Por Juan Antonio Lascuraín Sánchez.

 

 

Existe acuerdo en que forma parte del elenco de los principios penales fundamentales propios de un Estado democrático el de la prohibición de penas inhumanas o degradantes, objeto de una expresa mención constitucional (art. 15 CE) de la que carecen, por ejemplo, los principios de proporcionalidad o de culpabilidad. Ese acuerdo no alcanza, por cierto, a su denominación, que se divide entre la transcrita y “principio de humanidad de las penas”, quizás más extendida y a mi juicio menos afortunada, en cuanto que no deja de tener un cierto regusto de cinismo el establecer que la inflicción intencional de un mal grave por parte del poder público a uno de sus ciudadanos – que no otra cosa es la pena – debe ser “humana”, “sensible al infortunio ajeno”. Más bien lo que se trata de imponer son ciertos límites a la cantidad o calidad de pena en relación con la dignidad humana, idea mucho mejor representada por “la prohibición de penas inhumanas”. Así, en negativo, es por cierto como se contempla en la Constitución y en todos los instrumentos internacionales, que no compelen a que los castigos sean humanos, sino que prohíben que sean inhumanos.

Respecto al contenido del principio no reina tanto el desacuerdo como la falta de profundidad. Tenemos aún insuficientes razones que nos ayuden a delimitar cuáles de los males graves imponibles estatalmente con intencionalidad aflictiva son indignos y por qué; por qué, por ejemplo, hemos llegado a un cierto consenso respecto a la interdicción de cualquier castigo corporal, incluidos los leves, y en cambio tendemos a legitimar con cierta naturalidad el encierro, la prisión, incluida la que se prolonga durante muchos años. Quizás parte del problema esté en la propia maleabilidad del valor que trata de preservar la prohibición. Y es que “la dignidad es palabra tan excesiva que solo el silencio estaría a su altura” (Jiménez Campo).

 

La dignidad como fundamento

 

El valor que está detrás de la prohibición fundamental de penas inhumanas es el de la dignidad de la persona. El punto de partida es la insoportabilidad de determinados tratos a los penados como contenido de su pena, por mucho que esas personas hayan tratado inhumanamente a sus víctimas. No es por lo tanto una cuestión de proporcionalidad y en tal sentido un postulado ya cubierto por ese principio. No se trata de eso: podría infligirse una pena inhumana de un modo necesario y útil para la prevención de conductas extremadamente lesivas. La pena inhumana puede ser proporcionada. Digna es lo que no sería.

El razonamiento conduce al concepto de dignidad humana en su vertiente de sancta sanctorum, de inviolabilidad de la persona en el sentido de que hay ciertas conductas a las que el poder público – o cualquiera – no puede obligar a una persona a ser sujeto pasivo o activo de las mismas, bajo ninguna justificación. La cuestión es la de cuáles son las dimensiones de ese territorio y por qué son esas y no otras.

Partamos para esa reflexión de algunas intuiciones que creo que son compartidas. La primera de ellas es que se trata de una frontera que ha ido variando con el tiempo y, contemplada con suficiente amplitud diacrónica, siempre en la misma dirección restrictiva. Lo que en otros tiempos se vio con naturalidad hoy se ve con repugnancia en las sociedades democráticas, como las penas corporales, la pena de muerte ejecutada con ensañamiento o la pena de muerte misma. Estaríamos ante un principio en sentido estricto, un mandato de optimización, en el que la línea roja de exclusión ha ido avanzando con el tiempo, proscribiendo cada vez más modalidades de pena.

La segunda percepción es la de que la pena indigna no se mide solo por la cantidad de privaciones irrogadas al penado sino también por su naturaleza, por su calidad, por la generación de humillación. No dudamos hoy, por ejemplo, que sería indigna la pena consistente en el abofeteamiento por parte del juez al autor del delito leve. De esta cereza tira una tercera intuición, que es la de la objetividad de la inhumanidad, que no depende ni de la percepción del sujeto penado ni de su falta de aceptación de la pena. Las bofetadas públicas al penado no dejan de ser indignas si el mismo opta por ellas para evitar el pago de una multa o su estancia breve en prisión.

