Por Alfonso García Figueroa

 

Reflexiones con ocasión de un reciente informe de la Real Academia Española de la Lengua

 

El mono de Worcester y el caballo de la ministra

 

En respuesta a sus comentarios sobre los recientes descubrimientos de un tal Charles Darwin, el a la sazón obispo de Worcester recibió de su mujer esta piadosa confidencia:

—¡Descender de los monos! Querido, esperemos que ello no sea cierto, pero si lo es, recemos para que no se entere de ello todo el mundo.

Por muy jocosa que nos parezca hoy esta escena, nos recuerda algo muy serio sobre la tortuosa relación que han mantenido tradicionalmente sacerdotes y sacerdotisas de toda laya con la racionalidad y el conocimiento. Ralf Dahrendorf lo describió expresivamente así: “[para] las religiones y pseudo-religiones que pululan por doquier (…) la ciencia moderna es (…) como una espina en el ojo” (Dahrendorf 2009: 210).

Confieso que estas y otras reflexiones asaltaron mi mente mientras contemplaba la gélida resignación con que la suma representante del feminismo de Estado patrio, la señora Carmen Calvo, recibía ante los medios el reciente informe sobre el lenguaje inclusivo de la RAE; el cual, con rigor y concisión envidiables, ha dejado bien a las claras que el lenguaje de nuestro constituyente nada tiene de malo y que es infundado atribuirle las aviesas intenciones misóginas que algunos feministas se empeñan en imputarle. Ciertamente, cualquiera habría esperado de una profesora universitaria como la señora vicepresidenta*, algo más de entusiasmo ante un dictamen tan bien escrito y fundamentado; pero, claro está, no siempre los informes objetivos son del agrado del poderoso o poderosa. Quizá por eso, recordé también entonces haberle leído a Alejandro Nieto ilustrar la poca estima en que los poderosos tienen la objetividad con aquel emperador romano que litigó por hacerse con cierto caballo y que solicitó a tal fin el dictamen de dos jurisconsultos. El primero sostuvo que el equus era del emperador. El segundo, lo contrario, pero con mejores argumentos. Ni que decir tiene que sólo el primer dictamen mereció la consideración del emperador. Después de todo, era su informe el que le procuraba el equus, por muy aequus que fuera el segundo.

Desde este punto de vista, la reacción de la señora Calvo resulta expresiva no ya de un desacuerdo teórico, sino más bien del sostenido declive intelectual que exhiben nuestras clases gobernantes, más preocupadas por captar la ciega adhesión al gobierno, que de recabar las mejores razones de los más capaces. En este escenario, la RAE se nos antoja en este episodio como una heroica superviviente del espíritu ilustrado en pleno auge de una torpe “contrailustración” (por seguir con un concepto de Dahrendorf), que se ha enseñoreado de parlamentos, gobiernos, medios de comunicación e incluso (y esto es muy de lamentar y muy contra natura) de la propia universidad.

Ciertamente, a estas alturas de nuestra democracia serán ya pocos quienes se escandalicen ante los desplantes de los poderosos (maxime cuando se trata de engreídos empoderados, en la neolengua al uso). Como bien sabemos, así como los hechos poco importaron a los cristianos más devotos cuando Darwin nos descubrió la realidad de la evolución, científicamente contrastada; me temo que poco importará al culto feminista la realidad, académicamente constatada, de que la demanda de una reforma constitucional para la “feminización” del lenguaje de nuestra Carta magna simplemente carece de sentido. Con todo, a los fieles del credo feminista les quedará, como a la esposa del obispo, rezar para que no se entere de ello todo el mundo. Les quedará, en fin, esforzarse por denigrar, devaluar o (puesto que esto suele ser lo más eficaz) invisibilizar con elocuente silencio la respuesta de la Academia. Algo me dice que ya andará el establishment en busca del favor de comparsas más complacientes que la RAE (sobre todo más receptivas a la dádiva barata), para así hacerse con el equus a cualquier precio. Entretanto, desearía formular en esta primera entrega (de las dos de que consta este artículo) una breve crítica a la propuesta más amplia de “feminización” de la Constitución que engloba a su vez el propósito de “feminizar” su lenguaje, una cuestión más específica de la que me ocuparé en la segunda parte.

