Por José María Rodríguez de Santiago

 

A los cuarenta años de la Constitución

 

Son infrecuentes las normas que regulan por primera vez una materia completamente nueva para el Derecho. Lo normal es que una nueva regulación normativa (por ejemplo, la Ley de Costas de 1988) ocupe el espacio material de regulación que antes ocupaba otra regulación (contenida en una o varias normas; en el ejemplo citado, por ejemplo, la Ley de Costas de 1969 y buena parte del Decreto-ley de Puertos de 1928). Y es, entonces, también habitual que la norma más reciente regule qué ha de suceder con los hechos, actos, situaciones o relaciones jurídicas procedentes de la aplicación de la legislación anterior (por ejemplo, cómo se aplicará la nueva regulación del deslinde a los tramos de costa en que el dominio público marítimo-terrestre no hubiera sido deslindado conforme a la legislación anterior; DT 3ª, apartado 3, de la Ley de Costas de 1988). Regular las situaciones jurídicas (utilizando este concepto como el más general) que derivan de la ordenación normativa anterior de una materia es, en definitiva, un aspecto más de la nueva regulación de dicha materia, al que, en principio, no habría por qué conceder ninguna sustantividad propia.

 

El tratamiento constitucional de la retroactividad ha simplificado un problema doctrinal casi irresoluble

 

El hecho es, sin embargo, que la cuestión de la retroactividad o irretroactividad de las normas históricamente ha dado lugar a un capítulo propio en los estudios sobre las fuentes del Derecho –uno, por cierto, de los más farragosos y oscuros en ese ámbito- que, en su momento, estuvo además cargado de ideología y de un pesado conceptualismo, en el que casi nunca fue fácil moverse con seguridad. En términos generales, puede afirmarse hoy (y esto es lo que pretende argumentarse en esta entrada) que el tratamiento constitucional de la cuestión de la retroactividad de las normas, que se lleva a cabo con la ayuda de conceptos constitucionales manejables (como el propio concepto de retroactividad o el de expropiación, como se verá) que se aplican sobre materias más o menos definidas constitucionalmente (normas sancionadoras, normas reguladoras de tributos o prestaciones públicas patrimoniales, etc.), ha simplificado bastante lo que, con frecuencia, se había considerado un problema de casi imposible solución. Existen todavía, no obstante, como se expondrá a continuación, algunas zonas de incertidumbre.

Desde luego, la Constitución no contiene ni un principio general de irretroactividad de las normas, ni un principio favorable a la retroactividad. Como ya se ha dicho, decidir sobre las situaciones procedentes del pasado no es más que uno de los aspectos sobre los que recae el amplio poder configurador del legislador democrático (o el ámbito de discrecionalidad normativa del ejecutivo, según se verá) al regular de nuevo una materia. El legislador en materia de procedimiento administrativo puede disponer que, si un procedimiento ya está iniciado cuando entra en vigor la Ley de procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas (LPAC) de 2015, se le siga aplicando la legislación anterior [DT 3ª a) LPAC]. El legislador en materia de aguas dispuso en 1985 que los aprovechamientos de los que, conforme a la legislación anterior, se era titular en virtud de una concesión otorgada a perpetuidad, pasaban a estar sometidos a un plazo de setenta y cinco años (DT 1ª, apartado 1, de la Ley de Aguas de 1985). El legislador en materia de costas decidió en 1988 acabar con los enclaves de propiedad particular (declarados por sentencia judicial firme) en el dominio público marítimo terrestre adquiridos conforme a la legislación anterior y convertir a los antiguos propietarios en concesionarios por treinta años (prorrogables por otros treinta) (DT 1ª, apartado 1, de la Ley de Costas de 1988).

