Por Juan Antonio García Amado
«A ver si te atreves, gilipollas» no es una ofensa verbal grave y culpable en el sentido del artículo 54.2 LET según el TSJ de Madrid
¿Jueces o árbitros en equidad?
El artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores (Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido del Estatuto de los Trabajadores) regula el despido disciplinario. Dice en su apartado 1 que
El contrato de trabajo podrá extinguirse por decisión del empresario, mediante despido basado en un incumplimiento grave y culpable del trabajador,
y el apartado 2 señala qué conductas se considera incumplimientos contractuales a tal efecto, citándose en el punto c) la siguiente:
Las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos.
De lo anterior resulta la siguiente conjunción: son causa de despido disciplinario las ofensas verbales o físicas de carácter grave y culpable. La indeterminación salta a la vista y el problema interpretativo parece obvio, así que a la jurisprudencia le tocará establecer qué ha de entenderse por ofensa verbal o física de carácter grave y culpable. El problema no parece diferente del que suscitan otros supuestos de los que el mismo artículo 54.2 contempla, como “la indisciplina o desobediencia en el trabajo” (apartado b) o “la transgresión de la buena fe contractual, así como el abuso de confianza en el desempeño del trabajo” (apartado d).
Dicho problema interpretativo tampoco difiere sustancialmente del que provocan miles de normas en cualesquiera sectores del ordenamiento jurídico. Así, entre una infinidad de supuestos posibles, puede haber dudas sobre el alcance de lo que cuente como salario, a la luz del artículo 26.1 del Estatuto de los Trabajadores, sobre la referencia concreta del derecho de los trabajadores “en el uso de dispositivos digitales puestos a su disposición por el empleador” o de su derecho a la “desconexión digital” (art. 20 bis ET) o sobre lo que signifique el derecho del trabajador, en la prestación de sus servicios, “a una protección eficaz en materia de seguridad y salud en el trabajo” (art. 19.1 ET).
Nada distinto de lo que ocurre en cualquier otra rama de lo jurídico. ¿Qué implica, en el artículo 67 del Código Civil, el deber que los cónyuges tienen de “respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en interés de la familia”? ¿Y el de “socorrerse mutuamente” o “guardarse fidelidad”? (art. 68 del Código Civil). ¿Hasta dónde alcanza la obligación de alimentos en lo referido a “sustento, habitación, vestido y asistencia médica” del artículo 142 del Código Civil?
Si vamos a lo penal y buscamos un ejemplo bien sencillo, entre tantos, nos preguntaremos cuál es el alcance del “precio, recompensa o promesa” en el caso de la agravante que torna el homicidio simple en asesinato, de acuerdo con el artículo 139, 2º del Código Penal. Y así hasta el infinito.
Los tribunales pueden enfocar tales asuntos de dos maneras. Una, la que era habitual en nuestra tradición jurídica y que considero más propia de un Estado de Derecho, consiste en ir acotado y precisando la interpretación de tales expresiones y términos indeterminados. Obviamente, tal labor interpretativa se va realizando caso a caso, pero con el propósito de concretar en lo posible lo que bajo sus términos abarca la norma general, a base de ir sumando elementos a su contenido normativo genérico. Esto se hace fijando propiedades definitorias de los términos o expresiones en cuestión, según un esquema del siguiente tipo:
P es/no es una propiedad de los X
Por ejemplo, una propiedad del precio a que alude el artículo 139.2 CP como circunstancia determinante del asesinato es que debe haber al respecto un pacto previo al hecho delictivo (STS, Penal, 253/2018), fundamento sexto). Aplicado a nuestro asunto sobre el artículo 54.2 c), en lo que se refiere a “ofensas verbales” graves y culpables, tocaría a la jurisprudencia ir sentando cuáles son las propiedades definitorias de lo que sea ofensa verbal y cómo se determinan la gravedad y culpabilidad de una ofensa verbal.
