Por Juan Antonio Lascuraín

 

La prescripción del delito tiende a verse socialmente con ojos de franca antipatía. ¿Por qué resulta suficiente el mero paso del tiempo para librar de toda responsabilidad a quien cometió un hecho gravemente lesivo? ¿No se opone esto a nuestras más elementales intuiciones de justicia? ¿No es en cierto modo un aliciente para la comisión de delitos el someter a plazo la elusión de la acción de la justicia?

Existen sin embargo razones poderosas para renunciar a la pena si al paso prolongado del tiempo se une la inactividad estatal. Tan poderosas que en todos los ordenamientos democráticos, decentes, los delitos prescriben. Está por un lado la idea de que la pena tardía sirve para poco: ni restaura una quiebra de la paz social demasiado pretérita, ni procura la resocialización de un sujeto quizás ya plenamente socializado, por ejemplo. Late también en la prescripción la finalidad de poner freno a la inseguridad jurídica, a la perenne latencia de una amenaza penal: no solo para quien realizó la conducta lesiva, sino también para el inocente que no obstante pudiera resultar sospechoso de haberla cometido. Y está, en fin, el propósito de que se pongan las pilas las instituciones públicas encargadas de la persecución del delito.

La cuadratura del círculo entre “el que la hace la debe pagar” y el “qué poco sentido tiene ya castigar a estas alturas” radica en unos generosos plazos de prescripción (veinte años para los delitos más graves) que no midan la distancia temporal entre el delito y la pena firme, sino bien el lapso entre el delito y la ausencia de procedimiento dirigido “contra la persona indiciariamente responsable del delito, bien la duración de la paralización del mismo.

 

Un truco para eludir la prescripción

 

El Código Penal es hoy bastante elocuente cuando afirma que a los efectos antedichos “la persona contra la que se dirige el procedimiento deberá quedar suficientemente determinada en la resolución judicial” (art. 132.2 CP). Lo normal será que tal dirección sea nominal y apellidal, aunque sea sensato hacer alguna excepción cuando se trate de un delito propio de una organización o grupo criminal. Argumentos teleológicos y axiológicos conducen a leer así la parte del artículo 132.3 CP que me quedaba por transcribir: “ya sea mediante su identificación directa o mediante datos que permitan concretar posteriormente dicha identificación en el seno de la organización o grupo de personas a quienes se atribuya el hecho”.

Esta tesis es el objeto de esta entrada y viene a cuento de una práctica preocupantemente extendida de las acusaciones que trata de evitar la prescripción de un modo contrario a su finalidad y a los valores que preserva dirigiendo la imputación, sí, a ciertas personas que se individualizan, pero haciéndolo también a “aquellos que deciden en la empresa” o en una determinada administración pública, o a “aquellos que hayan podido desde las mismas colaborar con los hechos denunciados”. Lo preocupante, claro, no es que se impute así, sino que los jueces den valor interruptivo a la confirmación judicial de una imputación tal.

 

No seamos tacaños con la prescripción

 

El punto de partida de las interpretaciones judiciales de las normas reguladoras de la prescripción es la restricción de sus términos de cara a una no restricción de la prescripción. Dicho en palabras de un especialista, el profesor Ragués i Vallés, “en caso de existir distintas opciones interpretativas sobre un determinado precepto, debe primar siempre aquella que permita negar la prescripción del hecho imputado«.

Nos parecerá mejor o peor la regulación de la prescripción, pero es obvio que debe ser respetada por los jueces y asumida por los ciudadanos. Se discute si ese respeto debe ser el propio de las normas penales, a las que pertenecerían las normas de prescripción, que es constitucionalmente más severo que el de cualquier otro tipo de normas. Tras el derecho general de todos los ciudadanos a la tutela general de los jueces (art. 24.1 CE), que comporta la recepción de una respuesta a su problema conforme a Derecho, el Constituyente decidió reforzar esa tutela cuando lo que interpretan y aplican los jueces son normas sancionadoras. La cuestión, vexata quaestio, objeto de un longevo debate, es si las normas de prescripción son normas penales y por ello sometidas a sus rigurosas exigencias de retroactividad favorable, irretroactividad desfavorable y proscripción de interpretaciones extensivas, o son normas procesales y como tales admiten un mayor margen de operatividad judicial.

Frente a la posición del Tribunal Supremo de que estamos ante normas penales (SSTS 101/2012, de 27 de febrero; 289/2015, de 14 de marzo) el Constitucional se ha mostrado cuando menos dubitativo. No tanto como para olvidar que, aunque no directamente, lo que frecuentemente está detrás de las decisiones de prescripción es el derecho a la libertad:

en efecto, no puede desconocerse que la decisión judicial desestimatoria de la prescripción extintiva de una infracción penal abre paso a la posibilidad de dictar una Sentencia condenatoria que, por su propio contenido, supone la privación de bienes jurídicos protegidos constitucionalmente» (STC 63/2005, de 14 de marzo, FJ 3). Este trasfondo “impone, pues, una lectura teleológica del texto contenido en el artículo 132.2 CP que lo conecte a las finalidades que con esa norma se persiguen, finalidades que, conforme ha quedado expuesto, no son las estrictamente procesales de establecer los límites temporales de ejercicio de la acción penal por parte de los denunciantes o querellantes […] sino otras muy distintas, de naturaleza material, directamente derivadas de los fines legítimos de prevención general y especial que se concretan en las sanciones penales y que son los únicos que justifican el ejercicio del ius puniendi, así como de principios tan básicos del Derecho penal como los de intervención mínima y proporcionada a la gravedad de los hechos«. Así, «[e]sta configuración material del instituto de la prescripción coincide, por lo demás, con la naturaleza de institución de orden público que le ha venido siendo reconocida por la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo, y de la que además deduce que no debe procederse a efectuar interpretaciones restrictivas de los términos literales en que viene legalmente expresada (SSTS de 25 de abril de 1990, 15 de enero de 1992 y 10 de febrero de 1993, entre otras)» (STC 63/2005, FJ 6).

 

Un argumento teleológico

 

Mientras que la determinación del plazo en la regulación de la prescripción parece orientada sobre todo a preservar la funcionalidad de la pena, la decisión acerca de cuándo se interrumpe se dirige principalmente a la conservación de la seguridad jurídica y al fomento de la diligencia de la investigación pública. Creo que son estas finalidades las que de un modo garantista perseguía el legislador histórico al preterir la mera apertura de una indagación judicial como interruptiva de la prescripción y preferir la dirección del procedimiento contra un posible culpable. Así lo muestra el sólido trabajo de Pastor Alcoy (“Tratado de la prescripción penal”, Atelier, 2019). Solo a partir de tal hecho, de una primera imputación, se desvanece en buena medida la incertidumbre acerca de qué hará el Estado y contra quién (y probablemente contra quién no); solo a partir de tal hecho comprobaremos que la maquinaria judicial va en serio y no está simplemente aparentándolo.

Si esto es así carece de sentido que se dé por válida la aproximación y la inacción para interrumpir la prescripción: carece de sentido que se interprete como una “imputación” interruptiva la que por un lado es indeterminada, y por ello mantenedora de la inseguridad, y por otro es determinable, y por lo tanto precisable con diligencia. Nos cargamos las garantías que preserva la difícil institución de la prescripción si vale con señalar a los que dentro de un colectivo amplio o muy amplio pudieran haber colaborado con el hecho. Extremando el argumento, ¿valdría acaso “imputar” a “los que pudieran resultar autores y partícipes del hecho”?

 

Un argumento axiológico

 

Porque está además otro argumento axiológico más, también – y tan bien – expuesto por el magistrado Pastor Alcoy. Si para interrumpir la prescripción se trata de que exista un “procedimiento” que se dirija “contra la persona indiciariamente responsable el delito” (art. 132.2 CP), mal puede hablarse cabalmente de tal existencia respecto a un determinado ciudadano, de un procedimiento judicial propio de tal nombre en un Estado democrático, si dicho ciudadano no lo sabe, o no lo sabe con certeza, y en cualquier caso no puede defenderse, por ejemplo, para impugnarlo. Con sabiduría ha precisado el Tribunal Constitucional que las interpretaciones de las normas que regulan la prescripción han de ser coherentes con “la necesidad de que en todo momento el procedimiento penal aparezca rodeado de las garantías constitucionalmente exigibles” (STC 63/2005, FJ 5).

 

Excepciones

 

Lo anterior sugiere que una regla de interrupción de la prescripción plenamente garantista debería exigir no solo una “dirección” nominal del procedimiento, sino una imputación formal, como proponen ilustres procesalistas. Lo que desde luego no debería valer, y es lo que estoy tratando de argumentar, es que sea suficiente, no que el juez señale a alguien con el dedo, sino que simplemente exponga más o menos vagamente hacia dónde mira. Insisto en que aceptar como válida tal estrategia es plegarse a la inseguridad, a la negligencia y a la indefensión.

Se dirá que, como he transcrito ya, el propio legislador expresa la validez interruptiva de la mención judicial de “datos que permitan concretar posteriormente dicha identificación en el seno de la organización o grupo de personas a quienes se atribuya el hecho”. Pero ojo con la elefantiasis interpretativa de la excepción. La misma se está refiriendo a la difícil lucha contra la delincuencia de las organizaciones y grupos criminales y al hecho de que buena parte de tal dificultad reside en la individualización de las responsabilidades penales y en el alcance a los altos estratos decisores de las mismas. La excepción se refiere expresis verbis a los casos de la atribución inicial del hecho a una organización o grupo y no al simple hecho de que tal atribución lo sea a alguien que opera con otros o a alguien que lo hace desde una organización o un grupo, cosa que será bastante habitual y cosa que habitualmente no generará especiales dificultades para determinar al individuo o individuos potencialmente responsables.

 

Conclusión

 

No tomemos la prescripción en vano, que nos va en ello la función de las penas, la seguridad jurídica y la diligencia judicial. Interrumpamos la prescripción solo cuando el procedimiento señale nominalmente al posible culpable y no admitamos otro atajo que el que provoca la delincuencia de las organizaciones criminales.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo