Por Juan Antonio Lascuraín

 

Hace unos días me sorprendió escuchar cómo en un coloquio radiado sobre el procés un senador catalán independentista acorralaba —como en los chistes— a tres periodistas. «La democracia es votar: es el derecho de los ciudadanos a decidir sobre las cosas que les afectan». Y frente a esta Verdad, venía a decir, «solo nos oponen la ley». A un lado, el lado independentista, el glamur de la democracia; al otro, el lado españolista, eso tan gris, conservador y burocrático que es el ordenamiento jurídico.

Me parece que una de las causas de la expansión social del conflicto catalán es que vaya calando un mensaje tan simplista y falaz. Sí: la democracia es, entre otras cosas, el derecho de todos los ciudadanos a decidir por igual sobre las cuestiones de su organización social. Y esas decisiones se plasman en las leyes —las más básicas en la Ley Fundamental—, que expresan la voluntad del pueblo. Pocas cosas menos democráticas hay que desobedecer la ley, máxime si la desobedecida es la Constitución. Incluso si son muchos los que la desobedecen y si se sienten a sí mismos como mayoría: lo que dicta una buena ética democrática es que constaten formalmente esa mayoría y cambien la ley. En un sistema razonablemente democrático ley y justicia tienden a ser la misma cosa; y si la ley se siente como injusta ha de ser sometida a un proceso formal y mayoritario de invalidación.

Un segundo debate a menudo orillado es el de quién decide qué. De acuerdo en que la democracia consiste en la simetría en la soberanía: en que todos contribuimos por igual al cómo de la organización social. Pero, ¿qué organización?, ¿cuál es la comunidad política? Porque resulta evidente que los españoles no tenemos derecho a decidir sobre las instituciones australianas. Y que tampoco la parte —por ejemplo, los de Ávila— podemos decidir sobre el todo —España—.

Cuál sea la comunidad política de referencia —cielos, la nación— es un problema endiablado al que el Derecho (el Derecho democrático) da una solución. En un momento simbólicamente fundante —el constituyente— una de las cosas más importantes que se decide es cuál es tal comunidad política. Ya sé que la cuestión es compleja y nada carente de aristas, pero en la Constitución española de 1978 la opción fue en esencia por la nación española. Y la Constitución fue abrumadoramente respaldada en las urnas, también en Cataluña. Naturalmente — democráticamente— que eso puede cambiar, pero solo podrá legítimamente cambiarlo el sujeto político existente, que es la nación española. Así lo ha dicho el Tribunal Constitucional:

«los ciudadanos de Cataluña no pueden confundirse con el pueblo soberano concebido como la unidad ideal de imputación del poder constituyente y como tal fundamento de la Constitución y del Ordenamiento»;

ahora bien,

«el planteamiento de concepciones que pretendan modificar el fundamento mismo del orden constitucional tiene cabida en nuestro ordenamiento, siempre que no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de los mandatos constitucionales, y el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución» (STC 138/2015).

La tercera idea de nuestro senador independentista era la de que el procés se había desarrollado de un modo exquisitamente pacífico. Hombre, depende de lo que se entienda por paz. Afortunadamente —y el adverbio es muy sincero en un país regado de sangre por un sector de otro movimiento independentista— no ha habido violencia en la reivindicación de la secesión. Pero no sé si encaja en una sana idea de paz social incumplir las leyes democráticas y tratar de cambiar el modelo territorial de reparto de poder por las bravas, por vías de hecho declaradas ilegales por quien democráticamente —perdonen la necesaria reiteración de la palabra— puede hacerlo: el Tribunal Constitucional.

Se insiste estos días en que el despliegue del poder coercitivo del Estado para impedir el sedicente referéndum ha sido leña para el fuego independentista. Probablemente haya sido así, sobre todo en los casos en los que tal compulsión haya sido o se haya percibido como excesiva. Tanto como que no parece la mejor de las ideas para una sana estrategia de escisión la de tratar de imponer tal consulta y la propia independencia. De la comunidad política española cabe esperar sensatez y sensibilidad si constata un malestar profundo y extendido de los ciudadanos catalanes en relación con el encaje constitucional de Cataluña. Pero me temo que el irrespetuoso rumbo de ilegalidad que ha adquirido el procés en nada abona tal sensibilidad y en mucho alienta la incomprensión. La propia de un colectivo irritado ante la pretensión de que se les ignore en su mayoría para decidir sobre algo que les afecta sobremanera: para decidir el quiénes somos; para decidir sobre algo que es suyo, en un “suyo” establecido de un modo impecablemente democrático.


Foto: JJBose