminiscencia de una visión o concepción formalista de la administración de hecho que la conecta con un nombramiento formal, implícito o tácito, o con una apariencia de administración».
Y resuelve correctamente el problema como un problema de imputación. De nuevo, las personas jurídicas son patrimonios y a los patrimonios les podemos imputar consecuencias patrimoniales,entre ellas las que deriven de la conducta de aquellos individuos que actúan, con nombramiento o sin nombramiento, por cuenta y con efectos sobre ese patrimonio en circunstancias tales que sea valorativamente coherente hacerlo. Básicamente, el administrador de hecho se ocupa del patrimonio social sin oposición de los que podrían impedírselo (los administradores de derecho, los socios…). El administrador de hecho actúa en interés y beneficio del patrimonio social (normalmente porque tiene un interés económico en dicho patrimonio como socio mayoritario), ergo, aplicando los criterios generales de imputación de responsabilidad (v., art. 31 bis CP), no hay dificultad alguna en afirmar la responsabilidad del patrimonio social por los actos de estos administradores de hecho:
«… la actividad de los administradores de hecho sea imputable a la sociedad en la medida en que presupone el ejercicio de funciones propias de los administradores. Pero la imputación a la sociedad no se sigue de la presunta voluntad de los socios sino que deriva de la conducta de sus órganos por no haber adoptado las medidas oportunas para evitar la asunción o invasión de las competencias propias de los administradores por otras personas: si hay administradores de derecho, porque estos no han impedido que otras personas invadan sus competencias; si hay nombramiento ineficaz de administradores, porque el acuerdo de su nombramiento es imputable a la sociedad; si ni siquiera hay nombramiento formal de administradores, aunque quepa entonces suponer al menos la tolerancia de la situación por parte de algunos socios, porque esa omisión también resulta achacable a la sociedad por la inacción de sus órganos».
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