 

Las penas corporales

 

La prohibición de penas corporales obedece a la que es quizás la manifestación más primitiva de la dignidad humana, que es la de la intangibilidad corporal frente a las intromisiones no consentidas. Somos ante todo cuerpo y radicalmente soberanos de nuestro cuerpo, idea que veda, entre otras cosas, que la pena pueda consistir en la supresión de partes del cuerpo o en la inflicción de sufrimiento físico o mental. Por debajo, esta prohibición no se detiene en la tortura en cuanto acto por el cual se inflige “intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el […] de castigarla por un acto que haya cometido, […] cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas” (art. 1.1 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes). Comprende cualquier otro dolor o sufrimiento de menor gravedad, que constituiría una pena inhumana o degradante. Por encima, la prohibición de penas corporales comprende la prohibición de la pena de muerte en cuanto que esta tiene por contenido la entera supresión del cuerpo.

 

La exclusión social

 

Existen otras penas que son inhumanas porque privan radicalmente al condenado de la socialidad, rasgo del ser humano, diseñado para “relacionarse socialmente, formar parte de un grupo y ser aceptado” (Marina Torres).

La socialidad humana, “en su nivel más profundo y originario, tiene un carácter inequívocamente mamífero. En realidad, esa socialidad parece ser el resultado del hiperdesarrollo de los mecanismos sociocognitivos en los que se ha ido especializando progresivamente esta clase de animales” (Navarro Sustaeta). Tal socialidad es especialmente intensa en los primates: “nunca hubo un momento en el que devinimos sociales: descendemos de antepasados altamente sociales – un largo linaje de monos y simios – y siempre hemos vivido en grupo […]. Cualquier zoólogo clasificaría nuestra especie como obligatoriamente gregaria” (De Waal).

Una pena que privara permanentemente al sujeto de su inserción en un grupo humano sería en el sentido expresado una pena de disminución de la humanidad. La indignidad del internamiento de por vida ha sido proclamada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por ejemplo, STEDH Vinter y otros contra el Reino Unido, de 9 de julio de 2013); en su injusticia abunda su añadida contrariedad al mandato de resocialización (art. 25.2 CE).

La indignidad de la asocialización tiene que ver con el tiempo y con la radicalidad de la supresión del contacto social del condenado. Tale cosas son la que han de ponderarse con las sanciones penitenciarias de aislamiento.

 

La minusvaloración

 

Si algunas penas son indignas por profanar el cuerpo y otras por ser “eliminatorias, no en el sentido físico, pero sí en el sentido de excluir para siempre una persona del consorcio humano” (Ferrajoli), existe en el castigo un tercer baldón para la dignidad, que es el de la minusvaloración de la persona. Se trata de penas que persiguen o que comportan la degradación del delincuente en el sentido de “ser tratado como algo inferior a una persona y hacerle sentir menos que una persona” (Von Hirsch).

Se preguntará el lector cuáles son tales penas, cuándo se produce tal cosa. Al fin y al cabo, cabría entender que el delincuente se ha degradado a sí mismo infringiendo las reglas básicas de convivencia y que no solo es que la constatación judicial del delito comporte reproche, el propio de la quiebra del mínimo moral colectivo, sino que el mismo es inescindible de la pena y motor de su efecto preventivo.

Al igual que en Psicología se distingue entre un tipo de vergüenza como emoción útil y una vergüenza tóxica como sentimiento profundo de fracaso, cabe, en paralelo, diferenciar la expresividad al respecto de la pena, en la transmisión de información a la que procede en relación con el penado. La indignidad en sentido fuerte no está en la culpabilidad del sujeto por el delito cometido sino en la focalización del castigo en la figura del delincuente como sujeto inferior por traicionar nuestras convenciones básicas. Existe una sutil frontera entre el indispensable juicio de culpabilidad seguido de una publicidad limitada, que provoca en realidad “el anonimato de la condena desde el punto de vista del reconocimiento social”, de la “cosificación del delito en la persona del delincuente” (Pérez Triviño). Tal cosa se produce básicamente, creo, con la publicidad intensa e intencional de la condena – se busca que la condena sea conocida y se busca facilitar ese conocimiento a la población – o con la señalización del sujeto, obligándole a que exhiba signos físicos que indiquen que es un delincuente o un determinado tipo de delincuente.

