Por Gonzalo Quintero Olivares

Hace algunos días una jueza de Badalona accedió a una reiterada petición del Ayuntamiento de que autorizara el desalojo de un antiguo Instituto ilegalmente ocupado desde hacía más de tres años. Se produjo la expulsión, no sin incidentes más o menos graves.

Del problema de fondo poco se puede añadir a lo sabido. La tragedia de las oleadas de inmigrantes ilegales que, empujados por el sueño de Europa, entran en España sin oficio ni dinero ni nadie que les acoja está en la base de todo lo que sucede, sin perjuicio de otros componentes del drama, que no es un simple caso de “okupas”, sino algo mucho más complejo. Y, más allá de las causas, están las consecuencias de insalubridad y violencia que planean sobre el colectivo, que, en ese concreto caso, irradian sobre el barrio en que se ubica el edificio, con la consiguiente constante y creciente protesta de los vecinos, muchos de los cuales estaban incluso atemorizados y rehuían, si podían, transitar por las cercanías del inmueble ocupado.

Tal vez si el desalojo se hubiera ejecutado hace bastante tiempo el conflicto habría aminorado; pero no entraré en la lentitud de las reacciones judiciales en todo lo que se refiere al problema okupa y otros similares, abundando el buenismo a costa de otros, y con la apoyatura complementaria de diversos colectivos pseudo progres que defienden la doctrina de las puertas abiertas sin límite alguno, a toda la inmigración, acompañada de alojamiento, servicios y subsidio económico. Sobre quién lo ha de pagar y cómo asumir y ejecutar esa idea, nada dicen, pero si a alguien se le ocurre objetar con esa clase de argumentos tiene asegurada la poli-calificación de fascista, racista, xenófobo y de alma de criminal. Todo eso pertenece a un debate que la sociedad española debiera afrontar y que no puedo abordar aquí.

En estas líneas me ocuparé solo de si, en este ámbito, es posible y adecuado acudir al derecho (y al derecho penal) para que sea este el que marque lo que se puede hacer y lo que está prohibido. Si se abandona el terreno de los sentimientos y se pasa al del razonamiento jurídico (penal) cambian las reglas del juego y lo que pueda ser moral o ideológicamente admisible no puede aspirar a ser convalidado por el derecho penal.

Los colectivos y partidos políticos que habitualmente defienden la legitimidad de los okupas han decidido emprender acciones contra el Alcalde de la ciudad, como supuesto autor de una larga relación de delitos, cometidos, en todo caso, con la ejecución del desalojo en virtud de una autorización judicial (tal vez ignoren que en algunos Estados europeos los desalojos los ejecuta directamente la Policía sin pasar por Tribunal alguno). Según la noticia de las denuncias presentadas ante la Fiscalía, la actuación municipal, ejecutada, claro está, con el concurso de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, el Alcalde ha incurrido en delitos de denegación de servicios por discriminación, en delito de odio, en desobediencia a la autoridad judicial y prevaricación administrativa. Son imputaciones diversas y cada una merece su propio análisis.

Examinaré esas acusaciones, comenzando por la imputación de un delito de “denegación de servicios por discriminación”, delito previsto en el art.511 del CP, y que comete

“…quien deniegue a una persona una prestación a la que tenga derecho por razón de su ideología, religión o creencias, su situación familiar, pertenencia a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, edad, orientación o identidad sexual o de género, razones de género, de aporofobia o de exclusión social, la enfermedad que padezca o su discapacidad…”

La descripción es clara, aparentemente, pero gravita sobre una condición razonable, aunque de difícil interpretación, cuál es la de “tener derecho”, porque en la interpretación de esa cláusula limitativa late la esencia de uno de los más graves problemas de la inmigración ilegal, a saber: la tesis de que quien pone el pie en territorio español tiene ipso facto un paquete de derechos que las autoridades españolas han de respetar, sin que quepa, por supuesto, ni el rechazo ni la expulsión.

Claro está que existen declaraciones jurídicas supranacionales sobre el deber que tienen todas las naciones civilizadas de amparar a quienes lo necesitan. La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea garantiza el derecho a la dignidad humana, a la educación, a condiciones de trabajo equitativas y justas, la asistencia sanitaria, y la tutela judicial para todas las personas que se encuentren en el territorio de la UE. Esas declaraciones no obligan a los Estados miembros, y son solo principios orientadores que cada legislación recoge en la medida que quiere. Pero también se reconoce a los Estados el derecho a regular la entrada y residencia en su territorio y el régimen jurídico de esas situaciones no puede considerarse “derogado” por los principios mencionados. Sería negar la realidad (jurídica) sostener que las declaraciones internacionales tienen tal fuerza y prevalencia que generan un auténtico derecho subjetivo de todos los que están física pero ilegalmente en territorio español, a permanecer en él y a recibir techo, manutención, y las demás necesidades, de modo tal que está limitada la capacidad de decisión de las Administraciones públicas y sobreponiéndose a los derechos de cualquier otro colectivo. Por supuesto que se podría llegar a otras conclusiones negando el derecho de los Estados a regular el ingreso y la residencia en su territorio, pero esas consideraciones son jurídicamente insostenibles, y siendo así, la imputación de un delito de denegación de servicios obligados carece de fundamentación jurídica posible.