Nada en la Constitución –esto es obvio- impone al legislador en materia de procedimiento (primer supuesto) que someta a la nueva ley la tramitación de las solicitudes que acababan de presentarse inmediatamente antes de que la LPAC entrara en vigor. Nada en la Constitución impide al legislador de aguas que transforme las concesiones a perpetuidad de la ley antigua en concesiones sometidas a un plazo de setenta y cinco años (segundo supuesto), entre otros motivos, porque –conforme se verá enseguida- no existe en este caso verdadera retroactividad (en la acepción constitucional del término) (STC 227/1988, de 29 de noviembre, FJ 11). Y ninguna prohibición constitucional de irretroactividad impide al legislador de costas (tercer supuesto) acabar (conforme a lo que dispone el art. 132.2 CE) con las playas de propiedad privada, porque lo que a este supuesto se aplica es la posibilidad constitucional de expropiar por ley (art. 33.3 CE) derechos de contenido patrimonial mediante la correspondiente indemnización (la concesión otorgada por treinta años prorrogable por otros treinta) [STC 149/1991, de 4 de julio, FJ 8 B) a)].

 

Prohibiciones o límites constitucionales a la retroactividad

 

Es innegable, no obstante, que las ideas regulativas de orden y seguridad implícitas en la decisión constitucional en favor del Estado de Derecho (art. 1.1 CE) juegan en contra de que la norma nueva irrumpa súbita e imprevisiblemente en el ámbito de las situaciones jurídicas que se forjaron bajo la vigencia de la antigua. Esta idea general se ha concretado en cuatro preceptos constitucionales que contienen las prohibiciones o límites que la Constitución impone a la retroactividad de las normas en función de la materia regulada por ellas. Ahora serán solo enumerados y, en la segunda parte de esta entrada, examinados con más detenimiento: i) el art. 25.1 CE reconoce un verdadero derecho fundamental a la irretroactividad de la norma sancionadora desfavorable; ii) el art. 9.3 contiene una regla constitucional que prohíbe la retroactividad de las “disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales”; iii) el art. 9.3 CE, al garantizar la seguridad jurídica, garantiza también con ella un principio (derrotable) de protección de la confianza legítima que exige la concurrencia de principios opuestos con peso suficiente para que una norma otorgue carácter retroactivo a una regulación tributaria o que establezca prestaciones públicas patrimoniales (ámbito material después ampliado por la jurisprudencia constitucional); y iv) el art. 33.3 CE no contiene directamente ninguna prohibición de retroactividad de las normas, pero obliga al legislador a observar las garantías de la expropiación forzosa cuando por ley se lleva a cabo una intervención expropiatoria sobre situaciones subjetivas patrimonializadas conforme a la legislación anterior y, por tanto, protegidas por el art. 33.1 CE.

 

Tópicos con fuerza de convicción, no conceptos con perfiles dogmáticos definidos

 

Común a todos esos preceptos constitucionales es el concepto de retroactividad de la norma del que parte la jurisprudencia que los ha aplicado: una norma es retroactiva cuando anuda “efectos a situaciones de hecho producidas o desarrolladas con anterioridad” a su entrada en vigor, cuando incide sobre los “efectos jurídicos ya producidos” de situaciones jurídicas nacidas bajo la norma anterior, sobre “derechos consolidados, asumidos e integrados en el patrimonio”, sobre “relaciones consagradas” o “situaciones agotadas” conforme a la legislación antigua. A esta forma de afectar al “pasado jurídico” se la denomina verdadera retroactividad, retroactividad propia, retroactividad auténtica o (con terminología clásica) retroactividad de grado máximo.

Por el contrario, “la incidencia en los derechos, en cuanto a su proyección hacia el futuro”, o sobre “situaciones o relaciones jurídicas actuales aun no concluidas”, o la afectación a derechos “pendientes, futuros, condicionados y expectativas”, no suponen retroactividad en el sentido constitucional del concepto, aunque el Tribunal Constitucional haya aceptado hablar, en ocasiones, de retroactividad impropia o de grado medio, pero con la advertencia de que estos supuestos (en general: hay una excepción a la que se hará referencia más adelante) no activan las prohibiciones o límites constitucionales a la retroactividad. Puede encontrarse toda esta terminología, por ejemplo, en las SSTC 126/1987, de 16 de julio, FJ 11; y 49/2015, de 5 de marzo, FJ 4 c).

