Por Juan Antonio Lascuraín
Se llevan mal España y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, cosa que resulta harto extraña en una pareja destinada a atraerse. Lo propio de una democracia joven y probadamente entusiasta de los derechos fundamentales sería acoger aplicadamente las “observaciones” del también aún joven órgano creado para velar por el cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP). No deben olvidarse, como subraya Kai Ambos, los frutos que para la protección de los derechos humanos está dando el Comité, a veces “la última esperanza de las víctimas de los delitos más graves” por el bloqueo alternativo y endémico que sufre el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Sin embargo, de las instituciones y las normas en abstracto a su actuación y a su aplicación en concreto hay mucho trecho, sensiblemente alargado por el contenido de los dictámenes del Comité, que en ocasiones se perciben por las instituciones españolas (Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Consejo de Estado) como una mezcla de falta de profundidad jurídica, exigencia improcedente y aversión al diálogo. Con la moderación propia de su posición institucional, pero en todo caso frente a lo que parece que exigiría la buena fe de un firmante del Pacto, nuestro Tribunal Constitucional ha puesto cierta distancia a “las observaciones que en forma de dictamen emite el CDH”, que “no son resoluciones judiciales, pues el CDH no tiene facultades jurisdiccionales”, ni “sus dictámenes pueden constituir la interpretación auténtica del PIDCP, dado que, en ningún momento, ni el PIDCP ni el Protocolo Facultativo le otorgan tal competencia” (STC 70/2002).
El Dictamen en el caso Baltasar Garzón
Este mal avenimiento no es cosa solo de España. Por ejemplo, en la entrada del profesor Ambos se recogen varios improperios de la vicepresidenta del grupo CDU / CSU del Parlamento alemán hacia el Comité, institución que debería a su juicio eliminarse para construir algo nuevo desde sus escombros. Esta ácida percepción podrá suscitar mayores simpatías a partir del aún relativamente reciente dictamen del Comité en respuesta a la ‘comunicación’ de Baltasar Garzón, de 13 de julio de 2021, dada su incisividad contra España (contra las decisiones judiciales españolas) y la notoriedad del asunto (no tanto por la trascendencia comparativa en sí del mismo, pues no se trata de una condena a pena de prisión, como por la popularidad del actuante y su condición pretérita de juez). El lío está servido porque, con argumentos difícilmente asumibles y que de hecho no había asumido ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), el Comité dictamina que España ha vulnerado nada menos que la garantía de la independencia judicial y los derechos del quejoso a la imparcialidad judicial, a la revisión de su condena y a la legalidad penal en cuanto comprensiva de la precisión de la ley aplicada (arts. 14.1, 14.5 y 15 PIDCP).
La independencia judicial
Así, lo primero que el dictamen afea a la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo es el daño que a la independencia judicial supone condenar a un juez por prevaricación por una aplicación “posible” de una ley (punto 5.8).
“[…] el Comité observa que las referencias aportadas por las partes evidencian que la interpretación del autor, con la que concordaron otros jueces y el Ministerio Fiscal, aún en el supuesto de haber sido errónea, según lo señalado por el Estado parte, no constituyó una conducta o incompetencia grave que pudiera justificar su condena penal, resultando en la pérdida definitiva de su cargo, sino más bien una posible interpretación de las disposiciones legales aplicables”.
La ley era la que prohibía la intervención de las comunicaciones de los presos con sus abogados “salvo por orden judicial y en los supuestos de terrorismo” (art. 51.2 Ley Orgánica General Penitenciaria) y fue aplicada por Garzón para intervenir las entrevistas de varios imputados en el caso Gürtel con sus letrados, entendiendo que la “y” de la norma era disyuntiva. Pero con indudable buen tino el Tribunal Constitucional (STC 183/1994) había dicho ya urbi et orbe, en decisión bien conocida por los operadores jurídicos implicados, que los dos requisitos de la ley eran cumulativos, so pena de desproteger no ya la intimidad, sino sobre todo el derecho de defensa penal, en el corazón del Estado de Derecho. Vaya: la interpretación no era constitucionalmente posible por razones de protección de los derechos humanos, cosa que sorprende que no admita un comité dedicado a su defensa.
“Es evidente, en efecto, que el art. 51 de la L.O.G.P.., distingue entre las comunicaciones, que podemos calificar de generales, entre el interno con determinada clase de personas -art. 51.1- y las comunicaciones específicas, que aquél tenga con su Abogado defensor o con el Abogado expresamente llamado en relación con asuntos penales (art. 51.2); la primera clase de comunicaciones viene sometida al régimen general del art. 51.5, que autoriza al Director del Centro a suspenderlas o intervenirlas «por razones de seguridad, de interés del tratamiento y del buen orden del establecimiento», según precisa el art. 51.1, mientras que las segundas son sometidas al régimen especial del art. 51.2, cuya justificación es necesario encontrar en las exigencias y necesidades de la instrucción penal, a las cuales es totalmente ajena la Administración Penitenciaria que no tiene posibilidad alguna de ponderar circunstancias procesales que se producen al margen del ámbito penitenciario.
