Por Fernando Martínez Sanz
Introducción
Bajo circunstancias muy determinadas, en la calificación del concurso de una sociedad mercantil se puede declarar la responsabilidad de sus administradores por el llamado déficit concursal. En concreto, la apertura de la fase de liquidación obligará a formar la sección de calificación y será necesario acreditar que la conducta de dichos administradores ha tenido relevancia causal en la generación o agravación de la insolvencia (art. 456. 1 TRLC).
La reforma de la Ley Concursal de 2020 (artículo 456.2 TRLC) definió de una manera peculiar qué se habría de entender por “déficit concursal”. No como las cantidades que los acreedores dejen de cobrar en la liquidación de ese concurso, sino como la diferencia entre el valor de los bienes y derechos de la masa activa que resulte del informe de la administración concursal y la suma de los importes de los créditos reconocidos en la lista de acreedores de ese mismo informe.
No estamos seguros de que la decisión del legislador de delimitar en estos términos el déficit concursal resulte la más acertada, aunque en esta entrada me limitaré a exponer las consecuencias prácticas de dicha decisión y resaltar, de paso, un problema endémico de la forma en que se lleva la contabilidad en muchas de nuestras sociedades y el impacto que tiene la actual norma legal sobre el comportamiento esperable de los administradores y su escasa idoneidad para corregir algunas de las deficiencias que se advierten.
El origen del problema: la tendencia a sobrevalorar las partidas del activo y los escasos incentivos para modificar este comportamiento
Situémonos en un estadio anterior en el tiempo y pensemos en cualquier sociedad de tamaño pequeño-medio, especialmente si no cuenta con auditores (aunque, por desgracia, tampoco es excluible en el caso de que intervengan estos profesionales). La práctica enseña que con más frecuencia de la que sería deseable las sociedades lucen en su contabilidad activos sobrevalorados (cuentas de clientes que no se deterioran pese a las dudas sobre su “cobrabilidad”, materias primas, producto terminado inexistente o muy sobrevalorado, etc.). Por razones que no son difíciles de entender (pues con ello aumenta el valor del activo y dificulta o retrasa que aparezca la causa legal de disolución, tan temida para los empresarios y sus asesores contables), dichas partidas se van manteniendo inalteradas en las cuentas anuales en los sucesivos ejercicios.
En definitiva, el empresario va dilatando la decisión de poner al día sus balances (actualización que, por cierto, es una de las recomendaciones de la Guía Legislativa UNCITRAL sobre el régimen de la insolvencia). Se trata, sin duda alguna, de una conducta que en el seno del concurso podrá integrar el tipo de las “irregularidades contables relevantes” del artículo 443.5º TRLC para calificar el concurso de culpable (como revelan buena parte de las sentencias dictadas en esta materia), pues la sociedad habría estado mostrando a los terceros una situación de solvencia patrimonial muy alejada de la realidad, pudiendo haber confiado dichos terceros en la imagen reflejada en las cuentas anuales para tomar decisiones como la de financiar a la deudora o contratar con ella.
Pero, sea como fuere, lo que es indudable es que esto le ha podido servir a la sociedad para no incurrir en causa legal de disolución por desbalance, y a sus administradores, para mantenerse al abrigo de la responsabilidad por pérdidas (art. 367 LSC), por lo que no habría grandes incentivos en corregir la situación. Sencillamente, el administrador, a quien se le advirtió del problema y se le ofreció la “solución sencilla”, la habría aceptado sin reparar demasiado en las consecuencias a largo plazo.
El dilema en caso de tener que solicitar el concurso
Ahora bien, como desbalance e insolvencia no están forzosamente vinculadas, es muy posible que esta defectuosa contabilización no logre impedir que la empresa tenga que ir al concurso porque le sea imposible atender las obligaciones vencidas.
En la tesitura de preparar la solicitud de concurso, el deudor (y sus asesores) tendrán dudas sobre si deben proceder a una corrección valorativa en este momento, a fin de poder ofrecer una imagen real de lo que se tiene (pensará el deudor: si no lo hemos hecho antes, hagámoslo de cara a presentar ante el juzgado unas cifras lo más ajustadas a la realidad).
Con todo, creemos que son muy pocos los incentivos del deudor para semejante “ejercicio de realismo”. En muchos de esos casos, la empresa es perfectamente consciente de que sus activos se encuentran sobrevalorados y que, en una eventual y más que posible formación de la sección de calificación, con una administración concursal medianamente avezada, se acabe proponiendo la calificación de culpabilidad por esas —evidentes— irregularidades contables (siempre que, claro está, tengan “materialidad” suficiente). Es un riesgo que está ahí.
Ahora bien, a la hora de tomar esta decisión de corregir valores, ese deudor, a poco informado que esté, verá que la norma legal que habilita para reclamar de las personas afectadas por la calificación esa responsabilidad a la cobertura del déficit toma como base la relación entre activo y pasivo que resulte del informe de la administración concursal (pero no el informe de calificación sino el informe provisional del art. 290 TRLC). Y claro, la única forma de minimizar ese riesgo es dejar las cosas como están y no depreciar los activos justo en el momento de la solicitud de concurso, pues son mayores los inconvenientes que las ventajas (y si se piensa bien, ello tampoco le libraría del reproche de que las cuentas anuales de ejercicios anteriores no reflejaban la imagen fiel). Llegados a ese punto, el objetivo práctico fundamental del deudor será que la cifra del activo resulte lo más elevada posible en relación con la masa pasiva. Es a lo que aboca el artículo 456.2 TRLC.
Pero —se nos dirá— la administración concursal también ha validado esos valores del activo en su informe provisional. Es cierto, pero no puede obviarse que dicho informe se emite en un plazo de tiempo muy breve (dos meses desde la aceptación del cargo), teniendo además en cuenta que habrá estado muy ocupada con las comunicaciones de los acreedores y la consiguiente calificación de créditos y, a lo sumo, habrá podido valorar el privilegio especial en el caso de bienes inmuebles hipotecados, encargando las correspondientes tasaciones (art. 273 TRLC). No hay tiempo material, por ejemplo, para verificar si los deudores que figuran en las cuentas a cobrar del activo de la concursada son o no solventes, o si el stock de materias primas existe realmente en la cantidad y valor que figura en el inventario.
Por no hablar de otro incentivo perverso, y es que la retribución de la administración concursal se calcula fundamentalmente por referencia al valor de la masa activa (vid. anexo del R.D. 1860/2004), por lo que tampoco puede decirse que esté muy interesada en rebajar dichos valores, salvo casos muy evidentes (p. ej., participaciones en otras sociedades vinculadas, que también hayan sido declaradas en concurso junto con la deudora, sobre todo si es un concurso “liquidativo”).
En conclusión,
Como puede advertirse, no parece que la idea inspiradora del artículo 456.2 TRLC (que define y “petrifica” la existencia o no de déficit concursal a partir de la relación entre activo y pasivo que resulte del informe provisional de la AC) sirva para corregir conductas de los administradores sociales en el sentido al que debería aspirarse (que las cuentas anuales reflejen de la forma más ajustada posible la verdadera situación del patrimonio de la empresa, también, pero sobre todo, cuando aquella atraviesa por dificultades económicas). Adelantar el momento de acometer la reestructuración o, en su caso, acudir al concurso si el negocio no es viable (uno de los objetivos de la legislación de la Unión Europea), pasa por que la información que arrojen las cuentas anuales sea lo más actualizada y realista posible. Y la norma legal comentada camina precisamente en la dirección opuesta.