El otro modo en que los tribunales pueden abordar las dudas en tales casos de indeterminación es mediante una valoración tendente a establecer la justicia del caso concreto, el preciso merecimiento de las partes en el caso. Ahí el énfasis no se pone, para nada, en lo que pueda significar “ofensa verbal” o en cuáles sean las propiedades que en abstracto definen la ofensa verbal, para comprobar si la proferencia que se juzga es o no subsumible bajo tal noción. El acento, por el contrario, se coloca en las circunstancias del caso concreto, ponderadas para ver si merece o no el sujeto que se le aplique la consecuencia jurídica negativa establecida, el despido procedente por “ofensa verbal”. En otras palabras, no importa principalmente que se trate o no de una ofensa verbal, sea como sea que tal noción se defina, sino lo que en el orden “objetivo” u “subjetivo” de las cosas merezca quien dijo al empresario o a un compañero de trabajo tal o cual cosa. Por ejemplo, el más feroz insulto no será tratado como ofensa verbal si, vistas todos los pormenores, no parece justo que el que lo emitió sea válidamente despedido, aun cuando cualquier hablante de nuestro idioma consideraría eso una ofensa verbal grave y supiera que hay culpabilidad plena en quien la expresó.
El argumento favorito de los tribunales de hoy, cuando emplean tal método casuístico, es el de la proporcionalidad. Al aplicar así, casuística y circunstancialmente, la idea de proporcionalidad, se busca lo equitativo por encima de lo formalmente legal y la clave está en la ponderación de las circunstancias del caso concreto. Si justicia es dar a cada uno lo suyo y lo suyo de cada uno depende de las precisa coyuntura fáctica de cada caso, el juez se convierte en lo más parecido a un árbitro en equidad y cumple con los sueños íntimos del iusnaturalismo más conservador y antinormativista, en la línea del llamado realismo clásico, que tiene uno de sus centros neurálgicos en la Universidad de Navarra y uno de sus más claros inspiradores en la obra del profesor Javier Hervada, entre muchos de igual orientación antinormativista y que ponen la clave de la decisión judicial en la prudencia del juez antes que en el dictado de la norma.
Ahora bien, la aplicación de este método o enfoque exige, cuando menos, una muy esmerada argumentación que haga énfasis en los pormenores y detalles de los que depende que, caso a caso, la justicia se incline de un lado o del otro. Y, para colmo, esa argumentación suele faltar.
De cómo la norma que viene al caso es lo de menos en el caso
Veamos ahora la sentencia que nos servirá de muestra. Se trata de la sentencia 57/2024 del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Sala Social, Sección 1ª, de 26 de enero de 2024.
Lo esencial de los hechos queda así descrito:
Sobre las 15h el actor manifestó que se marchaba porque acababa su jornada laboral, momento en que la administradora le advirtió que si se marchaba podía ser sancionado por desobediencia, teniendo en cuenta que había disfrutado de 15 minutos de descanso, contestándole el actor: <<a ver si te atreves, gilipollas>>, y se marchó en este momento dando un portazo».
Una forma de abordar el asunto, la primera que hemos visto, consistiría en preguntarse si llamar a un directivo o superior en la empresa “gilipollas”, en presencia de los compañeros de trabajo, y marcharse a continuación dando un portazo constituye o no ofensa verbal y si tal ofensa es grave y culpable. Pero la sentencia apenas dice nada sobre el significado que “ofensa verbal” pueda tener en el referido artículo 54.2 c) del Estatuto de los Trabajadores. Es más, admite la sentencia que ofensa verbal por supuesto que hay, y bien patente, pero que eso no es lo determinante, sino que se ha de atender a lo que de las circunstancias se desprende en términos de merecimiento:
“Pues bien, si bien tal insulto realizado por el trabajador y dirigido a la administradora constituye una clara ofensa verbal, lo cierto es que es un hecho aislado y que tuvo lugar en una situación donde la empresa le advierte que no debe marcharse, tras finalizar su jornada de trabajo, pero se marchó al tener prisa por motivos personales.
Por tanto, tal hecho concreto y aislado, no reúne la suficiente gravedad como para ser merecedor de la máxima sanción de despido, y más pudiendo la empresa haberle impuesto una sanción menos grave por tales hechos.
En el acto del juicio, alega la empresa que tal hecho se produjo en presencia de los demás trabajadores, lo cual es cierto, pero no afecta a la gravedad de la falta, en este caso, pues constituye un insulto concreto y aislado del trabajador” (fundamento sexto).