 

Una debate previo: La Constitución ya está “feminizada”

 

¿Por qué no es necesario “feminizar” la Constitución? La respuesta es sencilla: por la misma razón por la que carece de sentido cristianizarla, marxismizarla, estalinizarla, islamizarla, maoizarla, gilygilizarla, gitanizarla, afroamericanizarla, luterizarla, hayekizarla, democraciacristianizarla, trotskizarla, testigodejehovizarla y así enumerando hasta el infinito. Para precisar algo más mi respuesta, puede ser de utilidad ubicarla en el más amplio debate que mantuve en la revista Eunomía sobre este asunto con mi trabajo “Feminismo de Estado: fundamentalmente religioso y religiosamente fundamentalista” (García Figueroa 2019). Creo que aquel contraste de pareceres** puede ser representativo de un cierto estado de la cuestión, porque involucra de forma ordenada algunos de los argumentos sobre los que el feminismo ha sostenido una supuesta insensibilidad del texto constitucional hacia las mujeres.

Brevemente, sostuve entonces la tesis general de que las demandas de feminización de la Constitución (que van mucho más allá del asunto del llamado “lenguaje inclusivo”) están fuera de lugar por dos razones: o bien por ser redundantes (dado que la Constitución reconoce en los artículos 14 y 9.2 los principios de igualdad formal y efectiva, respectivamente); o bien, cuando no son redundantes (pensemos en las medidas de discriminación positiva, que pueden entenderse como desarrollo del 9.2), porque nos hallamos a su vez ante una nueva disyuntiva que desaconseja también su constitucionalización: En primer lugar, cuando se trata de constitucionalizar medidas de discriminación positiva, su constitucionalización no procede porque una Constitución mínimamente rígida no es el lugar donde consagrar medidas inherentemente transitorias como las cuotas, por ejemplo. Pero, en segundo lugar, cuando se trata de constitucionalizar “algo más que cuotas” y convertir el feminismo en un principio constitucional, entonces el feminismo de Estado se convierte fraudulentamente en religión de Estado y nuestra Constitución no permite que el Estado sea sujeto creyente de ningún culto, ni de particulares cosmovisiones.

En suma, cuando las medidas de igualdad no son redundantes y pueden ser razonables no son constitucionalizables y cuando son constitucionalizables, entonces entran en conflicto con principios constitucionales esenciales. Veámoslo a continuación con algo más de detalle.

 

La Constitución no es lugar para concepciones particulares de la igualdad

 

El primer problema que acabo de indicar puede replantearse de otro modo. Si concebimos la Constitución como un conjunto de conceptos (libertad, igualdad, etc.) que van concretándose históricamente a través de diversas concepciones (e.g. la concepción liberal de la igualdad, la concepción feminista de la igualdad, la concepción socialista de la igualdad, la concepción cristiana de la igualdad, etc.), entonces no debemos introducir en la Constitución tales concepciones porque ello equivaldría a petrificar la Constitución y someterla irreversiblemente a los designios de una parte de la sociedad en un momento dado, impidiendo así que el debate democrático perfile su alcance y precise la concepción que adquiere cada concepto constitucional a lo largo de la historia.

Desde esta perspectiva, la dicotomía concepto/concepción presupone un enfoque evolutivo de la Constitución (Dworkin 1996: caps. 12-14) frente a los excesos del llamado originalismo (vid. De Lora 1998), que fija rígidamente la interpretación de los conceptos constitucionales en una determinada concepción de cada concepto constitucional, singularmente la concepción que tenían los redactores de la Constitución al tiempo de su redacción (de lo que hace más de dos siglos en el caso de la Constitución de los EE.UU., nada menos). Huelga indicar que la teoría de la interpretación constitucional del originalismo estadounidense no sólo presupone una ontología estática de la Constitución, sino que resulta ser, por sus propósitos y por sus inevitables consecuencias, profundamente reaccionaria. Cualquiera puede comprender que cuando el originalismo aherroja la Constitución de los EE.UU. a la mentalidad de sus redactores de hace dos siglos, ignora la posterior evolución de la sociedad. De ahí que en su día la propuesta del presidente Ronald Reagan de proponer el nombramiento del originalista Robert Bork como magistrado de la Corte Suprema desatara una animada polémica entre Dworkin y Bork que trascendió a los medios de comunicación más populares de aquella nación (vid. Beltrán 1989).

