Por Gonzalo Quintero Olivares
Históricamente, el principio acusatorio es una derivación del ideario jurídico que precedió y acompañó a la Revolución francesa. El postulado esencial es que el juez que decide sobre los derechos de un ciudadano, especialmente sobre su libertad, no ha de contaminarse a priori eligiendo al ciudadano que se ha de juzgar y los motivos por los que debe ser enjuiciado, sino que ha de ostentar una posición pasiva respecto de todo aquello que no sea la privación o intervención de derechos fundamentales. El principio acusatorio es una garantía que tiene rango de conquista histórica, cuya plasmación se produjo con el Código de Instrucción Criminal francés de 1808, que, además, atribuyó su ejercicio exclusivamente al Ministerio Público. Conforme a ese modelo, los ciudadanos, incluidos los perjudicados, denunciaban ante el Fiscal, accediendo al proceso como parte civil si son perjudicados. La aparición del Ministerio Público fue anterior al establecimiento del principio acusatorio. España tuvo a los Fiscales del Crimen mucho antes de 1882, y Francia introduce la obligada presencia de los Procuradores del Rey en la Ordenanza Criminal de 1670, pero ni unos ni otros afectaron a la subsistencia del principio inquisitorio, que proporcionaba al Juez libertad absoluta de actuación.
Sonoras censuras han provocado la decisión del Gobierno de aprobar un Proyecto de Ley de reforma de la Ley de Enjuiciamiento criminal, cuya novedad más destacada es la atribución de la dirección de las investigaciones penales a los fiscales, tal como ocurre en la mayoría de los países europeos, en los que la regla es el sistema acusatorio, protagonizado por el Fiscal, dejando al Juez en la función de garantizar derechos y libertades durante la investigación. La protesta de las asociaciones judiciales es comprensible, pero solo en parte, y, en la parte en que no tienen razón las causas son variadas.
La Constitución no impone un modelo de proceso, pero sí crea obligaciones, como la de respetar el principio de igualdad entre partes y a la función del juez, como responsable de la tutela judicial. En nuestro proceso penal perviven muchos aspectos del sistema inquisitorio. Y nada tiene de extraño el que haya incompatibilidades entre una Ley de 1882 y una Constitución de 1978. Así y todo, la Exposición de Motivos de la Ley aún vigente, alababa las excelencias del principio acusatorio, pero lo cierto es que ese principio solo aparece razonablemente asentado en la fase del proceso que se designa como «plenario”, pero es poco significativo en la fase de instrucción.
Otro dato a considerar es la línea marcada por el Tribunal Constitucional en orden a que los Jueces no se impliquen con actos inequívocos que pongan de manifiesto que el juez instructor ha elegido la dirección que ha de seguir la investigación y quién debe ser imputado y quiénes han de ser los testigos y cuáles las pruebas. No es aceptable que sea el juez instructor quien elija la orientación que debe seguir la investigación y quiénes deben ser los testigos o cuáles los elementos de prueba. Fácil es ver, por citar un solo hecho, lo incompatible que son las exigencias de imparcialidad con la posibilidad, en manos de los actuales Jueces de Instrucción, de incoar procedimientos criminales partiendo de denuncias anónimas, o infundadas notitiae criminis, o a impulso de acciones populares guiadas por cualquier sentimiento menos el deseo de participar en la Administración de Justicia.
Así las cosas es fácil convenir en que el ideal de recta e imparcial justicia resulta mejor garantizado a través del modelo acusatorio, que, a su vez, ha de compatibilizarse con la necesidad de que el juez no permita la impunidad o la desviación de la justicia, y si, para dictar sentencia, juzga precisa una prueba o una información, que no ha sido aportada por las partes, lo correcto será que, para esa finalidad, y sin desviar el sentido de la acusación, pueda proponerlo a esas mismas partes. Oponerse a ello en nombre de un respeto exacerbado a una determinada interpretación del alcance del principio acusatorio sería exagerado.
En España, con las excepciones que se quiera, la judicatura se ha aferrado tradicionalmente, incluso hoy, al principio inquisitorio rechazando ese rol pasivo que el buen sentido recomienda, y ello siempre en nombre de la misma convicción: únicamente así queda preservada la ciudadanía de la lenidad o parcialismo de fiscales y abogados. La indecisión del legislador españole en esta materia pone de manifiesto que no ha entendido, o no ha aceptado, que la falta de aceptación del principio acusatorio a cargo, exclusivamente, del Ministerio Público, determina la solución a dar a todos los problemas relacionados con el desarrollo del proceso penal.
Cuanto mayor sea el carácter inquisitorio del proceso mayor será el riesgo de abusos en el ejercicio de la jurisdicción y crecerá ese peligro (sin entrar en el problema de los “jueces estrella”), que se reducirá cuanto mejor implantado esté el principio acusatorio. Un juez independiente, con monopolio de la jurisdicción, como sin duda debe ser, cuyas decisiones no conocen otro camino de modificación que el eventual recurso, dispone de un poder casi omnímodo, al menos durante un cierto tiempo, si, además, puede elegir libremente la línea de investigación a seguir, el carácter penal potencial de determinados hechos, los responsables finales de los mismos, aunque luego resulten ser éstos otras personas, etc.