Y la conclusión:
“Por todo lo expuesto, dado que los hechos imputados no reúnen la suficiente gravedad y proporcionalidad con la máxima sanción impuesta, se debe estimar la demanda en su totalidad, declarando la improcedencia del despido».
Resulta curioso ese modo de razonar. Al parecer, un solo insulto no es insulto suficiente, con lo que pareciera que una ofensa verbal tiene que ser reiterada o expresarse con variedad de epítetos para que sea ofensa verbal a efectos de la norma en cuestión. Tal vez lo que quiere decir el Tribunal no es tanto que esa sea una interpretación defendible de la norma, como que nadie merece ser duramente castigado por insultar nada más que una vez, aunque sea en presencia de los compañeros del ofensor y subordinados del ofendido. ¿Por qué será esto? Supongo que porque al Tribunal le parece lo justo, y de hacer la justicia por encima o con relativa independencia de la legalidad y de sus sentidos se trata.
En cualquier caso, el Tribunal tiene plena conciencia de que el poder disciplinario del empresario no se ejerce de acuerdo con los dictados expresos del artículo 54 y sus interpretaciones posibles, sino con parámetros de equidad, de justicia del caso concreto:
El ejercicio del poder disciplinario empresarial está sujeto a límites materiales, entre ellos:
-Que la falta se encuentre tipificada en la norma legal o convencional de aplicación a la empresa, de manera que no sancione por conductas que no estén descritas en tales normas.
-Que la graduación de la falta se haya realizado atendiendo a principios de individualización y proporcionalidad correspondiendo al Juez de lo Social examinar si la sanción impuesta es acorde a la gravedad de la conducta del trabajador, teniendo en cuenta la trayectoria profesional, la antigüedad, los hechos coetáneos y posteriores, la mayor o menor responsabilidad” (fundamento séptimo).
Así pues, la tipificación legal de la falta es condición necesaria, pero no condición suficiente. Aunque la ofensa verbal sea patente y fuerte, ha de superar también el test de equidad o merecimiento que lleve a cabo el Tribunal según las circunstancias que quiera considerar en tal juicio de proporcionalidad o según el modo en que quiera pesarlas, ad libitum. Tiene muy claro el Tribunal que por encima de lo que la ley marca está lo que el juicio de merecimiento concreto determine:
Constituye justa causa de despido disciplinario, conforme dispone el art. 54.2.c) las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos. En línea con la concepción subjetivista que impregna en nuestro ordenamiento el despido, deben tenerse en cuenta circunstancias tales como el «clima de tensión y enfrentamiento imputable a ambas partes», (STSJ Extremadura de 26 noviembre 2003); no todas las ofensas verbales son acreedoras a la sanción de despido, que implica la extinción de la relación laboral, sino aquéllas que injustamente ataquen al honor de la persona contra la que se profieren o estén dirigidas a ofender su dignidad; y siempre que ello se realice dentro de la esfera de la relación laboral o con ocasión de ella, pero sin que deba fijarse en forma apriorística y objetiva, sino que ha de conectarse con la ocasión en que las ofensas se infirieron por el trabajador al superior, y sus circunstancias de lugar y tiempo.
En su consecuencia, las ofensas verbales, en las que se incluyen las injurias y las calumnias, deben ser enjuiciadas en el contexto y escenario en que se producen, aunque las agresiones físicas y las amenazas de muerte son siempre graves en el ámbito laboral. Además, las ofensas deben analizarse en función de las expresiones utilizadas, la finalidad perseguida y los medios y circunstancias en que se producen” (fundamento séptimo). Se ratifica tan idea con cita expresa de la sentencia de la propia Sala Social de 15 de enero de 2009:
… han de ponderarse todos sus aspectos, objetivos y subjetivos, pues los más elementales principios de justicia exigen una perfecta proporcionalidad y adecuación entre el hecho, la persona y la sanción, y en este orden de cosas, no puede operarse objetiva y automáticamente, sino que tales elementos han de enlazarse para buscar en su conjunción la auténtica realidad jurídica que de ella nace, a través de un análisis específico e individualizado de cada caso concreto, con valor predominante del factor humano, pues en definitiva se juzga sobre la conducta observada por el trabajador en el cumplimiento de sus obligaciones contractuales, o con ocasión de ellas».
