Por Alfonso Ruiz Miguel

 

El pasado julio, en el acto de clausura del curso, tuve el honor de decir unas palabras de despedida en nombre de todos los profesores de la universidad a los nos había llegado la jubilación. Nuestro decano, la vicerrectora de profesorado y otros profesores y profesoras de la facultad, allí y aquí presentes, seguramente me perdonarían el que hoy repitiera alguna idea de aquel discurso. Pero yo, que tantas clases puedo haber repetido de un año otro, y a veces en el mismo año, no me lo habría perdonado. Así que pensé en que hoy correspondería hacer una breve intervención sin papeles y limitada a unas palabras de agradecimiento y a la formulación de un deseo. Este lunes, sin embargo, recibí una llamada del decano en la que me informó de que yo sería el único interviniente y me sugirió que, más que unas breves palabras, podía extenderme en un discurso similar al de julio (de unos 12 minutos). En esa tesitura, y para mantenerme en el formato de una extensión razonable, decidir escribir  unas páginas e intercalar algún consejo de despedida entre los agradecimientos y el deseo inicialmente previstos. En esta ocasión soy bien consciente de lo mucho de personal que van a tener mis palabras, pero confío en que su propósito y su trasfondo sirvan también para representar los recuerdos y la despedida de los compañeros que se han jubilado conmigo, Antonio Fernández de Buján, Javier Álvarez de Cienfuegos y José Sotoca Aguado.

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Mi agradecimiento es largo. Y comienza por la diosa Fortuna, a la que Maquiavelo, para no apagar nuestro libre albedrío, consideraba árbitra de la mitad de nuestras acciones. Porque fue la fortuna la que cambió mi destino, inicialmente encaminado a estudiar en Valladolid, tras leer en una pequeñísima noticia en una página interior del Diario de Burgos, donde yo nací y vivía, que se iba a poner en marcha una facultad de Derecho en la nueva Universidad Autónoma de Madrid, para la que se contaba ya con un cuadro de prestigiosos profesores. Así fue como me incorporé a la primera y reducida promoción de la Facultad en octubre de 1970, aquel curso en el espacio provisional de una biblioteca municipal situada en la calle Felipe el Hermoso (segura y merecidamente, la calle más pequeña y escondida que se haya podido nunca dedicar a un rey). Mi vida casi entera ―quiero decir, mi mujer (que es de esa misma promoción), mi profesión, mis amigos y colegas, incluso mis ideas y compromisos, y por supuesto mis hijos y nietos―, mi vida casi entera, digo, ha sido sin duda otra y muy distinta de la que habría resultado si hubiera estudiado en Valladolid, donde es muy improbable que la filosofía del Derecho hubiera despertado mi interés y seguramente habría terminado ejerciendo como abogado en el despacho de mi padre.

El caso es que, gracias a Elías Díaz, y luego a amigos como Francisco Laporta, Liborio Hierro, Virgilio Zapatero, acabé luego por integrarme en el entonces llamado Departamento de Filosofía del Derecho. Mi agradecimiento también comprende a los excelentes profesores y “viejos maestros” que no quiero dejar de recordar también con gratitud (ninguna mujer, como se verá, para que los más jóvenes aprecien lo mucho que hemos cambiado en los últimos cincuenta años): Aurelio Menéndez, Gonzalo Rodríguez Mourullo, Emilio Gómez Orbaneja, Mariano Alonso, Luis Díez-Picazo, Antonio-Manuel Morales, Manuel Díez de Velasco, Francisco Murillo Ferrol, Matías Cortés, Ricardo Alonso Soto, Oriol Casanovas y, en fin, como invitado excepcional de unas clases en primero, Joaquín Ruiz-Giménez, que, tras mi licenciatura, junto con Gregorio Peces-Barba, me acogería hospitalariamente como ayudante en la Universidad Complutense durante un curso. Quiero recordar también, con especial cariño, al entrañable Aníbal Sánchez Andrés, en cuyo decanato colaboré como vicedecano, y del que aprendí mucho, incluida la asignatura de tolerancia.

Mi recuerdo y mi agradecimiento abarca asimismo a todos cuantos en la Facultad, en el curso de estos muchos años, debo tantas conversaciones e intercambios intelectuales, entre los que merecen una muy especial mención mis queridos compañeros y compañeras de Área, con los que los muchos seminarios y litros de café compartidos se quedan cortos en comparación con los conocimientos y el disfrute que yo he recibido de ellos. En fin, sin la ayuda de las personas de administración y servicios nuestra existencia habría tenido alguno de los rasgos del estado de naturaleza hobbesiano: ya que no necesariamente solitaria, brutal y corta, sí al menos habría sido más pobre y desagradable. Valga para representar a todas ellas mi agradecimiento a Maru Aguilella, la gestora que más intensa y extensamente ha acompañado a  nuestra Área, y a Nieves Martínez Maire, que con su espléndido equipo de la biblioteca tantas veces nos ha hecho más fácil la investigación.

