Por Alfonso Ruiz-Miguel

 

Hace 25 años, Francisco Murillo Ferrol, ilustre profesor de sociología política de nuestra Universidad, en una ocasión similar a esta empezó su discurso diciendo: “Jubilación viene de júbilo, pero el júbilo es de los que se quedan, no del que se va”. Voy a discrepar de esta humorada, muy granadina, como su autor. De los que se quedan diré que pueden tener razones para no estar tan contentos por los exámenes que les queden por corregir, los Trabajos de Fin de Grado que todavía deban tutelar, los interminables y enmarañados papeles y aplicaciones de internet que les puedan esperar ante proyectos de investigación, modificaciones de planes de estudios, Planes de Ordenación Docente, Pruebas de Aptitud Personal y demás engorrosas tareas burocráticas. De los que se van, todos los jubilados que conozco vienen a coincidir en la misma idea: que desde que se han jubilado no tienen tiempo para nada.

Por mi parte, puedo hablar de lo que siento por lo que dejo y de lo que espero y deseo que pueda venir, confiando en transmitir experiencias y aspiraciones comunes o al menos similares a las de los compañeros y compañeras que este año se jubilan conmigo, cuya representación tengo el honor de asumir aquí. He comenzado mencionando algunas de las tareas más o menos gravosas que acompañan a la investigación y la docencia universitaria, de entre las que destacaría como más penosa la de examinar, y no solo por lo tedioso de la corrección de exámenes, sino también ―y añadiría que sobre todo, a medida que he ido cumpliendo años― por la ingrata función de tener que valorar, calificar y, ¡ay!, suspender a algunos estudiantes. Estos últimos años he tenido la suerte de dar algunas clases en nuestro PUMA (el Programa Universidad para los Mayores) y la experiencia de no examinar ha sido una de las tres gratas sorpresas que allí me he encontrado después de tantos años de enseñar a jóvenes recién llegados a la universidad: las otras dos sorpresas, también inéditas antes, son el atentísimo silencio con que los mayores siguen las explicaciones y el agradecimiento de sus aplausos al final de cada lección.

Pero las tareas más o menos penosas no pueden empañar lo mejor de una profesión como la nuestra, en la que, si hemos acertado en nuestra vocación, nos han pagado por hacer lo que nos gusta, cumpliendo así el dicho de Confucio: “Consigue que te guste lo que haces y no trabajarás un día más en tu vida”. La tarea de investigar y enseñar, la doble función de la universidad desde Guillermo von Humboldt, se puede desarrollar de muy diferentes formas, en bibliotecas, laboratorios, hospitales y residencias, observatorios, trabajos de campo, exploraciones, excavaciones, paseando, con explicaciones orales, debates, pizarras, diapositivas, hojas Excel, etc. etc. En mi caso, y creo que en mayor o menor medida es algo común a todas las especialidades, investigar y enseñar ha consistido casi exclusivamente en leer, escribir y dar clases. Tres labores que giran en torno al pensar y muy relacionadas entre sí: leer para escribir, y leer y escribir para dar clases. Y las tres muy gratificantes, aunque quizá no todas con el mismo peso y medida según el temperamento, e incluso los momentos de la vida de cada uno de nosotros.

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Después de casi cincuenta años de docencia no cabe idealizar ingenua e indistintamente a los jóvenes que llegan a la universidad. Pero siempre hay una parte excelente, quizá pequeña, a la que agradecemos mucho que esté, y quiero creer que también hay otra parte, más amplia ―y ojalá lo fueran todos―, que termina por agradecernos que hayamos estado ahí. Sea como sea, una de las cosas buenas de la enseñanza universitaria es que nos haya permitido mantenernos más jóvenes y más cerca de los cambios que ha ido experimentando el mundo y la sociedad gracias al permanente contacto con gente que siempre tiene la misma edad. En cualquier profesión uno va envejeciendo con la propia pareja mientras los hijos o los sobrinos van creciendo hasta que de repente te llegan los nietos, a los que ves crecer y cambiar como si no hubieras tenido hijos. Pero en nuestra profesión, además, llega un momento en que casi sin darnos cuenta nos encontramos con estudiantes con la edad de nuestros hijos, y en otro salto con estudiantes cuyos padres tienen la edad de nuestros hijos. Siempre tenemos estudiantes de la misma edad, lo que quizá nos aproxima a una especie de pacto fáustico con el diablo en busca de la eterna juventud (siempre que sale el diablo me acuerdo de Voltaire, del que se dice que cuando en el lecho de muerte un sacerdote o una monja le preguntó si quería renegar de Satanás, contestó: “Este no me parece buen momento para hacer más enemigos”).