En conclusión,
El Juez deberá realizar un juicio de adecuación de los hechos declarados probados a la tipicidad de la falta prevista en la norma legal o convencional, comprobando si, en atención a todas las circunstancias concurrentes, subjetivas y objetivas, anteriores y coetáneas, con especial valoración del factor humano, y de los requisitos de forma, el trabajador es merecedor o no de la sanción impuesta. El empresario es libre de elegir cuál de las varias sanciones tipificadas para un determinado tipo de infracción corresponde imponer, mientras que al órgano judicial corresponde valorar la tipicidad, culpabilidad, proporcionalidad y gravedad de la falta, acudiendo a los parámetros de la teoría gradualista” (fundamento séptimo).
Así que
En contestación al reproche formulado por la empresa hay que valorar el contexto en que se produjeron los hechos, así como las circunstancias objetivas y subjetivas concurrentes, entre los que resalta que cuando se exige al trabajador su presencia en las instalaciones de la empresa ya había terminado su jornada de trabajo y tenía prisa por motivos personales, y aunque cuando la contestación del actor y las formas empleadas al dirigirse a la administradora fueron destempladas, desabridas y malsonantes, » a ver si te atreves gilipollas», marchándose dando un portazo, no tienen la gravedad y el componente de culpabilidad necesario como para justificar su despido, lo que conduce a desestimar el recurso y confirmar la sentencia recurrida que no ha infringido la normativa y jurisprudencia denunciada” (fundamento octavo).
Allá donde se juzga en función de las circunstancias, la mínima motivación razonablemente exigible debe contener al menos los siguientes elementos:
a) Selección de las circunstancias relevantes a efectos del juicio de merecimiento, a la casuística decisión.
b) Justificación de por qué son esas y no otras las circunstancias a tal efecto relevantes. Importará mucho explicar por qué no cuentan otras circunstancias que muchos espectadores imparciales podrían estimar que sí tienen importancia en el caso.
c) Valoración de si tales circunstancias relevantes concurren y del grado en que concurren.
Nada de eso se satisface en esta sentencia. Simplemente se toman los siguientes datos como determinantes del juicio casuístico de merecimiento:
(i) El trabajador ya había terminado su jornada de trabajo cuando decidió irse. No parece que importe que faltaran cinco minutos o si en esos cinco minutos que restaban de jornada se podría haber dado la información que el directivo pretendía transmitir a todos. Tampoco se da relevancia a la calificación que merezcan los quince minutos que el trabajador había tenido de descanso o de no ejercicio de su tarea.
(ii) El trabajador tenía prisa por motivos personales. Habrá que pensar, pues, que cuando un trabajador insulta a su superior porque tiene prisa por razones suyas, concurre una razón para que ese insulto no sea “ofensa verbal” grave y culpable a efectos del artículo 54 ET.
(iii) Lo desabrido, destemplado y malsonante de la reacción del trabajador cuando dijo a la administradora de la empresa “a ver si te atreves, gilipollas” y que saliera dando un portazo “no tienen la gravedad y el componente de culpabilidad necesario como para justificar su despido”. No lo tienen porque el Tribunal dice que no lo tienen, que para eso es el Tribunal el que valora si lo tienen o no y no hay más que decir ni se merecen mejores explicaciones.
Y aquí paz y después gloria. Así acaban siendo las motivaciones de las sentencias cuando lo que se busca es la proporcionalidad y no la legalidad. La justicia del caso concreto es la que concretamente a mí me parezca y el dar a cada uno lo suyo será dar a cada cual lo que a yo considere justo. El legislador puede decir misa, pero, diga lo que diga, ha de pasar por el tamiz de mi sentido de la equidad lo que él haya mandado. Podrán darse al pie de la letra los hechos contemplados en el supuesto de hecho de la norma, pero si la consecuencia jurídica que formalmente habría de seguirse no satisface mi sentido de lo justo o lo que a mí me dicte la virtud de la prudencia, excepciono la norma para no incurrir en desproporción. Porque qué duda puede caber de que desproporcionado es lo que no cuadra con mis proporciones.