Es discutible que todas estas expresiones utilizadas para describir lo que quiere identificarse como retroactividad o irretroactividad permitan construir conceptos jurídicos sólidos, universalmente aplicables y uniformes. Los términos “relación consagrada”, “situación agotada”, “derecho consolidado” o “expectativa”, por ejemplo, son gráficos, pero no me parece que tengan perfiles dogmáticos definidos. Se trata, más bien, de tópicos argumentativos con fuerza de convicción (en el sentido ya clásico de Viehweg) que se han utilizado eficazmente por grupos de casos: los recursos o cuestiones de inconstitucionalidad formulados contra las leyes reguladoras de la función pública (o de la carrera de los Jueces) que afectaban restrictivamente a situaciones jurídico-patrimoniales de los funcionarios se resolvieron (SSTC 108/1986, de 29 de julio; 99/1987, de 11 de junio; 178/1989, de 2 de noviembre; y 67/1990, de 5 de abril), en esencia, con el topos constitucional de que ni el art. 9.3 CE (principios de seguridad jurídica e irretroactividad de las normas restrictivas de derechos individuales) ni el 33.3 CE protegen frente a los cambios de legislación que sólo eliminan expectativas no patrimonializadas. El enjuiciamiento de las normas tributarias se ha realizado con el tópico enfrentamiento (algo más preciso que el anterior) entre la pretensión de “anudar efectos a situaciones de hecho producidas o desarrolladas con anterioridad a la propia ley” o la de “incidir sobre situaciones o relaciones jurídicas aun no concluidas”. Y podría continuarse la enumeración. El caso es, sin embargo, que estos tópicos construidos, casi siempre, con expresiones gráficas (más que con conceptos dogmáticos) han sido útiles y efectivos para resolver los conflictos planteados de forma suficientemente convincente en la generalidad de los casos. En definitiva, creo que puede afirmarse que el concepto (que, en realidad, no es tal, en sentido metodológico) constitucional de retroactividad ha funcionado bien como criterio de enjuiciamiento y decisión.

 

El art. 2.3 del Código civil: “las leyes no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren lo contrario”.

 

Conviene destacar, no obstante, que el concepto constitucional de retroactividad, que distingue –prácticamente sin matices, con la excepción que se destacará más adelante en relación con el principio de protección de la confianza- entre la retroactividad auténtica y todo lo demás (que no sería retroactividad) no es el único que existe. Yo creo que no es necesario valerse de ese concepto de retroactividad para aplicar, por ejemplo, el art. 2.3 CC. Este precepto contiene un mandato relativo a la interpretación de las normas dirigido a los órganos de aplicación del Derecho, por completo distinto, en su propósito y alcance, a las prohibiciones y límites que los citados preceptos constitucionales imponen a los órganos de creación del Derecho con respecto a la regulación de las situaciones jurídicas procedentes del pasado.

El art. 2.3 CC no contiene ninguna prohibición de regulaciones retroactivas. El concepto constitucional de retroactividad es el que se utiliza para determinar el alcance de los límites y prohibiciones constitucionales dirigidos a los órganos dotados de competencias normativas. Pero el órgano aplicador del Derecho puede hacer bien al utilizar conceptos más matizados sobre grados diversos de retroactividad para llegar a una mejor interpretación de las normas, en concreto, para colmar las lagunas que puedan detectarse en sus regímenes transitorios. Retroactividad en el art. 9.3 CE no tiene que significar lo mismo que en el art. 2.3 CE, como sucede también con otros conceptos constitucionales. Propiedad no significa lo mismo en el art. 33.1 CE y en el art. 348 CC.