Ese contacto con los siempre jóvenes me parece uno de los regalos que debemos agradecer a nuestra profesión, pero la jubilación supone decir adiós a ese regalo: ya no podremos continuar el contacto casi diario con los estudiantes y hay que registrar el dato y, si es el caso, resignarse.  Nos queda todavía, sin embargo, el otro gran regalo de la investigación, una especie de premio tras muchos años de ejercitar una labor que, aunque siempre incompleta, también puede producir una enorme satisfacción: en mi caso, la posibilidad de seguir leyendo y escribiendo, quizá con otro ritmo, más pausado, y seguramente compartiendo las lecturas académicas con las literarias, tantas veces relegadas para cumplir con el plazo de un artículo o con la preparación de un nuevo curso.

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Al hacer balance ahora, me surgen dos sentimientos. Uno hacia el pasado, de agradecimiento: agradecimiento a los estudiantes, de los que siempre se aprende, a los compañeros y compañeras, que como bien dice la palabra nos acompañan siempre, al Personal de Administración y Servicios, sin cuyo apoyo nos habrían faltado tantas cosas, y, en fin, a la propia universidad, que es un buen reflejo de esta España nuestra en la que a pesar de los pesares hemos tenido la suerte de vivir.

El otro sentimiento mira hacia el futuro: veo la jubilación como premio, aunque sea un premio inmerecido porque, como casi todo en la vida, lo que nos ocurre ha dependido y seguirá dependiendo en gran medida de la suerte. En la invitación a hablar en este acto se me sugirió sutilmente que fuera ameno (como, por cierto, lo ha sido la entretenida conferencia sobre el aburrimiento). Para ello, me permitirán que cuente un chiste a propósito de los premios. Se trataba de un concurso de baile en pareja en que el segundo premio consistía en una estancia de dos semanas en un hotel de las Alpujarras; el primer premio era un fin de semana en el mismo hotel.

Quiero terminar con un deseo y una confesión. El deseo, extendido especialmente a todos los que nos jubilamos ahora (también del PAS, querida Idoia), es que nuestro premio lo sea de verdad: que podamos cultivar nuestras aficiones y querencias, que podamos disfrutar de y con nuestra familia y nuestros amigos y que, en fin, podamos disponer de una vida larga y, sobre todo, buena.

La confesión, para concluir cumpliendo con mi oficio de filósofo del Derecho y de la política, la tomo prestada de uno de mis maestros, Norberto Bobbio. Es un texto que leí en mi última clase de Historia de la Teoría Política y que en estos tiempos algo convulsos también me parece oportuno para esta ocasión. Se trata de una bellísima defensa de la tolerancia que concluye con la paradoja de la tolerancia, que pone el límite de la intolerancia (pero, naturalmente, no desarrollo el tema, que daría para otro discurso). El texto dice así:

De la observación de lo irreductible de las creencias últimas he sacado la lección más grande de mi vida. He aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cada conciencia, a comprender antes de discutir, a discutir antes de condenar. Y ya que estoy en vena de confesiones, haré todavía una, quizá superflua: detesto a los fanáticos con toda mi alma.   


* Discurso pronunciado por el autor en el acto de clausura del curso académico de la UAM

foto: JJBOSE