No pretendo sostener ni que haya que juzgar con mano dura supuestos como este ni que no quepa de ningún modo interpretar en artículo 54.2 c) con amplitud bastante como para que este despido pudiera tenerse por improcedente. Lo que cuestiono es una manera de razonar y de argumentar que tiene la norma por poco menos que un estorbo y que convierte al juez en señor de vidas y haciendas y en soberano con ínfulas de virtuoso justiciero. Qué duda cabe, además, de que esto aumentará la litigiosidad, pues allá donde la norma no dirime y sus significados e interpretaciones poco importan, quién no probará suerte en la ruleta judicial para ver quién me toca, qué tan equitativo anda y qué humores tendrá hoy su señoría.
Sobre la inviabilidad del precedente cuando manda el detalle del caso
Es obvio que donde el casuismo impera así, el precedente sucumbe y los jueces hasta se liberan de los dictados del Supremo y sus “casaciones”. Allí donde cuenta la proporcionalidad, inevitablemente casuística, no cabe sentar más precedente que el que regiría para otro caso exactamente igual en todos y cada uno de los pormenores fácticos, lo cual, por definición, nunca ocurrirá, pues bastará decir que el insulto no fue “gilipollas”, sino “imbécil”, para que se pueda reponderar a calzón quitado y decir digo donde dije Diego.
Donde hay norma no cabe más precedente que el precedente interpretativo, pero este no concurrirá cuando hacia la norma y sus significados impere la indiferencia y nada más que cuente el sentido de la justicia de los jueces. Excelente excusa para que todos los tribunales sean “supremos”. A ver cómo se compadece todo esto con la función de la casación o de la “unificación de doctrina”.
Lo que en el fondo planteo es la imposibilidad de sentar precedentes por vía de ponderación casuística. La idea de proporcionalidad, tal como la aplican esa sentencia que comento y muchísimas más hoy en día, lleva al casuismo, pues esa ponderación es necesariamente dependiente de las circunstancias del caso concreto, que son las que pesan por encima de todo; más allá de que, por lo general, esos tribunales apenas motivan por qué a cada circunstancia o al conjunto de ellas atribuyen uno u otro peso.
Eso, por lo demás, recuerda mucho los problemas de valoración de la prueba, lo cual no es de extrañar, ya que se trata de “pesar” hechos del caso y de ver para qué lado se inclina al final la balanza de la proporcionalidad. Es muy curioso que la parte normativa de la decisión apenas dependa ya de lo que digan las normas formalmente aplicables (en nuestro caso, el art. 54.2 c) ET) y se establezca en función de lo que “pesen” los hechos del caso (cuánto faltaba para que acabara la jornada laboral, cómo fue el portazo al marcharse el trabajador, si importa o no que los compañeros estuvieran presentes cuando llamó “gilipollas” al jefe y lo retó…). Los hechos y su valoración cuentan doblemente, por tanto: por el lado de la fijación de hechos probados y por el lado de la determinación de lo que sea proporcional. Y lo curioso es que la vieja idea de la “libre valoración” o apreciación en conciencia parece que se traslada ahora a ese segundo aspecto: los hechos pesan “normativamente” en la conciencia del juez y basta mencionar los que le importen, para que tengamos que dar por bueno el resultado de tan peculiar “balanza”. Hemos pasado de motivar mal la valoración de la prueba y pasablemente el uso de la norma a no argumentar en verdad ni lo uno ni lo otro.
Insisto en que hay incompatibilidad entre ponderación casuística y circunstancial, para establecer el “veredicto” del principio de proporcionalidad, y creación de precedentes aplicables a casos ulteriores, pero no incompatibilidad conceptual, sino sustantiva, práctica. Explico esto.