 

La retroactividad de los reglamentos

 

Queda hacer referencia ahora al tema clásico de la retroactividad de las normas reglamentarias. Como en tantas otras cuestiones relativas al sistema de fuentes y, en concreto, a la potestad reglamentaria, conviene hoy acercarse a este punto sin prejuicios doctrinales (fundamentalmente elaborados en sistemas en que el ejecutivo carecía de legitimidad democrática), y atender exclusivamente al Derecho positivo regulador de las normas de rango infralegal. No existe ninguna regla ni principio de rango constitucional o legal que distinga entre la ley y el reglamento para regular con diverso alcance, en particular, su poder de afectar a las situaciones jurídicas procedentes del pasado. Las diferencias entre ley y reglamento, en lo que se refiere a su posible retroactividad, derivan –en mi opinión- exclusivamente de las exigencias del principio de legalidad (art. 9.3 CE), en concreto, en su doble vertiente del principio de jerarquía normativa y de las reservas constitucionales (o legales) a la ley, esto es, de los principios que con carácter general ordenan las relaciones entre ley y reglamento.

Cuando la ley ha regulado cualquier materia, el reglamento no puede disponer lo contrario a la ley (principio de jerarquía normativa), tampoco en lo que se refiere a la eficacia temporal de la nueva regulación. Si la interpretación de una determinada reserva de ley permite concluir que la regulación de los efectos temporales de la nueva ordenación normativa forma parte de la reserva, será la ley la que haya de contener esa disciplina, y el reglamento solo podrá desarrollar o complementar esas disposiciones legales (reserva de ley). Donde no haya reserva de ley (ni regulación legal) y, por tanto, quepa el reglamento independiente, este estará vinculado directamente por los límites y prohibiciones constitucionales que, en relación con la retroactividad, se han examinado hasta ahora. Aunque no cabe excluir, para el reglamento independiente, que precisamente su pretensión de regulación retroactiva sea lo que active alguna reserva constitucional a la ley, por ejemplo, la que rige en materia de regulación de la propiedad (art. 33.2 CE en relación con el art. 53.1 CE), si se vieran afectadas situaciones patrimonializadas de acuerdo con la normativa anterior. Pero –como se ha dicho- los límites a la retroactividad del reglamento no derivarían –tampoco en este caso- de la condición reglamentaria de la norma, sino del precepto constitucional que establece una reserva de ley.

Si fuera cierto que la prohibición de retroactividad de los reglamentos se ha entendido como un “principio tradicional del Derecho público europeo” (como sostenía Santamaría Pastor en 1988), a mi juicio, ese principio, como tal, no existe ya en el Derecho español. La única norma legal (de entre las que tienen como objeto propio regular los límites de la potestad reglamentaria) que se refiere, con carácter general, a los efectos retroactivos de los reglamentos los prohíbe con los mismos términos que utiliza el art. 9.3 CE en relación con todas las disposiciones normativas: “retroactividad de disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales” (art. 47.2 LPAC).

Por otra parte, es claramente asistemático extraer del art. 2.3 CC (“las leyes no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren lo contrario”) una prohibición de retroactividad exclusivamente dirigida al reglamento, con el argumento de que este precepto de rango legal solo permite a las leyes disponer el efecto retroactivo y, en consecuencia, se lo prohíbe a los reglamentos. Ya se ha dicho que el art. 2.3 CC contiene un mandato de interpretación dirigido a los órganos aplicadores del Derecho, no una prohibición dirigida a ningún órgano creador de Derecho. El término “leyes” en el art. 2.3 CE significa “norma escrita”, como sucede con ese término en todos los preceptos que lo rodean: las fuentes del ordenamiento son la ley (norma escrita), la costumbre… (art. 1.1 CC); la costumbre regirá en defecto de ley (norma escrita) aplicable (art. 1.3 CC); los principios generales se aplicarán en defecto de ley (norma escrita) o costumbre (art. 1.4 CC); las leyes (normas escritas) entrarán en vigor… (art. 2.1 CC); las leyes (normas escritas) se derogan por otras posteriores (art. 2.2 CC), etc.

Por último, quizás en 1958 fuera discutible si la regulación de la irretroactividad de los actos administrativos (art. 45.3 de la Ley de Procedimiento Administrativo de ese año) se refería a un supraconcepto que abarcaba tanto al acto administrativo como al reglamento. Pero hoy es indiscutible que el precepto que actualmente trae causa de aquel (art. 39.3 LPAC) alude solo a las resoluciones administrativas y no a los reglamentos.