Desde este punto de vista, constitucionalizar una concepción feminista de la igualdad, sería tan desatinado (y reaccionario) como confiarse a un enfoque originalista de la Constitución. En realidad, ni la Constitución, ni sus conceptos pueden ser patrimonio de ninguna concepción particular (pasada o presente), que siempre debe someterse al escrutinio democrático del debate público. En realidad, cada individuo o grupo debe poder expresar sus razones en el debate público y singularmente en el procedimiento de elaboración de las leyes en el Parlamento sin sustraerse cómodamente a crítica mediante la constitucionalización de su propia cosmovisión o ideología (que quizá sea tal el propósito inconfesable de la estrategia del feminismo de Estado constitucionalizante).

Por otra parte y por acudir a una metáfora rawlsiana y habermasiana, es evidente que cada individuo y cada grupo debe poder participar en el debate público traduciendo al discurso común sus legítimas demandas. No procede en ningún caso lo contrario, es decir: no cabe imponer el lenguaje de una determinada cosmovisión del mundo (más propiamente, sus propias categorías argumentativas) a los demás. Por ejemplo, si un cristiano adujera en el debate público que “X es una demanda legítima, porque la sostuvo San Pablo” es evidente que X no podría ser tenida en cuenta bajo esa justificación, porque no todos consideramos que San Pablo revista tal autoridad que haga innecesaria la justificación ulterior de sus juicios en el debate público. Sí sería una demanda bien formulada, si fuera entonces traducida así: “X es una demanda legítima porque compensa equitativamente en los aspectos a, b y c a los más injustamente desfavorecidos de la sociedad” y deberá indicar en qué sentido los desfavorecidos lo son.

Análogamente, si una feminista adujera en el debate público que “X es una demanda legítima, porque es feminista”, entonces deberá, como todo el mundo, traducirla (siempre en un sentido lato de “traducción”) a un argumento que sea comprensible por cualquiera que no sea feminista (y es posible no serlo defendiendo valores constitucionales legítimos, tal y como lo demuestra el hecho de que que ciertos feministas se muestren descontentos con nuestro marco constitucional). Y hay que decir que muy a menudo, tal traducción no es sólo una metáfora, sino también una realidad necesaria. Es decir, así como la doctrina cristiana cuenta con una sofisticada teoría (la teología dogmática, que presupone la fe cristiana); así la doctrina feminista cuenta con una no menos sofisticada teología que también se basa en una fe y requiere un conocimiento (un compromiso, una comunión) del que no todos gozamos, ni al que todos tenemos acceso. Y así como no es necesario saber teología cristiana para comprender que no cabe imponerla a los demás en el debate público, cabe asimismo sostener que no es necesario entender la teología feminista para sostener que no cabe imponerla a los demás en el debate público con su interpretación del mundo, de la historia y de los presuntos orígenes heteropatriarcales de la lengua castellana y de otras lenguas indoeuropeas, por cierto.

La célebre Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el matrimomio homosexual (STC 198/2012, de 6 de noviembre) nos ofrece un caso vistoso para captar las bondades de esta concepción evolutiva de la Constitución (como “un árbol vivo” diría la doctrina canadiense). Fue esta visión dinámica de la Constitución, que distingue entre los conceptos constitucionales (libertad, igualdad, justicia y cada derecho fundamental) de sus concretas concepciones (las que se pueda defender en cada momento y por parte de distintos individuos y grupos) lo que hizo posible que el concepto de matrimonio del artículo 32.1 de la Constitución (que sin duda fue pensado como matrimonio heterosexual por el constituyente) pudiera abarcar bajo la concepción actual el matrimonio homosexual. Si no ha sido necesario reformar la Constitución, ni siquiera en un caso tan clamoroso como éste (en que el constituyente claramente había presupuesto una concepción heterosexual del concepto de matrimonio, como subrayaba oportunamente el voto particular del magistrado Andrés Ollero que abogaba por una reforma constitucional), es precisamente porque la Constitución no debe ser contemplada estrechamente como un sistema de concepciones particulares (como lo es el feminismo o cualquier otro culto, ideología o cosmovisión), sino como un sistema de conceptos generales abiertos al legítimo debate democrático dentro del marco constitucional.

