Por Norberto J. de la Mata

 

La Sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo 459/2019, de 14 de octubre, condena a distintos procesados por delitos de sedición, malversación y desobediencia. La discusión mediática sobre lo que iba a ser y lo que finalmente ha sido se ha desarrollado principalmente en relación con la distinción jurídica entre lo que es rebelión y lo que es sedición y en relación con la cuestión acerca de si los sucesos de Barcelona de 2017 eran subsumibles en una u otra figura delictiva. Poco -o menos- se ha dicho del delito de malversación. Quizás porque poco -o menos- había que decir. Acreditados determinados compromisos presupuestarios, no desvirtuados en el plenario, y acreditada su ejecución por las personas finalmente condenadas, las cuestiones jurídicas relevantes acerca de la aplicación de este delito se limitan a la de decidir si se da el delito por desvío de fondos a actividades “públicas” ilícitas, a la de afirmar o no la existencia de perjuicio patrimonial aunque no llegue a producirse el pago tras el gasto contraído y a la de aclarar la pena a imponer tras aceptar la vinculación de la malversación, en concurso medial, con el delito de sedición. Dice el Tribunal Supremo:

“[…] Los gastos del referéndum relacionados con la publicidad institucional, organización de la administración electoral, confección del registro de catalanes en el exterior, material electoral, pago de observadores internacionales y aplicaciones informáticas, son expresivos de la consciente y voluntaria desviación de destino de los fondos públicos. Supusieron gastos ajenos a cualquier fin público lícito y se ordenaron careciendo de cobertura presupuestaria. Fueron canalizados a través de la estructura de los departamentos de Vicepresidencia y Economía, Exteriores, Trabajo, Salud y Cultura. Se hicieron así realidad […] unos gastos previsibles a partir del acuerdo plasmado por escrito el 6 de septiembre de 2017 y fue la diáfana expresión de su consorcio delictivo” (p. 57).

Entre los delitos patrimoniales y los delitos contra la Administración Pública, el artículo 432 del Código Penal español, en sus números 1 y 2, prevé los dos tipos básicos de malversación propia, que agrava en el número 3 del precepto. Sin profundizar ahora sobre el bien jurídico protegido en esta figura delictiva (el patrimonio público, el procedimiento público de gestión de ingresos y gastos, la intervención pública en la correcta concreción de la finalidad que le es propia u otro tipo de especificaciones perfectamente reconducibles todas ellas al concepto funcional de patrimonio, en este caso, público) o a su naturaleza dual en la que hay que prestar especial atención al componente de infidelidad respecto a la correcta gestión de lo público, importa ahora destacar que dicho artículo abarca acertadamente en mi opinión tanto la administración desleal del patrimonio público como la apropiación indebida de dicho patrimonio.

En efecto, los apartados XV y XIX del Preámbulo de la Ley Orgánica 1/2015 que reformó el precepto explican que se evita utilizar el término “malversación” que, sin embargo, se mantiene en la rúbrica del Capítulo VII. Y que la nueva regulación al incorporar la figura de la administración desleal, incorpora la idea de proteger el patrimonio público desde una perspectiva funcional, esto es, atenta a la satisfacción de los intereses generales que se pretende avanzar con el gasto público lícito y correctamente ejecutado. Este objetivo es el que permite penalizar conductas de distracción, es decir, conductas de desviación ilegal de partidas presupuestarias. Se trata de proteger el patrimonio de la Administración en su carácter de soporte de las políticas públicas desarrolladas por la Administración que tienen como objetivo satisfacer los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), una protección en la que no es tan importante el posible lucro del funcionario público recogido en la idea de la “apropiación” en sentido estricto, cuanto la de “expropiación” de lo público. El desvío de los fondos públicos impide a la Administración disponer de todos los recursos posibles para ejecutar las políticas presupuestarias aprobadas por los poderes públicos a través de los procedimientos pertinentes.

El objeto de la conducta apropiatoria o desleal del funcionario público lo es cada uno de los elementos que integra el patrimonio público -considerados tanto individualmente como en su conjunto y atendiendo a la finalidad presupuestaria y legal que les es asignada- del que el funcionario puede, lícitamente, disponer (los tenga o no a su cargo). No se utiliza ya la expresión “caudales públicos”, más restrictiva, y que había suscitado no poca controversia judicial (mano de obra, derechos expectantes, etc.). El legislador refiere ahora la conducta del sujeto a toda clase de bienes, derechos y obligaciones de titularidad pública que integran ese “patrimonio público”. El concepto de patrimonio de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas no es aplicable ya que excluye del mismo a los recursos financieros de las Haciendas. Es decir, el Derecho Penal tiene aquí autonomía para definir qué se entiende por patrimonio público al igual que ocurre con el concepto privado (semejante pero no idéntico al concepto de patrimonio del Derecho civil) y la utiliza para definir el patrimonio público de un modo amplio y en todo caso comprensivo de todas las partidas presupuestarias asignadas a los distintos departamentos gubernamentales para la ejecución procedente del correspondiente proceso de gasto público.