En la ponderación de circunstancias es el detalle fáctico lo determinante. No puede ser de otro modo. A lo mejor, si en lugar de faltar cinco minutos para el fin de la jornada laboral hubieran sido ocho los que quedaban, variaría el resultado tenido por proporcional; o si en vez de llamarlo “gilipollas” le hubiera dicho “h. de p.”. Los datos a ponderar son siempre variados y complejos cuando del caso interesa el detalle preciso y no meramente lo que “formalmente” encaja en el supuesto de hecho de la norma. Se ve bien en el asunto en examen, ya que no se gasta tiempo en interpretar qué sea “ofensa verbal”, sino que se admite que ofensa verbal hay, pero que toca mirar si el sujeto merece la sanción que la norma prevé para la ofensa verbal que sea, además, grave y culpable. Así que el principio de proporcionalidad se sienta sobre un razonamiento con esta estructura: La norma prevé la consecuencia C para el supuesto genérico H, pero la consecuencia C sólo se aplica si, además de concurrir un ejemplar de H, es proporcionada (justa, a efectos de dar a cada uno lo suyo), y la proporcionalidad depende de que en el caso aparezcan las circunstancias C1, C2… Cn (ejemplo: que dijera “gilipollas”, que faltaran cinco minutos para acabar la jornada, que el trabajador tuviera prisa, que la prisa fuera por razones personales suyas…). Pues bien, aunque en hipótesis cabe que vuelva a darse un caso igual y que se le aplique el precedente así puesto, en la práctica viene a resultar imposible, porque basta que en el futuro caso no aparezca una de esas circunstancias C1, C2… Cn o que surja una más, Cn+, para que ya se pueda decir que el caso es diferente y que no toca aplicar el precedente aquel, sino ponderar de nuevo y ver qué sale como proporcional ahora. Dicen los ponderadores y “proporcionalistas” que siempre, al ponderar, se acaba en una regla para el caso, pero que tal regla se aplica con propósito de universalización. Ese propósito, como se ve, es teórico, pero prácticamente inviable en la práctica. El único precedente que cabe poner, cuando hay norma aplicable y se decide interpretándola, es el precedente interpretativo, y los precedentes interpretativos hay que motivarlos con argumentos interpretativos, no pesando imaginariamente hechos. Por eso es tan paradójico, a mi juicio, que tantos iusmoralistas ponderadores y centrados en el principio de proporcionalidad anden dándole vueltas a la teoría del precedente. Pretenden la cuadratura del círculo o fingir que las normas que el pesar hechos crean pueden ser generales y abstractas en la teoría y en la práctica. Sólo lo aparentan, pues el casuismo, a la hora de la verdad, no quiere vinculaciones, sino libertad de balanza y viva la Pepa.
Mi tesis en resumen es que universalizar casos particularísimos es tan vano y engañoso como si yo decido que le regalo una camisa verde pistacho a un señor porque cumple cincuenta y dos años, vive en el barrio sevillano de Triana, es arquitecto, tiene ocho dioptrías en el ojo izquierdo, es padre de tres hijos y colecciona monedas alemanas y agrego que siempre que otro señor se halle en idénticas circunstancias le regalaré una camisa verde pistacho, porque esa es la regla universal que me guía. Suena a broma pero, al parecer, entre nuestros colegas hay muchos que se lo toman en serio y se quedan felices y se autodefinen como kantianos pertinaces.
Acabo con una tesis de fondo, que no desarrollaré ahora aquí. El casuismo rampante se alimenta de dos estrategias. Cuando hay una ley que iguala y el juez no quiere aplicar la consecuencia jurídica al caso así “igualado” en la norma, se echa mano del principio de proporcionalidad para excepcionar la norma igualadora, norma que, por cierto, no se interpreta, para que quede desde el principio bien difuminada y que no se note el truco. Y cuando la norma diferencia y se quiere decidir contra esa diferenciación, se recurre al principio de igualdad y se obvia la diferencia de trato so pretexto de que concurre por vía de los hechos un principio que derrota al de igualdad que a la norma subyace. Así pues, la suma de principio de proporcionalidad, para diferenciar lo normativamente igual, y de principio de igualdad, para igualar lo normativamente diferente, da un casuismo extremo y es mano de santo para que los jueces hagan de su toga un sayo y se pasen la ley por su santa balanza íntima.
Abu Zayd ante el cadí de Saada. Wikimedia Commons