 

 Las medidas de discriminación positiva pueden ser razonables, pero su lugar no está en la Constitución

 

Entre las propuestas de feminización de la Constitución figura a veces la de elevar a rango constitucional medidas de discriminación positiva tales como las cuotas.  Tal propuesta no es redundante con respecto a los artículos 14 y 9.2 de nuestra Constitución, pero todo parece indicar que tales medidas no deben tener rango constitucional por su propia naturaleza excepcional (en el sentido de particulares y transitorias). Si en la práctica no queremos convertir a ciertos grupos sociales en beneficiarios odiosos de privilegios injustificados; esto es, si no queremos estigmatizar a ciertos grupos sociales con prebendas injustificadas a costa del sacrificio del principio de igualdad formal que soportan el resto de ciudadanos, entonces las excepciones al principio de igualdad formal deben justificarse y sólo pueden justificarse atendiendo a la aplicación del principio de proporcionalidad en el caso concreto y en una coyuntura concreta, por mucho que ello tengo lugar al amparo del principio de igualdad efectiva del artículo 9.2 de la Constitución.

Por lo tanto, en principio las medidas de discriminación positiva deben ser por su propia naturaleza concretas y transitorias y no generales y permanentes como lo son predominantemente las cláusulas constitucionales. Tales medidas son concretas porque, para beneficiar a un grupo, sólo deben establecerse atendiendo a la especial coyuntura histórica en que ello sea justo y así se decida democráticamente en el Parlamento. Son transitorias, porque las medidas de discriminación positiva no pueden establecerse para siempre, sino que tienen sentido en tanto y en la medida en que no se corrijan situaciones inaceptables de acuerdo con un concepto constitucional como el de igualdad. Es suma, la Constitución no es el lugar donde consagrar medidas provisionales, inidóneas para beneficiarse de la rigidez que se exige de una Constitución.

 

Las reformas constitucionales pueden ser razonables, pero no para consagrar una determinada cosmovisión, culto o ideología

 

Claro que si lo que se pretende con la “feminización de la Constitución” es algo más que constitucionalizar singulares medidas de discriminación positiva (“no sólo cuotas”), que ya hemos visto son incompatibles con la vocación de permanencia de la Constitución, entonces cabe preguntarse qué es lo que se pretende. Y lo que se pretende no es ya satisfacer mediante medidas legislativas más o menos oportunas los principios constitucionales de igualdad formal y sustancial de los artículos 14 y 9.2 de nuestra carta magna (algo que puede discutirse democráticamente), sino constitucionalizar una ideología, un programa político, una cosmovisión del mundo, y la vía elegida para ello ha consistido en hacer presa en el concepto constitucional de igualdad para imponer una de entre sus múltiples posibles concepciones, una entre muchas otras que cabe debatir democráticamente.

No voy a entrar aquí en los detalles de la llamativa semejanza entre el feminismo y la religión a la que me referí en García Figueroa 2019. Sí desearía aclarar ahora que no estoy presuponiendo que la religión sea algo malo en sí (algo que puntualizo en García Figueroa 2014). La religión puede ser considerada, por encima de todo, como un instrumento de delimitación de lo sacro y lo profano (no otra es la tesis fundamental de la obra maestra de Émil Durkheim, 2013) y parece evidente que cada ciudadano tiene derecho, con el debido respeto al orden público, a delimitar esa frontera según su propia visión del mundo. Lo que yo no creo (y tampoco lo hace nuestra Constitución, ni ninguna persona razonable) es que una religión (o cualquier otra cosmovisión análoga) pueda convertirse en religión de Estado e imponerse a los demás como bien sugiere el propio sintagma “feminismo de Estado”.