Este carácter de régimen singular, que para las comunicaciones con el Letrado establece el art. 51.2, se prolonga más allá de la Ley, manteniéndose con toda claridad en su Reglamento de 8 de mayo de 1981, en el que las comunicaciones orales con el Abogado se regulan en Sección distinta de la dedicada a las comunicaciones del régimen general y en el que, al tratar de las comunicaciones escritas, con el Abogado, el art. 18.4 ordena de forma explícita que `no tendrán otras limitaciones que las establecidas en el punto 2 del art. 51 de la Ley General Penitenciaria´.
Esta diferenciación esencial que existe entre el art. 51.5 -régimen general cuya única remisión válida es al art. 51.1- y el art. 51.2,pone de manifiesto la imposibilidad constitucional de interpretar este último precepto en el sentido de considerar alternativas las dos condiciones de `orden de la autoridad judicial´ y `supuestos de terrorismo´, que en el mismo se contienen, así como derivar de ello la legitimidad constitucional de una intervención administrativa que es totalmente incompatible con el más intenso grado de protección que la norma legal confiere al derecho de defensa en los procesos penales. Dichas condiciones habilitantes deben por el contrario, considerarse acumulativas y, en su consecuencia, llegarse a la conclusión que el art. 51.2 de la L.O.G.P. autoriza únicamente a la autoridad judicial para suspender o intervenir, de manera motivada y proporcionada, las comunicaciones del interno con su Abogado sin que autorice en ningún caso a la Administración Penitenciaria para interferir esas comunicaciones” (STC 183/1994, FJ 5).
La imparcialidad
La crítica a la segunda tacha del Comité bascula entre la poca racionalidad y la exquisitez. Resulta que el dictamen determina que dos de los magistrados que condenaron a Baltasar Garzón no eran imparciales porque iban a juzgarle en breve en otra causa (por prevaricación por su instrucción en el caso de los crímenes del franquismo) (punto 5.9).
“El autor sostiene que la imparcialidad de la Sala sentenciadora fue comprometida por el papel superpuesto de diferentes jueces en los tres procesos entablados en su contra. En el juicio oral del Franquismo, que tuvo lugar cinco días después de que se celebrase el relativo al caso Gürtel, dos de los magistrados L. V. y M. M., que componían la Sala Segunda habían sido a su vez enjuiciadores del caso Gürtel” (3.7).
“[…] el Comité toma nota de las alegaciones del autor, no refutadas por el Estado parte, en el sentido de que dos de los magistrados que lo condenaron en el caso Gürtel lo habían asimismo enjuiciado en el caso Franquismo, y que los juicios orales por ambas causas tuvieron lugar con cinco días de diferencia (párr. 3.7 supra). Estos procesos han sido tramitados simultáneamente contra un mismo acusado, el autor, y sus sentencias han sido dictadas con 18 días de intervalo” (5.9).
Pero entonces, si hubo parcialidad, la hubo en el segundo juicio. Pero qué difícil: primero, porque resultó absuelto, y segundo, porque riza el rizo entender que un juez es parcial por el solo hecho de haber juzgado ya al acusado en otro asunto.
Desde luego que la imparcialidad es siempre mejorable. Se aseguraría radicalmente, por ejemplo, si los jueces fueran extranjeros y no hubiera así riesgo de que resultaran contaminados por debate público previo. La garantía de imparcialidad, como tantos principios, es un mandato de optimización, siempre mejorable, pero con costes económicos y de justicia en esa mejora. Son estas razones las que hacen que ni el listón de la imparcialidad español ni el europeo lleguen a impedir que un juez que ha absuelto a un acusado pueda volver a juzgarlo: ni es una de las dieciséis causas de recusación de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial, ni ha sido considerara como motivo de amparo por el Tribunal Constitucional o por el TEDH. ¿Impediría esta acendrada garantía que, como ahora es práctico y habitual, se pueda juzgar en una misma causa al autor de varios delitos realizados con conductas independientes (concurso real de delitos)?
Pensará el lector que buena crítica es para un órgano de defensa de los derechos humanos el tildarle de excesivamente garantista. Pero es que ese exceso es disfuncional en un sistema internacional de defensa de los derechos, en el que lo razonable es que los organismos internacionales, que tienen que lidiar con numerosas y muy distintas culturas jurídicas, operen con exigencias de mínimos siempre superables por los ordenamientos nacionales. Así opera el TEDH y así acaba de admitirlo expresamente el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), al proclamar en su preámbulo el denominado “margen nacional de apreciación”.
Indeterminación del tipo de prevaricación
Este rigor impropio de un órgano internacional se reproduce en la tercera de las vulneraciones apreciadas en el dictamen: que el tipo de prevaricación apreciado, consistente en que “el juez o magistrado, a sabiendas, dicte sentencia o resolución injusta” (art. 446 CP), no es una “provisión suficientemente explícita, clara y precisa que defina con exactitud la conducta prohibida” (punto 5.17).
“Asimismo, el Comité considera que la condena del autor fue arbitraria e imprevisible al no estar basada en provisiones suficientemente explícitas, claras y precisas que definan con exactitud la conducta prohibida, en violación del artículo 15, párrafo 1 del Pacto”.
Esta regañina con la bandera de la exactitud topa con la percepción de cualquier operador jurídico, que sabe, de la mano de los lingüistas, que el lenguaje es poroso y que la justicia exige cierta flexibilidad en la descripción de los delitos (porque, en ejemplo clásico, si prohibimos que accedan precisamente los perros a la estación y no genéricamente los animales peligrosos, habrá que dejar pasar al viajero que viene con su oso; o si en lugar del agravante del uso genéricamente de “armas”, decidimos enumerarlas, se nos puede olvidar el lanzallamas). Esta regañina ignora también el sabio canon constitucional y europeo relativo a la tolerabilidad de la indeterminación de las leyes que sea determinable a partir de otras normas o de la tradición jurisprudencial (lo que, por ejemplo, validó la utilización legal del término “terrorismo”: STC 89/1993). Esta regañina, en fin, anularía la mitad de nuestro Código Penal y de otros códigos penales europeos.
“Es importante asimismo advertir que la suficiencia o insuficiencia, a la luz del principio de tipicidad, de esta labor de predeterminación normativa podrá apreciarse también a la vista de lo que en ocasión anterior se ha llamado el contexto legal y jurisprudencial (STC 133/1987, fundamento jurídico 6º) en el que el precepto penal se inscribe, pues el ordenamiento jurídico es una realidad compleja e integrada dentro de la cual adquieren sentido y significación propia -también en el ámbito penal- cada uno de los preceptos singulares” (STC 89/1993, FJ 2).
Doble instancia
El último pecado del Comité es de intolerancia, de falta de diálogo institucional con el Tribunal Constitucional y con el TEDH, que entienden, con buenos argumentos, que si por razones precisamente garantistas alguien es juzgado por el máximo órgano judicial, por los jueces más sabios y expertos, el precio lógico de esta garantía de máxima instancia es que no haya otra superior, que es lo que reprocha a España el Comité (punto 5.12). Así lo recoge el Protocolo 7 al CEDH, que permite la excepción a la revisión de la condena “cuando el interesado haya sido juzgado en primera instancia por el más alto órgano jurisdiccional” (art. 2.2). ¿Están acaso fuera del PIDCP los 44 Estados europeos que han ratificado este protocolo?
“[…] la garantía que implica la instrucción y el enjuiciamiento de la causa por el Tribunal más alto en el orden penal (art. 123.1 C.E.) integra en parte -acceso a una instancia judicial superior a la que de ordinario enjuicia inicialmente este tipo de conflictos- y sustituye en lo demás -posibilidad de una segunda decisión- la garantía que ahora aducen los recurrentes, que presupone, precisamente, que la primera instancia no sea la instancia suprema en el orden jurisdiccional penal. Como señalamos en la STC 51/1985, `esas particulares garantías (…) disculpan la falta de un segundo grado jurisdiccional, por ellas mismas y porque el órgano encargado de conocer (…) es el superior en la vía judicial ordinaria´ (STC 136/1999, FJ 11).
En fin,
volvamos a lo importante, que no es el caso concreto sino las instituciones. El Dictamen Garzón es el mejor síntoma de una enfermedad que deberíamos ver cómo tratamos. Porque por fidelidad al Pacto, España debería seguir las observaciones de su órgano de cumplimiento, pero, en ocasiones, por fidelidad a la justicia, debería no seguirlas. Porque el presupuesto de este “acatamiento” es el de un rigor jurídico mínimo por parte del Comité de Derechos Humanos.
* Una versión reducida de esta entrada se publicó en El Mundo el día 20 de octubre de 2021 con el título “Garzón como síntoma”
Foto: Pedro Fraile
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