En definitiva, ninguna regla o principio de rango constitucional o legal distingue entre la ley y el reglamento para regular con diverso alcance su poder de afectar a las situaciones jurídicas procedentes del pasado. Las diferencias entre ley y reglamento, en lo que se refiere a su posible retroactividad, derivan del principio de jerarquía normativa y de las reservas constitucionales (o legales) a la ley, esto es, de los principios que con carácter general ordenan las relaciones entre ley y reglamento.

 

Preceptos constitucionales sobre retroactividad

 

Se decía más arriba que es posible identificar cuatro preceptos constitucionales que contienen las prohibiciones o límites que la Constitución impone a la retroactividad de las normas en función de la materia regulada por ellas: i) el art. 25.1 CE reconoce un verdadero derecho fundamental a la irretroactividad de la norma sancionadora desfavorable; ii) el art. 9.3 contiene una regla (en sentido propio: que solo puede cumplirse o no cumplirse) constitucional que prohíbe la retroactividad de las “disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales”; iii) el art. 9.3 CE, al garantizar la seguridad jurídica, garantiza también con ella un principio (derrotable) de protección de la confianza legítima que exige la concurrencia de principios opuestos con peso suficiente para que una norma otorgue carácter retroactivo a una regulación tributaria o que establezca prestaciones públicas patrimoniales (ámbito material después ampliado por la jurisprudencia constitucional); y iv) el art. 33.3 CE no contiene directamente ninguna prohibición de retroactividad de las normas, pero obliga al legislador a observar las garantías de la expropiación forzosa cuando por ley se lleva a cabo una intervención expropiatoria sobre situaciones subjetivas patrimonializadas conforme a la legislación anterior y, por tanto, protegidas por el art. 33.1 CE.

Paso a examinar con más detenimiento el contenido de estos cuatro preceptos constitucionales relativos a la retroactividad de las normas:

 

El art. 25.1 CE reconoce un verdadero derecho fundamental a la irretroactividad de la norma sancionadora desfavorable.

 

En este precepto constitucional dos normas genuinamente reguladoras del sistema de fuentes (que, en principio, podrían calificarse como puro Derecho objetivo: la reserva de ley en materia penal y sancionadora administrativa, y la irretroactividad in peius de las normas dictadas en esos ámbitos) se convierten en el contenido de un derecho fundamental. Por el contrario, el derecho a la aplicación retroactiva de la ley sancionadora más favorable, reconocido en el art. 2.2 CP y en el art. 26.2 de la Ley de régimen jurídico del sector público de 2015, no tiene el carácter de derecho fundamental garantizado por este art. 25.1 CE (STC 75/2002, de 8 de abril, FJ 4).

 

El art. 9.3 CE contiene una regla (en sentido propio: que solo puede cumplirse o no cumplirse) que prohíbe la retroactividad de las “disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales”.

 

Por lo que se refiere a las normas sancionadoras no favorables, el contenido imperativo de este precepto constitucional no coincide exactamente con el del derecho fundamental del art. 25.1 CE, aunque solo fuera porque –al contrario de lo que acaba de decirse para ese derecho- de este inciso del art. 9.3 CE el Tribunal Constitucional sí que ha deducido, con una argumentación –en mi opinión- discutible (STC 8/1981, de 30 de marzo, FJ 3), que la retroactividad de la norma sancionadora in bonus es una exigencia constitucional (aunque no iusfundamental). El propio concepto de norma sancionadora “más benigna” o “más gravosa” no está exento de problemas. Por ejemplo, donde la antigua ley de tráfico vinculaba a una infracción de exceso de velocidad una multa X, la nueva ley vincula a la misma infracción una multa de X/2 más pérdida de dos puntos en el carnet de conducir. ¿Es esta sanción más benigna o más gravosa que la anterior?

Pero donde este precepto concentra los problemas más graves es en la determinación del alcance material de la expresión “disposiciones restrictivas de derechos individuales”. Después de algunos titubeos, a partir de la STC 42/1986, de 10 de abril (FJ 3), la jurisprudencia constitucional terminó identificando ese ámbito material con la siguiente formulación que llega hasta las resoluciones constitucionales actuales: la expresión restricción de derechos individuales

“hay que considerar que se refiere a las limitaciones introducidas en el ámbito de los derechos fundamentales y de las libertades públicas o en la esfera general de protección de la persona”.