El debate sobre las penas avergonzantes ha cobrado fuerza por sus innegables ventajas relativas al mayor efecto preventivo que se deriva de su propia expresividad, a sus bajos costes económicos y a que permite eludir la crueldad de la cárcel. Frente a ello, y más allá de otros inconvenientes que suscitan estas penas, debe insistirse en la función de los principios de freno a los argumentos utilitarios y en la imposibilidad de que, en este caso, se impongan con un coste de indignidad. De acuerdo con Pérez Triviño, “los castigos avergonzantes son una afrenta a la dignidad humana […] porque degradan al condenado”. Y procede recordar con Margalit que es indecente la sociedad que institucionalmente degrada a sus individuos.

 

La despersonalización

 

Una breve recapitulación en este punto nos lleva a afirmar que son indignas las penas corporales, las de aislamiento y las humillantes: las que inciden en el cuerpo de la persona o suprimen el desarrollo de su socialidad o su condición de perteneciente igual a la sociedad. Queda aún en el sancta sanctorum que la dignidad humana preserva, la manera de ser, el carácter, el controvertido concepto de personalidad.

En la definición clásica de Gordon Allport, la personalidad es “la organización dinámica, en el interior del individuo, de los sistemas psicofísicos responsables de su conducta y pensamiento característicos”. Para Lawrence Pervin, “la personalidad es la organización compleja de cogniciones, emociones y conductas que da orientaciones y pautas (coherencia) a la vida de una persona. Como el cuerpo, la personalidad está integrada tanto por estructuras como por procesos y refleja tanto la naturaleza (genes) como el aprendizaje (experiencia). Además, la personalidad engloba los efectos del pasado, incluyendo los recuerdos del pasado, así como las construcciones del presente y del futuro”.

Responde a nuestras intuiciones elementales que el valor de la dignidad – y el de la autonomía personal, imbricado como vimos en la misma idea de dignidad – veda la manipulación externa e impuesta de la personalidad. Como valor, la autonomía presupone la potestad del sujeto de guiar los procesos de construcción permanente de su personalidad – de tratar de ser quien desea ser -, pero veda la intervención coactiva externa sobre tales procesos – que otros hagan que el sujeto sea de determinada manera -. Está en juego la idea misma de individualidad.

Trasladado al ámbito del contenido de las penas, el respeto al “libre desarrollo de la personalidad” impide constitucionalmente las estrategias manipulativas que tanto nos repugnaban en La naranja mecánica y que además cabrá catalogar normalmente sin dificultad como penas corporales y por ello indignas en cuanto corporales. El foco de discusión en este punto se refiere a las penas largas privativas de libertad: en qué extensión y en qué condiciones constituyen una alteración relevante no querida de la personalidad del penado. Una afirmación clásica al respecto es la de que “las penas superiores a quince años producen graves daños en la personalidad del recluso” (Mir Puig). Creo que si este daño es relevante e irreversible estamos per se ante una pena inhumana, por tal deterioro impuesto de la individualidad, a la vez que una vulneración del mandato de resocialización – ¿quién se resocializa, si se resocializa? – y quizás, discutiblemente, ante una pena corporal.

 

La desesperanza

 

En los últimos tiempos se ha puesto de manifiesto en la jurisprudencia y en la doctrina el deshumanizador efecto de desesperanza que comportan algunas penas. Tal sentimiento lo provocará ya sin duda la privación de libertad que se demora a la espera de la ejecución de una pena de muerte segura o probable; también, y esto tiene relevancia para nuestra prisión permanente revisable, las penas de prisión prolongada, sin límite cierto y sin que tal límite dependa con mínima certidumbre de lo que pueda hacer o dejar de hacer el penado.

Este panorama puede aproximar la pena a una pena indeterminada, o a una destructora de la personalidad, o a una pena corporal, en cuanto generadora de un grave mal psíquico, aunque parece más propio situar su rasgo deshumanizador en su propia esencia de desesperación y aludir a la privación del deseo humano esencial de “ampliar las posibilidades de acción” (Marina Torres), “principal responsable del carácter expansivo y dinámico de la economía libidinal humana” (Riechmann). Mejor: “Quien no se ocupa en nacer, se ocupa en morir” (Bob Dylan).

 

Retos

 

Seguramente las reflexiones previas pecan de abstracción y lo que al lector le preocupa es si la prisión permanente revisable es inhumana; si cabe como pena la castración química consentida; si son legítimas las listas de agresores sexuales o de defraudadores a Hacienda; si nuestra Constitución, que prohíbe los trabajos forzados, no tolera las penas de prestaciones en beneficio de la comunidad. De todo ello trataré de ocuparme en una próxima entrada. Continuará.