Si el cristianismo ha tenido la delicadeza de ser “la religión para salir de la religión” en las célebres palabras de Marcel Gauchet; conversamente el feminismo se está convirtiendo de manera lenta, pero implacable en una anti-religión para volver a la religión. No estoy asumiendo, insisto en ello, que debamos acabar con las religiones, ni despreciarlas, ni mucho menos. De lo que se trata es que “dejen de ser estructurantes”, como puntualizó el propio Gauchet (1998). En otras palabras, el único modo de preservar la libertad religiosa es que ninguna de tales religiones trate de arrollar a las demás desde el propio Estado. Es decir, nada hay de malo en que cada cual defina su espacio de lo sacro con otras personas que compartan su culto y tenemos un derecho constitucional a ello. Lo que no es admisible es tratar de imponer a todo un Estado un particular sentido de lo sacro. Esto es lo que hizo el nacionalcatolicismo en la España de Franco y es en lo que porfía el actual feminismo de Estado.

En suma, el feminismo de Estado no hace otra cosa que imponer por todos los medios a su disposición (i.e. se empeña en convertir en “estructurante”) su propia delimitación de lo sacro, mediante la absorción y reducción del concepto constitucional de igualdad dentro de una especial concepción de la igualdad.

Pero no es sólo que el feminismo de Estado se esté manifestando como un fenómeno fundamentalmente religioso. Lo peor es, sin duda, su deriva religiosamente fundamentalista. ¿Qué teoría política cabe esperar de una doctrina que no tolera las críticas? ¿en nombre de qué justicia y de qué libertad se rebelan quienes no permiten al prójimo ni siquiera abrir la boca para mencionar ciertas palabras o pronunciarse sobre ciertos asuntos? (A título de ejemplo, el profesor de la Universidad de Granada, Antonio Peña Freire, tuvo que impulsar un manifiesto en solidaridad con el profesor Pablo de Lora, a quien recientemente los miembros de un colectivo trans impidieron expresarse en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona).

Curiosamente, con sus maneras autoritarias el feminismo de Estado actual exhibe las peores notas del fundamentalismo religioso: un total desprecio por la opinión ajena y por los discrepantes, una insaciable invasión del espacio público, una integrista hiperregulación del espacio privado (que yugula la sana espontaneidad del ser humano en sus relaciones sexuales y también en sus más nimios usos y costumbres) y eso por no hablar de una inadmisible interferencia sobre la imparcialidad de los jueces en su actividad jurisdiccional (que está erosionando gravemente importantes principios del garantismo penal), así como de la vocación indisimulada de dominar la educación de los menores y los medios de comunicación social. Significativamente, ni el ámbito literario o artístico han sido inmunes a este neofundamentalismo de género totalmente intolerante y refractario, por cierto, no sólo a la crítica, sino también a la sátira, la ironía o el humor. Y no podía ser de otro modo, puesto que la inquisitorial defensa de lo sacro no admite componendas, ni bromas.

Pero si existe un ámbito donde la batalla por la libertad se hace más necesaria que nunca es precisamente en el uso del lenguaje, puesto que el lenguaje es el elemento común que atraviesa todos esos espacios amenazados por cualquier forma de fundamentalismo religioso. Las reivindicaciones feministas, no siempre muy equitativas en este aspecto, cobran un carácter central precisamente porque las prácticas humanas son language dependent y es obvio que el modo más eficaz de dominarlas plenamente es tratar de dominar orwellianamente el soporte lingüístico común a todas ellas.

Sobre este último asunto me voy a detener específicamente en el siguiente apartado. Por ahora y ante el ímpetu inmoderado del llamado “feminismo de Estado”, resulta más que nunca necesario retener algunos principios elementales sobre las relaciones entre religión y Estado que nuestra Constitución expresa. Como nos dice Luis Prieto, la disposición constitucional “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (primer inciso del art. 16.3 Const.) implica sistemáticamente, entre otras cosas, que “el Estado no se concibe como sujeto creyente” (Prieto 1991: 204 s.). Desde esta perspectiva, si queremos preservar nuestra Constitución y nuestras libertades más preciadas, es necesario que el Estado deje inmediatamente de concebirse a sí mismo como sujeto creyente, que es precisamente a lo que aspira la confesión del feminismo de Estado con su doctrina.

 

Referencias bibliográficas

 

Beltrán 1989: Miguel Beltrán de Felipe, Originalismo e interpretación. Dworkin vs. Bork: una polémica constitucional, Civitas, Madrid; De Lora 1998: Pablo de Lora, La interpretación originalista de la Constitución. Una aproximación desde la Filosofía del Derecho, CEPC, Madrid; Durkheim 2013: Émil Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa (1912), trad. A. Martínez Arancón y rev. S. González Noriega, Alianza, Madrid; Dworkin 1996: Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution, OUP, Oxford; García Amado 2020: Juan Antonio García Amado, “Sobre la sentencia por agresión sexual de los jugadores de la Arandina”, en Almacén de Derecho, 03/01/2020 (acceso 25/01/2020); García Figueroa 2014: Alfonso García Figueroa, Pleitos divinos. Una reconciliación del ateo con su propia fe, Palestra, Lima; García Figueroa 2019: Alfonso García Figueroa, “Feminismo de Estado: fundamentalmente religioso y religiosamente fundamentalista”, en Eunomi?a. Revista en Cultura de la Legalidad, 17, pp. 358-376; Gauchet 1998: Marcel Gauchet, La religion dans la démocratie. Parcour de la laïcité,  Gallimard, París; Gómez 2017: Itziar Gómez Fernández, Una Constituyente feminista. ¿Cómo reformar la Constitución con perspectiva de género? Marcial Pons, Madrid.Gómez 2019: Itziar Gómez Fernández, “Qué es eso de reformar la Constitución con perspectiva de género? Mitos caídos y mitos emergentes a partir del libro Una Constituyente feminista?”, en Eunomía. Revista en Cultura de Legalidad, 16 (abril 2019 – septiembre 2019), pp. 312-329; Prieto 1991: Luis Prieto, “Principios constitucionales del Derecho eclesiástico español”; en I.C. Ibán, L. Prieto Sanchís y A. Motilla, Curso de Derecho Eclesiástico, Facultad de Derecho. Universidad Complutense, Madrid, pp. 173-215;


Foto: Dublin, Miguel Rodrigo Moralejo

* Como hablante de nuestra lengua, en principio soy partidario del empleo de “presidente” y “vicepresidente” también para el femenino, porque me parece más respetuoso con la indiferenciada neutralidad de género del participio presente en voz activa del latín (praesidens, de una sola terminación sin importar el sexo), neutralidad que mantiene su reflejo en otros casos de desinencia no diferenciada como “la estudiante” (quien estudia) y no “la estudianta”;  o“gestante”, muy significativamente, no “gestanta” (quien gesta, que lo siguen haciendo mayoritariamente las mujeres). Sin embargo, comprendo que el uso de la desinencia diferenciada en “vicepresidenta” que emplea la RAE se ha extendido hasta el punto de que es lo más habitual. En lo cierto o no, pero también por reverencia al latín, prefiero decir “la juez”, mejor que “la jueza”, admitida por la RAE, porque la desinencia en x de “judex” me recuerda la neutralidad de género de los adjetivos latinos de una terminación, tales como “audax” que derivó en nuestra lengua en “audaz” y no “audaza”, o “capax” que dio para “capaz”, pero nunca para “capaza”. Imagino que como hablante, tendré algún derecho a contribuir al idioma también con estos prejuicios, quizá tan arbitrarios como cualquier otro, pero no menos legítimos.

** Se trata de una crítica que formulé al artículo “Qué es eso de reformar la Constitución con perspectiva de género?” (Gómez 2019) de la profesora de Derecho constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid, Itziar Gómez, quien ya había defendido previamente en su libro Una Constituyente feminista (Gómez 2017) la necesidad de feminizar la Constitución, como un programa de reforma más amplio y ambicioso que simplemente el de corregir supuestas afrentas del constituyente a las mujeres con un lenguaje supuestamente no inclusivo y luego condensó las ideas centrales en su trabajo citado, cuyo título completo es “Qué es eso de reformar la Constitución con perspectiva de género? Mitos caídos y mitos emergentes a partir del libro Una Constituyente feminista?” (Gómez 2019). A continuación, recordaré y matizaré mis argumentos en aquella discusión, que el lector más apresurado podrá obviar si lo que le interesa es específicamente la cuestión del lenguaje inclusivo a la que me referiré en la segunda entrega de este artículo. Por el contrario, el lector más interesado en mis argumentos a este respecto puede examinarlos con más detalle en mi trabajo arriba citado García Figueroa 2019.