La seguridad y la certeza que se ganaban con la primera parte de la fórmula (“derechos fundamentales y libertades públicas”: arts. 15 a 29 CE) se iban por completo al traste con la casi completa indefinición de la segunda: ¿qué es la “esfera general de protección de la persona”? Con esa última expresión se perdía todo el valor de la formulación como criterio manejable por la jurisprudencia.

La jurisprudencia posterior pone de manifiesto la inutilidad de esa cláusula como criterio para enjuiciar y tomar decisiones. Es cierto que se ha podido extraer de ella, al menos, la consecuencia de que este inciso del art. 9.3 CE se puede invocar frente a regulaciones que afectan a derechos de los ciudadanos, pero no frente a regulaciones de situaciones jurídicas pretendidas por organizaciones jurídico-públicas [STC 104/2000, de 13 de abril (sobre participación de las Corporaciones Locales en tributos del Estado), FJ 6]. Pero la patente inseguridad que genera tener que pronunciarse sobre si la norma impugnada introducía límites retroactivamente en la “esfera general de protección de la persona” ha llevado a la jurisprudencia constitucional a evitar esa cuestión; y a resolver los asuntos analizando, primero, si se trataba de un supuesto de retroactividad auténtica, para desestimar, en la generalidad de los casos, la impugnación por este motivo y no en razón del ámbito material regulado por la norma correspondiente.

La indefinición de la que adolece el art. 9.3 CE en lo que afecta al sentido de la expresión “disposiciones restrictivas de derechos individuales” es hoy inaceptable. Del intento fallido de limitar su ámbito material a los “derechos fundamentales y libertades públicas” (arts. 15 a 29 CE) cabe extraer, al menos, la directiva interpretativa de que ese ámbito material debe concebirse muy restrictivamente y, en la sistemática de la Constitución española, alejado de la protección de las situaciones patrimoniales (arts. 31, 33 y 38 CE). Y de la propuesta que se va a hacer a continuación de que el principio (derrotable) de protección de la confianza legítima (anclado en la cláusula de garantía de la seguridad jurídica del art. 9.3 CE) se proyecte sobre regulaciones de contenido económico o patrimonial podría también concluirse la conveniencia de entender que la regla sobre irretroactividad del mismo art. 9.3 CE tenga un alcance material distinto. Con estos presupuestos se propone aquí una interpretación que entienda que donde el Tribunal Constitucional dice “esfera general de protección de la persona”, al menos, quiere decir: “no regulaciones sobre el patrimonio” o la actividad económica.

 

El art. 9.3 CE, al garantizar la seguridad jurídica, garantiza también con ella un principio (derrotable) de protección de la confianza legítima

 

que exige la concurrencia de principios opuestos con peso suficiente para que una norma otorgue carácter retroactivo a una regulación (según va a proponerse aquí) de carácter patrimonial o relativa a la actividad económica.

Esta (en España, no en Alemania, de donde procede) novedosa línea jurisprudencial comenzó con la STC 126/1987, de 16 de julio, relativa al grupo de asuntos (que tanto juego han dado en relación con cuestiones diversas del Derecho público) que se han identificado con la expresión coloquial “máquinas tragaperras” (tasa fiscal sobre juegos de suerte, envite o azar). Esta sentencia limitó el ámbito material de aplicación de esta vertiente del principio de seguridad jurídica a las normas tributarias y reguladoras de prestaciones públicas de carácter patrimonial (art. 31 CE) con pretensión de imponerse (más o menos) retroactivamente. El principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) y el subprincipio (contenido en él) de la protección de la confianza legítima –afirma esa sentencia- ofrecen también protección frente a la retroactividad de las normas. Para determinar el alcance de esa protección es necesario distinguir:

“entre aquellas disposiciones legales que con posterioridad pretenden anudar efectos a situaciones de hecho producidas o desarrolladas con anterioridad a la propia Ley y las que pretenden incidir sobre situaciones o relaciones jurídicas actuales aún no concluidas. En el primer supuesto -retroactividad auténtica-, la prohibición de la retroactividad operaria plenamente y sólo exigencias cualificadas del bien común podrían imponerse excepcionalmente a tal principio; en el segundo -retroactividad impropia-, la licitud o ilicitud de la disposición resultaría de una ponderación de bienes llevada a cabo caso por caso teniendo en cuenta, de una parte, la seguridad jurídica y, de otra, los diversos imperativos que pueden conducir a una modificación del ordenamiento jurídico-tributario, así como las circunstancias concretas que concurren en el caso” (FJ 11).

Con razón podía decirse de este canon de enjuiciamiento constitucional que, con esa formulación, constituía una inadmisible remisión a la inseguridad de las ponderaciones. El hecho es, sin embargo, que el análisis de la completa línea jurisprudencial pone de manifiesto que esta norma de control ha funcionado de forma –en mi opinión- suficientemente previsible y manejable.

En síntesis, para los supuestos de regulaciones dotadas de retroactividad propia o auténtica se parte de la existencia de una prevalencia prima facie de la seguridad jurídica (en su vertiente de protección de la confianza) que las prohíbe y que solo es derrotable en casos excepcionales en los que haya que atribuir un peso extraordinario a algún interés público que se oponga a la protección de la confianza y sirva de soporte a la retroactividad. Lo que en la realidad ha sucedido hasta ahora es que, constatado un supuesto de retroactividad auténtica, siempre se ha estimado el recurso o la cuestión de inconstitucionalidad por infracción del principio de seguridad jurídica (protección de la confianza) y nunca se ha considerado que concurriera alguno de esos intereses del bien común de peso extraordinario. Este ha sido el caso de las SSTC 173/1996, de 16 de julio (“máquinas tragaperras 2”), en especial, FJ 5 c); 234/2001, de 13 de diciembre (impuesto sobre hidrocarburos), en especial, FJ 11; 89/2009, de 20 de abril (cotización retroactiva por cambio de encuadramiento de trabajadores), en especial, FJ 6; 116/2009, de 18 de mayo (tarifas por la prestación de servicios portuarios), en especial, FJ 4; y 176/2011, de 8 de noviembre (IRPF), en especial, FJ 5.

Y, por su parte, en todos los casos calificables como de retroactividad impropia, el recurso o la cuestión de inconstitucionalidad se han desestimado, porque aquella remisión a un juicio de ponderación ha terminado concretándose en una admisión prima facie de ese tipo de retroactividad, dada la facilidad con la que puede invocarse un argumento que desplace la seguridad jurídica. Así se resolvió en las SSTC 126/1987, de 16 de julio (“máquinas tragaperras 1”), en especial, FFJJ 9-13; 197/1992, de 19 de noviembre (impuesto especial sobre alcoholes), en especial, FJ 6; 182/1997, de 28 de noviembre (modificación de escalas del IRPF), en especial, FJ 11; 273/2000, de 15 de noviembre (canon de saneamiento), en especial, FJ 6; y 51/2018, de 10 de mayo (ayudas estatales para la adquisición de vivienda protegida), en especial, FJ 5.

Es necesario llamar la atención sobre la circunstancia de que este precepto constitucional limitador de la retroactividad de las normas es el único que, al menos en el plano teórico, también pone algún límite a la retroactividad impropia. Se considera que “incidir sobre situaciones o relaciones jurídicas actuales aún no concluidas” también perjudica al principio de protección de la confianza legítima y, por eso, se exige que se invoque algún argumento relativo a un principio que juegue en sentido opuesto (este argumento se acepta con enorme facilidad, según se ha dicho) para considerar justificada la eficacia retroactiva impropia. Como se ha expuesto, para aplicar los demás preceptos constitucionales que prohíben o limitan la retroactividad, el punto de partida es la distinción en términos de “todo o nada” entre retroactividad propia y todo lo demás, que no sería retroactividad: tertium non datur. Aquí, sin embargo, se acepta que la retroactividad impropia es un tertium genus, porque, aunque no sea verdadera retroactividad, sí perjudica al principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) y, por eso, se exige una argumentación ponderativa (aunque sea muy liviana) que justifique aquel perjuicio.