Claro está que no es posible hablar del problema del principio acusatorio detenerse en la figura que está llamada a ejercerlo, que es el Ministerio Público. En este contexto de revisión del proceso por mor inicial de las decisiones del Tribunal Constitucional, surgió hace ya años la posibilidad de que el Fiscal asumiera tareas de instrucción, o, cuando menos, de mayor protagonismo en la investigación de los delitos. He dicho “investigación”, y no “instrucción”, actividad que solo debe ser judicial. Si la actividad instructora incluye tanto el trabajo de investigación y reunión de pruebas documentales y testificales, como el de acordar intervenciones o limitaciones en los derechos fundamentales de los ciudadanos, es evidente que, esa segunda parte, no puede depender del Fiscal. En cambio, no debería haber obstáculo en admitir que es posible y razonable, además de constitucionalmente conveniente, separar esa tarea de las misiones del Juez y atribuírselas al Fiscal. El fortalecimiento del principio acusatorio conlleva, lógicamente, la reducción a lo imprescindible – por razones constitucionales – la intervención judicial previa al juicio. El procedimiento abreviado, prescindiendo de los defectos, corregibles, que pueda tener, es una manifestación de ese propósito claro de reducción de la actuación instructora clásica.
Por lo tanto, es incorrecto recabar una competencia instructora para los Fiscales, si por instrucción se entiende todo lo que en la actualidad hacen los Jueces instructores. El Fiscal ha de dirigir la investigación y reunir pruebas, para fundar, si es el caso, una acusación, siempre sin olvidar que la conquista del Estado de Derecho es el principio acusatorio, y no lo contrario.
Como es lógico, todos esos cambios pasan por una condición sine qua non previa: la revisión de la organización del Ministerio Público y la relación con el Gobierno de su máximo jefe (el Fiscal General del Estado). En relación con este importantísimo problema se imponen algunas advertencias: hay que diferenciar entre la dependencia jerárquica, que marca el régimen interior de los miembros del Ministerio Fiscal y la relación entre el Fiscal General del Estado y el Gobierno que lo nombra.
El Ministerio Fiscal está jerarquizado, es cierto, y así lo establece el art.124-2 de la Constitución, pero eso tiene una teórica razón de ser que es la unificación de criterios en su funcionamiento ante los Tribunales, lo que incluye la interpretación de las leyes, que sería incompatible con la libre iniciativa de cada Fiscal concreto. Pero en modo alguno la jerarquización puede comportar el deber de obedecer instrucciones que se aparten del respeto a la legalidad, que marca absolutamente su actuación, como también señala el mismo art.124 CE 1 que declara que el Ministerio Fiscal tiene por misión “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social.”
La hipotética asunción de la dirección de la investigación de los delitos por parte del Ministerio Fiscal exigirá una cierta libertad de criterio de cada Fiscal, aunque haya, necesariamente, algunas líneas de uniformidad y un posible control jerárquico, pero no al punto de marcar todas y cada una de las decisiones investigadoras, que solo habrán de sujetarse a la legalidad.
Conocida la tendencia de los Gobiernos españoles a querer controlar la actuación del Fiscal como si éste fuera un brazo más de la Administración, esa imprescindible libertad será posible causa de problemas en los que muchas tensiones incidirán en el hilo que vincula al Gobierno con el Fiscal General y a éste con los Fiscales, por mucho que se reconozca la jerarquía, que nunca podrá sobreponerse a la legalidad y a las reglas aceptadas sobre interpretación de las normas.
Es, pues, inevitable la revisión del modo de elección del Fiscal General del Estado, hoy está establecido en la Constitución con un sistema que mayoritariamente se considera defectuoso, por no decir incompatible con la deseable imagen de autonomía del Fiscal General.
Establecer un nuevo sistema es tarea delicada, pero no imposible, aunque pueda pasar por una reforma constitucional, pues el art.124-4 CE dispone que el Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial, lo cual no puede obviarse sin una modificación, que, a su vez, debería orientarse a multiplicar las garantías de que la elección no está guiada por intereses sectarios y esa meta solo se podría conseguir exigiendo que el nombramiento vaya precedido de una aprobación del candidato avalada por una mayoría de dos tercios del Congreso, como ya se ha propuesto tanto doctrinalmente como, hace años, por alguna asociación profesional de fiscales.
Claro está que se precisa conciliar muchas voluntades políticas para llevar a término una reforma de esa profundidad, que también necesitaría el compromiso político de los Partidos mayoritarios a renunciar al boicot a cualquier clase de nombramiento, como técnica obstruccionista de la que tenemos sobrados ejemplos en el pasado, y que debiera desaparecer de nuestra vida parlamentaria, por el bien de todos.
Imagen: europeana en unsplash