Sobre la cuestión de la inclusión del patrimonio público inmobiliario en el objeto propio del delito, tan debatida dogmáticamente y que en su momento dio lugar a la creación del hoy derogado específico artículo 434 (aplicación privada de bienes muebles o inmuebles), la reformulación del nuevo artículo 432.1, en su vinculación al artículo 252, no al artículo 253, resuelve cualquier controversia precisamente porque uno de los supuestos más característicos de administración desleal del patrimonio (así lo ha venido siendo tradicionalmente en el ámbito de aplicación del antiguo artículo 295 que da lugar al vigente artículo 252) es el que tiene que ver con la incorrecta gestión (venta o cualquier otra forma de enajenación, arrendamiento, etc.) de inmuebles. Discusión distinta es la de cómo cuantificar el perjuicio derivado de dicha incorrecta gestión.

Tradicional es la exigencia de una vinculación competencial del patrimonio al correcto ejercicio de la función pública de que se trate, exigencia que se refleja hoy en la remisión del artículo 432 tanto al artículo 252 como al artículo 253, donde el requisito de la capacidad jurídico-fáctica de disposición (no necesariamente la tenencia física del bien de que se trate) es consustancial a la interpretación de ambos preceptos.

En cuanto a la administración desleal del patrimonio público, el artículo 432.1 (modalidad de malversación que es la que en concreto se aplica en la Sentencia) requiere, por remisión al artículo 252, una infracción de las normas que atribuyen las facultades de administración del patrimonio público. Comete el delito el sujeto activo -autoridad o funcionario- que se excede en el ejercicio de las mismas y causa, de esa forma, un perjuicio a dicho patrimonio.

Aunque ya existía una Jurisprudencia abundante que permitía en determinados casos integrar en el antiguo concepto de malversación la asunción indebida de obligaciones de gasto, con la Ley Orgánica 1/2015 la subsunción de esta conducta en el actual artículo 432.1 no ofrece ninguna duda (así, STS, Sala 2ª, 281/2019, de 30 de mayo). Hay que distinguir en todo caso lo que es desviación de fondos públicos a finalidad también pública, pero lícita, supuesto para un importante sector doctrinal de discutible subsunción en el artículo 432.1 (sí expresamente punible antes de 1995 en el viejo art. 397, que se interpretaba no desde la lesión al patrimonio público en cuanto tal sino desde la idea de quebrantamiento del correcto proceso de ejecución del gasto público como manifestación del correcto ejercicio de la función pública y no, en principio, en el hasta 2015 vigente artículo 432.1, en cuanto se exigía una apropiación “privada”) y que en ocasiones se ha reconducido al ámbito administrativo (STS, Sala 2ª, 914/2012, de 29 de noviembre) de lo que es distracción de fondos (aun sin apropiación) con desviación a fines ilícitos (claramente subsumible en dicho artículo 432.1).

La administración desleal del patrimonio ajeno (público, en este caso) no exige incorporación patrimonial alguna, por supuesto, pero tampoco desvío de fondos a intereses privados. Basta con una gestión indebida del patrimonio administrado respecto a los intereses de su titular. En el caso de la gestión de lo público este interés debe definirse atendiendo los parámetros jurídicos que delimitan la misma de conformidad con las leyes habilitadas para ello, la jerarquía normativa existente y, en su caso, la afirmación de su acomodación a Derecho cuando exista controversia judicial al respecto. El patrimonio público no es de libre disposición por quienes lo gestionan (tampoco lo es el privado) y no es ya infrecuente en los Tribunales el enjuiciamiento de conductas que tienen que ver con una gestión ajena a todo criterio de legalidad presupuestaria.

No llega el legislador a sancionar lo que se da en llamar el “despilfarro presupuestado”, el endeudamiento excesivo dentro de lo permitido legalmente o la inversión arriesgada, desacertada o irracional o previsiones equivocadas de costes de ejecución, pero sí, por ejemplo, en casuística judicial meramente ejemplificativa, contrataciones irregulares de personal, contratos opacos onerosos, incumplimientos de directrices para evitar endeudamientos, realización de obras fuera de toda lógica económica, contrataciones a precios superiores a los reales, encargo de informes ficticios o sin interés jurídico o económico alguno, casos groseros de incumplimientos presupuestarios, venta de bienes públicos por debajo de su valor de mercado, fraccionamiento del importe de una licitación, amaño de contratos, aceptación de presupuestos inviables, pagos de servicios no prestados. Y si bien es cierto que ni antes de 2015 ni después era o es posible sancionar en todo caso y sin ninguna matización más la alteración de destino presupuestario cuando el gasto se produce en actuaciones públicas, diferente es que dicho gasto sea manifiestamente ilegal, supuesto en el cual no puede entenderse que se está atendiendo “lo público” sino el interés, sin el sustento normativo exigible, únicamente de quien ejecuta tal gasto.

