Por Arturo Muñoz Aranguren

 

La presunción de inocencia como regla de juicio

 

El art. 11.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dispone que

«[t]oda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la Ley y en un juicio público en el que se hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa›».

Al igual que ocurre con el resto de los derechos reconocidos en la indicada Declaración, el concepto de presunción de inocencia no ha permanecido incólume desde la adopción y proclamación por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948. En particular, la presunción de inocencia es un derecho poliédrico, del que se derivan un haz de garantías de distinto signo, cuyo alcance ha evolucionado con el paso del tiempo.

En el contexto actual, se aprecia desde algunos sectores doctrinales y, sobre todo, jurisprudenciales, una tendencia a denunciar una supuesta «hiperinflación» de este derecho, que obstaculizaría la persecución de determinados delitos y provocaría, a la postre, la impunidad de algunos de ellos (vid. STS, 2ª, nº 332/2019, de 27 de junio). Pero sabemos desde hace mucho que la contraposición de la presunción de inocencia con la impunidad de determinadas conductas delictivas encierra siempre un falso dilema: si se relajan las exigencias que encierra aquel derecho, ya no estaremos seguros de condenar a un verdadero culpable.

Más allá del debate sobre la discutida naturaleza jurídica de la presunción de inocencia (su controvertida catalogación como derecho subjetivo o presunción legal, que autores como De la Oliva ponen en tela de juicio) cabe resaltar que, a grandes rasgos, es una figura que se desdobla de la siguiente manera: como una regla de tratamiento, en la medida en que obliga a los Poderes Públicos a tratar a toda persona como si fuera inocente hasta que, en su caso, recaiga sentencia firme condenatoria; y como regla de juicio lo que, dicho en síntesis, significa que toda condena penal exige una prueba de cargo lícita y válida en virtud de la cual el tribunal obtenga la certeza de la culpabilidad del acusado.

En relación, precisamente, con la presunción de inocencia como regla del juicio, creo de interés hacer una serie de reflexiones sobre una posición jurisprudencial asentada desde hace años, que estimo que debería ser objeto de una revisión crítica.

 

El principio in dubio pro reo

 

Es conocido que el Tribunal Supremo (vid. STS, 2ª, nº 459/2018, de 10 de octubre), modificando su anterior jurisprudencia, entiende que el principio in dubio pro reo forma parte del derecho a la presunción de inocencia. La presunción de inocencia supondría la exigencia ineludible de concurrencia de prueba de cargo lícita y válida suficiente para dotar de certeza a la tesis acusatoria. Por su parte, el principio in dubio pro reo actuaría en un momento posterior del estadio de la valoración probatoria, una vez superado por la acusación el umbral de la presunción de inocencia del acusado. De alguna forma, la presunción de inocencia haría referencia a la existencia de prueba de cargo objetivamente convincente, mientras que el adagio in dubio pro reo se aplicaría a aquellos casos en los que el tribunal, a pesar de existir esa prueba de cargo objetivamente suficiente para fundar una condena desde la perspectiva de la presunción de inocencia, albergara alguna duda subjetiva sobre la culpabilidad del acusado. En esos casos, se entiende por nuestra jurisprudencia que, si el tribunal mantiene sus dudas y su “falta de convicción”, debe, en todo caso, absolver al acusado. Y si a pesar de ello le condena y hay constancia en la sentencia de esas dubitaciones, la resolución debe ser revocada o casada en vía de recurso.

Adicionalmente a los requisitos de prueba de cargo objetiva y convicción subjetiva, la jurisprudencia de la Sala Segunda añade un tercer elemento: que entre el presupuesto y la convicción exista objetivamente un «enlace de racionalidad y lógica».

 

La «íntima convicción» a examen

 

A mi juicio, esta construcción jurisprudencial no es satisfactoria. Supone, de alguna forma, el regreso de la superstición de la íntima convicción del tribunal que, frente a la objetividad de las pruebas practicadas en el plenario, haría prevalecer un pálpito metajurídico sobre la inocencia del acusado. Si a pesar de haberse practicado prueba de cargo válida y suficiente el tribunal alberga dudas sobre la culpabilidad debe absolver al acusado, pero razonando motivadamente por qué el cuadro probatorio no le parece objetivamente suficiente.

Dicho con otras palabras, si a despecho de lo que sostenían los tribunales españoles hace ya algunas décadas (todavía en la STS, 2ª, núm. 731/2003, de 31 octubre, puede leerse que «[l]a valoración de la prueba con arreglo a conciencia, como ha declarado la jurisprudencia, supone su apreciación sin sujeción a tasa, pauta o regla de ninguna clase»), nos parece inconcebible que pueda condenarse a una persona con base en la exclusiva convicción íntima del juzgador, sin que se desgrane una valoración probatoria pormenorizada de la prueba de cargo -que ha de ser válida y (objetivamente) suficiente-, también nos lo debería parecer la posibilidad de que, concurriendo prueba de cargo suficiente para alcanzar la certeza objetiva de la culpabilidad, el tribunal acabe absolviendo al acusado apelando a una corazonada. Deberá, si es el caso, plantearse el tribunal en ese momento que, o bien no está extrayendo las conclusiones razonables -y racionales- del resultado de los medios de prueba practicados en el plenario (por lo que sus dudas subjetivas se desvanecerían) o, alternativamente, reflexionar sobre si sus dudas subjetivas están o no verdaderamente asentadas en datos objetivos. En cuyo caso, y de ser la respuesta afirmativa, la absolución no vendrá determinada por la intime conviction del juez, sino por la ausencia de una prueba de cargo objetiva -e intersubjetivamente- aceptable.