A renglón seguido se lanza la acusación de desobediencia a un mandato judicial, delito que habría cometido el Alcalde por no haberlo cumplido. El delito de desobediencia se describe en el art.410 CP (las autoridades o funcionarios públicos que «se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior, dictadas dentro del ámbito de su respectiva competencia» ), y su comisión requiere una orden clara y, sobre todo, legítima por parte de la autoridad que la dicta, y  a eso se ha de añadir que el sujeto obligado tenga voluntad de desobedecer, que no es lo mismo que la imposibilidad de hacerlo. En el caso, el Juzgado de lo contencioso-administrativo, que autorizó la desocupación, indicó al Ayuntamiento que debía prever medidas para protección de los desalojados. Al parecer, la Fiscalía también se ha interesado por ese punto. Pero lo cierto es que la resolución judicial señalaba que el desalojo se debía llevar a cabo «siguiendo el protocolo de asistencia para las personas sin techo de los servicios municipales a los efectos de prestarles la atención del programa de atención social». En la notificación constaba que «no hay presencia de niños y mujeres permanente en el recinto«. La decisión judicial, con base a concretos informes municipales, señalaba que al tiempo del lanzamiento se había de activar un dispositivo municipal para atender a aquellas personas que hagan una demanda social concreta. Ese dispositivo consistió en la instalación de una carpa por parte de los trabajadores de servicios sociales y lo cierto es que, en un primer momento, solamente unas 30 personas acudieron a pedir ayuda, y la recibieron, cantidad que ha ido incrementándose con el paso de los días. Sobre los motivos por los que muchos no quisieron hacerlo se puede especular, pero el más importante habrá sido el temor al expediente de expulsión, aunque a buen seguro contribuyen otras razones. Lo que, sin duda, es un despropósito es la pretensión de configurar un delito de desobediencia.

En la misma línea de desatinos se inscribe la acusación de prevaricación administrativa, que supuestamente habría cometido el alcalde al ordenar, con el respaldo de una resolución judicial, el desalojo del edificio ocupado. Según parece desprenderse del relato de los denunciantes (que, básicamente, desconoce lo que es la prevaricación) el delito existía porque la “resolución” de ordenar la expulsión de los ocupantes era en sí misma arbitraria e injusta, pues la falta de un “alojamiento alternativo” ya se denunciaba como “esencia” de la desobediencia.  Siendo así, la supuesta prevaricación se basa en que la decisión misma del desalojo era contraria a derecho —lo cual es falso— pues no se puede pretender configurar el delito de prevaricación en base a razonamientos pseudo-jurídicos ajenos al derecho positivo; y eso es precisamente lo que sucede cuando el punto de partida es el de que cualquiera tiene derecho a entrar e instalarse en España sin restricción alguna, discurso que, como he dicho antes, es respetable en el plano de las ideas políticas, religiosas o morales, pero es ajeno al derecho, y el orden jurídico no es una arbitrariedad sino una creación del Estado respaldada por la Constitución que configura el marco necesario para la convivencia.

La lista de imputaciones se cierra con la denuncia por delito de odio y discriminación, sin concretar si se refiere a las prestaciones de servicios —que se les habrían denegado por ser quiénes eran— o a que las personas desalojadas eran inmigrantes ilegales que, además, pertenecían a otra etnia. Ni en una ni en otra hipótesis cabe hablar de delito cometido con o por odio y discriminación. Efectivamente esas circunstancias se daban en los expulsados, pero no eran las determinantes de la expulsión sino la ilegalidad de la okupación permanente del antiguo Instituto. Claro está que, como quiera que el grupo político al que pertenecen los denunciantes tiene, en sus bases doctrinales, las ideas de una de sus fundadoras,  y antigua alcaldesa de Barcelona, sobre la legitimidad de las okupaciones, y, por lo tanto,  la convicción de que el okupa no puede ser turbado en su derecho, las consecuencias derivadas son de fácil deducción: quien se dirija contra los okupas no puede invocar derecho alguno y, siendo así, su actuación ha de ser necesariamente calificada de arbitraria y discriminatoria.

El problema jurídico de fondo es grave, y, sobre todo, es muy importante no confundir la inmigración ilegal con el movimiento okupa y sus muchas y variadas manifestaciones. La inmigración requiere regulación, por supuesto, pero sea cual sea la que se adopte es seguro que nunca dará lugar a la desaparición de toda clase de controles sobre la entrada y permanencia en territorio español. Ya sabemos lo difícil que es poner puertas al campo, y eso es lo que ocurre con las llegadas masivas de inmigrantes irregulares a los que, evidentemente, hay que recibir, al menos, en un primer momento. Los pasos sucesivos no pueden conducir inexorablemente al derecho de residencia y a toda una larga relación de prestaciones, y todo acompañado del derecho subjetivo a recibirlas. Reconocer eso es, por supuesto, duro, y es más grato defender la posición contraria. Pero el Estado no se puede transformar en una ONG, por mucho que esa idea anime el discurso de políticos que difícilmente llegarán al poder, y, de lograrlo, obrarían de otro modo.


Foto: Pedro Fraile