Hay que recordar, por otra parte, que el precepto no exige ánimo de lucro, sino únicamente dolo en relación con cada elemento típico, siendo suficiente en este sentido el conocimiento de que se está produciendo un exceso en el ejercicio de las funciones de administración del patrimonio público y que ello causa un perjuicio a éste, lo que no cabe duda concurre cuando se sabe que la actuación es ilícita (esto es, al margen de la normativa prevista para la correcta ejecución presupuestaria del gasto público). Da igual en este sentido, y en relación a la concreta figura del artículo 432.1, que se pretenda reponer lo utilizado o distraído o que se alegue la ausencia de voluntad de causar perjuicio alguno, si ésta puede deducirse del modo -desleal- en que se lleva a cabo la administración. El ánimo de lucro en el ámbito de la apropiación de patrimonio público ha de reconducirse al animus rem sibi habendi y éste a la existencia de dolo apropiatorio y expropiatorio. En el ámbito de la administración desleal del patrimonio público al animus rem sibi utendi y éste a la existencia de dolo expropiatorio, en el sentido en que ha definirse la expropiación en cuanto perjuicio patrimonial de lo público.

Puede ser complicado concretar cuándo se produce el perjuicio al patrimonio administrado en los casos en que éste tiene naturaleza pública -perjuicio patrimonial concreto que es el que exige el precepto, no posibilidad de perjuicio-, sin determinar qué concepto de patrimonio explica el objeto de tutela. En mi opinión, como ya he adelantado, ha de utilizarse un concepto funcional y no meramente contable. En todo caso, parece acertado afirmar que dicho perjuicio se produce desde el mismo momento en que se produce la disposición patrimonial, esto es, la decisión que permite entender atribuido un dominio dispositivo del que -por ilegal- se carece. Piénsese en relación con el delito de apropiación indebida en la reposición de fondos ajenos utilizados para fines propios tras el éxito del negocio realizado con ellos. La consumación del delito no se fija en el momento de descubrimiento de la disposición ni en el momento en que el sujeto activo no repone o no es capaz de reponer los fondos. La consumación la determina la decisión de disponer de los fondos efectivamente materializada. Es en ese momento en el que se ha privado al patrimonio (privado o público) de la posibilidad de ser utilizado para otros fines, privados, en el caso del viejo artículo 252 (antigua apropiación indebida) y en el del derogado artículo 295, o públicos, tanto en el caso de los artículos 432.2 y 432.1.

La concreción del perjuicio ha de realizarse teniendo en cuenta que todo el patrimonio de las Administraciones tiene como destino natural su gasto (o utilización, si se prefiere). Por tanto, el perjuicio puede referirse no sólo a la desaparición de activos en sí, sino también a la desaparición por destino a actividades sin cobertura legal (piénsese en el delito de fraude de subvenciones, por ejemplo, en el que se utiliza una idea similar). Todo compromiso de gasto lleva consigo la anotación correspondiente y no puede entenderse que tiene el mismo valor económico real un activo comprometido en ejecución de gasto que uno sin comprometer. En la auditoría contable y a efectos de valoración de un estado de cuentas que refleje la situación financiera de una “entidad”, da igual si privada o pública, el activo fijo no equivale al activo circulante ni el circulante a corto plazo al circulante a largo plazo. Y tampoco lo es el pasivo exigible a corto plazo al exigible a largo plazo. No ya sólo funcionalmente sino también desde un punto de vista estrictamente formal-contable: un patrimonio ha de valorarse atendiendo a su capacidad ser utilizado en todo momento y esta capacidad se ve comprometida cuando se contraen obligaciones de gasto.

En definitiva, si se aceptase un concepto de patrimonio puramente formal o contable, podrían quedar fuera del precepto todos aquellos supuestos de despilfarro no presupuestado, que reviertan en lo público, todos aquellos supuestos en los que el gasto, con alteración del destino presupuestario establecido, revierta en lo público, todos aquellos supuestos en que exista únicamente un incumplimiento presupuestario. O sea, todos aquellos supuestos en que, contablemente, no se pueda afirmar que la Administración tenga menos de lo que tenía antes de realizarse la conducta del funcionario objeto de enjuiciamiento (sin entrar ahora a valorar cómo ha de enjuiciarse a este respecto la ejecución pura de gasto sin contraprestación económico-monetaria alguna). Lo cual, obviamente, sería inaceptable si se mantiene un concepto material o funcional de patrimonio. Pero incluso desde la primera perspectiva,  el perjuicio, para con la Administración, ha de entenderse producido con el gasto (o su compromiso) producido cuando la disposición es contraria a derecho; más allá de la responsabilidad contable que puede existir cuando, sin tal manifiesta ilegalidad, pueda entenderse que hay una actuación irregular que menoscaba una gestión eficiente y responsable de los recursos públicos.


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