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Paso a mis dos consejos, uno más teórico y otro más práctico. El primero, que inevitablemente debía girar sobre el deber de decir y defender la verdad, me lo pisó Vargas Llosa el domingo pasado, así que aquí me limitaré a trasladarlo al ámbito de la universidad con una breve glosa. Decir y defender la verdad es un deber que, a diferencia de los literatos, compartimos periodistas y profesores. Como compartimos también la necesidad de distinguir entre la información y la opinión, en nuestro caso, entre la descripción y la valoración, o entre la ciencia y la ideología. La gran diferencia está en que mientras en la prensa, siempre que se respete bien la distinción, la opinión tiene y debe tener libre curso, en la universidad debemos suscribir el ideal weberiano de que la política (sobre todo la baja política del día a día, se entiende) no se cuele en nuestras clases, “por la simple razón ―añadía Weber― de que el puesto del demagogo o del profeta no está en las aulas”. Ya sé que estamos ante un ideal, y por lo demás muy difícil de cumplir precisamente en materias como la mía. Pero el esfuerzo por la verdad y la honestidad también debe estar ahí, y para ese esfuerzo sirven varias cautelas: ante todo, hacer expresos nuestros presupuestos y prejuicios; después, tratar de dar razones, y las mejores razones, sobre nuestras valoraciones; y, en fin, intentar no hacer pasar nuestra inevitable pretensión de objetividad por pretensión de infalibilidad. Para esto último, que me parece lo más importante, no basta solo evitar el dogmatismo haciendo manifiestas nuestras dudas, sino que también debemos estar dispuestos y abiertos a dudar y a reconocer de verdad el pluralismo ideológico. A mis estudiantes, usualmente de primero, les suelo recomendar que no se limiten a leer un solo periódico, sino que lean otro de línea ideológica opuesta, aunque mucho me temo que tienden a limitarse a la lectura de las redes, en las que es casi inevitable quedarse atrapado en burbujas y bucles que multiplican los sesgos y las anteojeras. Pero, a modo de abuelo cebolleta, sigo manteniendo aquí el mismo consejo, también, y el primero, para mí mismo, que ya hago el esfuerzo de leer tanto a Savater como a Sánchez-Cuenca, aunque a veces uno y otro me solivianten por razones opuestas.

El segundo consejo viene de una práctica mía que me resulta muy satisfactoria: dar un paseo diario, el único deporte que he practicado. Se trata de una actividad de vieja raigambre filosófica y académica, como mostró Aristóteles con su escuela peripatética, que luego han seguido cultivando pensadores como Hobbes, Hume, Adam Smith, Rousseau o Walter Benjamin. Aunque se puede practicar muy bien en compañía, lo que también recomiendo, se ha dicho que el paseo preferible es el solitario. Así lo justificó el romántico inglés William Hazlitt, que comienza su ensayo “Dar un paseo” diciendo: “Una de las cosas más placenteras del mundo es salir de paseo, pero a mí me gusta ir solo. Sé disfrutar de la compañía en una habitación, pero al aire libre me basta la naturaleza. Nunca estoy menos solo que cuando estoy a solas” (por cierto, dicho sea a pie de página, que Hazlitt se apropia de la última frase sin mencionar que, según Cicerón, la pronunció Escipión el Africano, aunque seguramente porque el lector de aquella época conocía de sobra la cita). Personalmente, caminando en solitario se me han ocurrido algunas buenas ideas que han terminado pasando a mis textos o mis clases. Bueno, aclaro esto con una anécdota. Según lo cuenta el gran Albert O. Hirschman en sus Passaggi di Frontiera (Crossing Boundaries), Albert Einstein solía dar buenos paseos en los aledaños de Princeton (quizá en ese bello entorno que se ve en su encuentro con Oppenheimer en la reciente película), alguien le preguntó si no llevaba una libreta para apuntar las ideas que se le pudieran ir ocurriendo, a lo que respondió: “En realidad, ideas no he tenido más que dos, y que me vaya a venir ahora una tercera, en un breve paseo, lo veo muy improbable””. Como se puede colegir, las ideas que a mí se me han ocurrido han sido de distinta índole y no han tenido tanta repercusión (por ahora).

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Termino, ya brevemente, con el deseo. Para ello voy a servirme del conocido pero bellísimo texto en el que Maquiavelo, que tanto tiempo y pasión dedicó a la acción política, nos deja ver que su verdadera vocación era el conocimiento, la vida contemplativa. Se trata de un fragmento de la famosa carta a Vittorio Vettori de 10 de diciembre de 1513, el mismo año de escritura de El príncipe:

Al llegar la tarde vuelvo a casa y entro en mi escritorio. Ya en el umbral me despojo de esos vestidos cotidianos, llenos de fango y lodo, y me pongo ropas regias y palaciegas, con las que entro dignamente en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde, amorosamente recibido por ellos, me nutro de ese alimento que es solo mío y para el que yo nací; allí no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, a lo que ellos, por su humanidad, me responden; y durante cuatro horas no siento el menor aburrimiento, me olvido de cualquier afán, no temo a la pobreza, no me espanta la muerte; todo yo me transfiero a ellos”.

Mi deseo, para mí y para vosotros, es que podamos gozar de una pasión semejante, y por mucho tiempo.


* Discurso pronunciado por el autor con motivo del acto de homenaje a los miembros de la Facultad de Derecho de la UAM que se han jubilado, 21 de diciembre de 2023.