En definitiva, toda decisión del juzgador -ya sea absolutoria o condenatoria- debería poder ser explicable y explicada al «auditorio universal razonable» (por decirlo con Perelman), sin que sean aceptables remisiones a convicciones morales que no puedan ser enunciadas razonadamente y motivadas en debida forma.  El sintagma «duda razonable» (contenido en el estándar anglosajón que ha hecho fortuna, beyond a reasonable doubt) , como límite que hay que franquear para enervar la presunción de inocencia, debe ser interpretado en el sentido de que el adjetivo «razonable» se predica de la duda (no de los sujetos que eventualmente dudan) y que -como apunta Igartua Salaverría- lo razonable no se presume, sino que debe ser justificado y exteriorizado por medio de la motivación.

Si el primer paso hacia una racionalización de la valoración probatoria ya se ha dado desde hace años (desterrando condenas basadas exclusivamente en la convicción íntima del juez, al margen de todo análisis racional del cuadro probatorio), el segundo está todavía pendiente de darse. A pesar del interés suscitado puntualmente en la doctrina española en los últimos años (de la mano de la recepción patria del pensamiento de Taruffo o Ferrajoli), sigue siendo llamativo que un aspecto tan decisivo de la función jurisdiccional -cómo ha de valorarse la prueba y su rendimiento epistemológico- apenas despierte interés dogmático.

No es ajena a la actual situación la sumamente cuestionable supravaloración de la inmediación judicial, como ha denunciado agudamente entre nosotros Perfecto Andrés Ibañez. Se asume como una verdad inapelable que tan solo el tribunal frente al que se practicaron las pruebas estaría capacitado para, aplicando el principio in dubio pro reo, absolver al acusado. Francamente, no veo por qué, desde un punto de vista estrictamente epistemológico, el tribunal de apelación, o en su caso, de casación, no estarían en la misma disposición «de dudar» que el órgano de instancia. La justificación de que las absoluciones basadas en el principio in dubio pro reo vendrían sustentadas en el contacto directo con los medios de prueba personales y, en especial, por la percepción de primera mano de los gestos, tono de voz, etc., de los declarantes en el plenario se ha demostrado epistemológicamente errada. Se ha acreditado hasta la saciedad, a través de la denominada psicología del testimonio, que los jueces y jurados no poseen una especial habilidad a la hora de interpretar correctamente el lenguaje gestual de los declarantes (De Cataldo Neuburguer, Esame e controesame nel processo penale. Diritto e psicología, Cedam, Padova, 2000). Interpretación que, todo sea dicho, no es en modo alguno sencilla ni unívoca, ni siquiera para los verdaderos especialistas en la materia, por lo que no deja de sorprender que, en fechas recientes, la STS, 2ª, de 4 de julio de 2019, afirmara que el «mecanismo del lenguaje gestual» opera -en lo que a su correcta aprehensión por parte del órgano enjuiciador se refiere- «de forma sencilla».

Sin que sea ocioso apuntar que, desde el punto de vista epistémico, la valoración de la prueba sin inmediación presenta también algunas ventajas no desdeñables. Lejos de la tensión emocional del juicio -del que, no lo olvidemos, el juez también forma parte, aunque sea como tercero en discordia- un examen sosegado y desprendido de todo componente emocional del resultado de la práctica de la prueba, convenientemente documentado en los autos, puede favorecer un análisis desprejuiciado del material probatorio. En modo alguno pretenden estas líneas proponer un modelo de juicio penal desprovisto del principio de inmediación, pero sí enfatizar que tienden a sobrestimarse sus virtudes epistémicas. Y, de forma correlativa, a limitarse injustificadamente la cognición de los tribunales llamadas a revisar las decisiones judiciales.

 

A modo conclusivo

 

Vincular convicción subjetiva con inmediación me parece un error, agravado por la incorrecta afirmación de que el convencimiento íntimo no sería potencialmente explicable por los jueces a través de sus sentencias, lo que supone una regresión irracionalista en la valoración probatoria. En último término, toda duda razonable -si es que en verdad es tal- sobre la culpabilidad del acusado debería tener su correspondiente asiento objetivo. Esas dudas subjetivas -para ser aceptables- deben poder ser tasadas racionalmente, de forma que la artificiosa disociación entre la duda objetiva y la subjetiva -hoy en día, moneda corriente en la jurisprudencia del TS- se desvanece. También, como corolario de lo anterior, se difumina conceptualmente la diferencia -desconocida, no por casualidad, en jurisdicciones procesalmente afines como la italiana o la alemana- entre el in dubio pro reo y el derecho a la presunción de inocencia.

En definitiva, el derecho a la presunción de inocencia -cuya vigencia y necesidad nadie discute seriamente hoy en día- exige examinar todos sus matices con detenimiento, sin olvidar que, como hijo de la Ilustración, debe ser aplicado e interpretado racionalmente.

Creo que no es excesivo sostener que, en la actualidad, persiste todavía en la jurisprudencia española una cierta aproximación en clave hipersubjetiva al acervo probatorio cuando de aplicar el principio in dubio pro reo se trata. Convendría que nuestros tribunales fueran conscientes del peligro decisionista que encierra remitirse a juicios personales supuestamente inaprensibles para terceros, a la hora de justificar una determinada decisión judicial. Aunque sea exculpatoria.


Texto elaborado para la obra colectiva conmemorativa del 70 aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos organizada por la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España (pendiente de publicación).

Foto: Mercedes López Ordiales