Por Mireille Delmas-Marty

 

La crisis económica y financiera, la crisis social, la del terrorismo global, el desastre humanitario de las migraciones y la crisis climática se coronan -si se permite decirlo así- con la crisis sanitaria del coronavirus. Sería oportuno tomar esta crisis verdaderamente en serio, a medida en que se acelera la cacofonía que nace de esta verdadera policrisis.

La indignación ciudadana contra las derivas securitarias, la cólera de los chalecos amarillos frente a las desigualdades sociales, la revuelta de las generaciones jóvenes y de los pensionistas, el llamamiento de los científicos por el cambio climático, no han sido advertencias suficientes. Ha sido necesario un virus para hacer temblar el mundo, hasta el punto de estremecer -por fin- las certidumbres de nuestros dirigentes.

Frente a un peligro real los Estados, tanto a escala europea como mundial, se esfuerzan penosamente por detener la propagación de la enfermedad y por limitar sus consecuencias: ciudades desiertas, supermercados agotados, la educación de los jóvenes interrumpida, la actividad laboral suspendida, las Bolsas en caída libre. Es como si ese minúsculo ser hubiera venido para desafiar nuestra humanidad mundializada y revelar su impotencia. A menos que ofrezca a la humanidad una última oportunidad para tomar conciencia de su comunidad de destino y a convencerse de que embarcados todos como estamos en la misma nave tenemos la imperiosa necesidad de una brújula común.

Ese debería ser el papel del Derecho. Pero para concebir un Estado de Derecho sin un verdadero Estado mundial, el universalismo resulta demasiado ambicioso y el soberanismo, replegado sobre las comunidades nacionales, demasiado pusilánime. Para conciliarlos se requiere pensar en ello de forma interactiva: necesitamos a las comunidades nacionales para responsabilizar a los diversos actores, comenzando por los servicios de salud, pero solo la comunidad mundial podrá definir los objetivos comunes y las responsabilidades que resulten de ello para los agentes globales: Estados, organizaciones internacionales y empresas multinacionales. Solo su coordinación entrecruzada evitará que las dos dinámicas se enfrenten en un amplio caos.

La crisis sanitaria es una demostración casi perfecta del grado de interdependencia alcanzado por nuestras sociedades. Ningún Estado ni comunidad nacional podría en el tiempo mantenerse “solitaria” y ha llegado el momento de que la soberanía se torne “solidaria”, y que cada cual se encargue de su parte de los bienes comunes mundiales, ya se trate del clima, ya de la salud.

Pero el fenómeno inverso es también necesario, pues el universalismo, para ser aplicable en el mundo real necesita ser “contextualizado “, es decir, ser adaptado al contexto histórico, cultural, social y económico de cada país. Se dispone hoy de diversas técnicas jurídicas bien conocidas para poder realizar una contribución a este asunto, como la del “margen nacional de apreciación“, que se usa en la aplicación de los derechos humanos por parte del Tribunal de Estrasburgo o la de las “responsabilidades comunes y diferenciadas”, propia del orden jurídico internacional del clima, un principio en virtud del cual los países desarrollados admiten que su responsabilidad es más importante que la de los países pobres.

Tales técnicas son la concreción de la idea de que tiene que haber un equilibrio adecuado entre uniformidad y pluralidad, que permita más coherencia para la armonización de las prácticas respecto a los objetivos comunes, sin llegar a imponer un verdadero orden mundial perfectamente unificado. Por parafrasear la fórmula del biólogo François Jacob (1920-2013) al describir la evolución de la vida, también los juristas han de hacer bricolaje. Dicho de otra manera, hacer lo nuevo desde lo antiguo y reciclar el antiguo Derecho nacional y el antiguo Derecho internacional, inventando formas más complejas, como el derecho nacional “internacionalizado” o el derecho internacional “contextualizado”.

En verdad se podría gobernar la mundialización mediante el Derecho de otra manera más simple. Bastaría con establecer un sistema autoritario con extensión del Derecho nacional del país más poderoso del planeta a todo el resto. Pero no resultaría ni deseable, ni seguramente factible. Para organizar la gobernanza de los bienes comunes de manera democrática, nuestras sociedades deberían hacer el aprendizaje de la complejidad y como la experiencia europea muestra, para ello será necesario superar numerosos obstáculos. En el plano político será necesario compensar la imposibilidad de separar los poderes en la esfera del gobierno mundial con el arte del equilibrio o mediante una gobernanza que se podría llamar ”SVP”: saber científico, voluntad ciudadana y poderes públicos y privados. En el plano económico sería necesario que los bienes comunes de la humanidad, a comenzar por los servicios de la salud, escapen del sometimiento radical del “las leyes del mercado”. Finalmente, en el plano antropológico la comunidad mundial emergente no tiene precedentes, pues ella se superpone a comunidades fundadas en la historia y en la memoria, cuando no en el olvido, con una comunidad de destino fundada en la anticipación y, si se quiere, en la imprevisibilidad.

Pero para ello necesitamos puntos de referencia en este mundo globalizado. Ya no queda polo norte, en el sentido de que es imposible orientarse entre los vientos contrarios de la mundialización como son la libertad frente a la seguridad, la competencia frente a la cooperación, la innovación frente al conservadurismo, la exclusión frente a la integración. Por eso hemos diseñado una brújula insólita (Une boussole des possibles. Gouvernance mondiale et humanismes juridiques, edición del Collège de France, 2020), pues se construye sobre una espiral a lo largo de la cual se instalan los humanismos, que van desde el humanismo de la relación al de las interdependencias planetarias, sociales y ecológicas, pasando por el ser humano emancipado de las Luces y el que intenta en la era digital escapar del determinismo a que está sometido una especie cada vez más formateada. En el centro mismo de esa espiral se anclarían los principios reguladores que podrían reconciliar los vientos de la mundialización.

La figura que diseñamos se traspasa por el hilo de la plomada, como las que utilizaron los constructores de las catedrales, que cae desde el plano superior y del eje que soporta la indicación de los vientos, en el que se sujetan a los principios de la buena gobernanza: fraternidad, hospitalidad, igualdad, seguridad, solidaridad entre los humanos y con el ecosistema, principios que deberían estabilizar los movimientos desordenados, pero sin inmovilizar este mundo en permanente movimiento.

Si la espiral de los humanismos llegara a fortalecer la justicia, los principios reguladores podrían llegar a equilibrar la fuerza, lo que valdría tanto como una respuesta a la desencantada constatación de Blaise Pascal (1623-1662): “no pudiendo fortalecer la justicia se ha justificado la fuerza, a fin de que la justicia y la fuerza vayan juntas y de esta manera se alcance la paz, que es el más soberano bien”. Pero no soñemos. No se trata de resucitar la “Paz perpetua” de Immanuel Kant (1724-1804), ni de instaurar la “Paz grande” de los clásicos chinos, recuperada por el filósofo Kang You-wey (1858-1927), dispuesta a renacer sobre las nuevas “rutas de la seda”. Se trata, de modo más modesto, de que con ocasión de la crisis sanitaria comencemos a poner en pie dispositivos de protección solidaria de los bienes comunes mundiales y aprovechemos la pandemia para hacer la paz con la Tierra.


Traducción de Luis Arroyo Zapatero. Publicado en Le Monde, el 17 marzo 2020

Foto: Miguel Rodrigo Moralejo