En relación con el ámbito material en el que rige este principio prohibitivo de la retroactividad de las normas derivado de la protección de la confianza, ya se ha destacado que la jurisprudencia constitucional lo utilizó durante dos décadas exclusivamente para el control de normas tributarias y reguladoras de prestaciones públicas de carácter patrimonial (art. 31 CE) con pretensión de imponerse (más o menos) retroactivamente, hasta que se aceptó que la doctrina debía aplicarse “en general, a cualquier ámbito normativo” (STC 51/2018, de 10 de mayo, FJ 5). Yo creo que, en verdad, no existía ningún argumento sólido para limitar el ámbito de vigencia de esa doctrina constitucional solo a las normas tributarias. Pero tampoco me parece que sea correcto extenderla “a cualquier ámbito normativo”.

La determinación del alcance material de vigencia de este precepto constitucional limitador de la retroactividad debe hacerse prestando atención al fundamento que, desde el primer momento, encontró para él la jurisprudencia constitucional: el Tribunal Constitucional declaró, a este respecto, que

“el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) protege la confianza de los ciudadanos que ajustan su conducta económica a la legislación vigente frente a cambios normativos que no sean razonablemente previsibles” (STC 197/1992, de 19 de noviembre, FJ 4).

Y, girando sobre la misma idea, ha declarado también que esa razonable previsibilidad es “imprescindible a la hora de planificar cualquier actividad empresarial” [STC 173/1996, de 31 de octubre, FJ 5 B)] y que la retroactividad daña la confianza con la que se desarrolla una “actividad económica” (STC 116/2009, de 18 de mayo, FJ 4). Con ello, el ámbito material sobre el que debe tener vigencia esta doctrina se limitaría a las regulaciones para las que tenga sentido decir que se protege la confianza de los ciudadanos que ajustan su conducta económica a la legislación vigente.

En definitiva, me parece que existen motivos para entender que esta doctrina constitucional que prohíbe prima facie la retroactividad con el carácter no de regla, sino de principio (derrotable), debe extenderse (pero también limitarse) a las regulaciones de actividades económicas o de carácter patrimonial. Desde el punto de vista sistemático, esta interpretación permitiría completar un cuadro en el que la regla prohibitiva de la retroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales se proyectaría sobre derechos (en principio) fundamentales de contenido no patrimonial, y el principio (derrotable) de protección de la confianza frente a la retroactividad regiría para el ámbito material de las regulaciones de la actividad económica o de carácter patrimonial. Es obvio que esta delimitación no es –ni mucho menos- perfecta. Pero es mejor que la ausencia de toda delimitación.

 

El art. 33.3 CE no contiene directamente ninguna prohibición de retroactividad de las normas, pero obliga al legislador a observar las garantías de la expropiación forzosa

 

cuando por ley se lleva a cabo una intervención expropiatoria sobre situaciones subjetivas patrimonializadas conforme a la legislación anterior y, por tanto, protegidas por el art. 33.1 CE. Pensemos en el ejemplo aportado más arriba de la Ley de Costas de 1988, que decidió acabar con los enclaves de propiedad particular (declarados por sentencia judicial firme) en el dominio público marítimo terrestre adquiridos conforme a la legislación anterior y convertir a los antiguos propietarios en concesionarios por treinta años (prorrogables por otros treinta).

Conforme al cuadro que se ha dibujado anteriormente sobre los distintos ámbitos materiales de vigencia de los diversos preceptos constitucionales que establecen prohibiciones o límites en relación con la retroactividad de las normas, a este supuesto no se le aplicaría ni el art. 25.1 CE (por descontado), ni la regla prohibitiva de la retroactividad de las disposiciones sancionadoras o restrictivas de derechos individuales del art. 9.3 CE (por tratarse de una regulación de contenido patrimonial). Pero sí se aplicaría el principio (derrotable) de seguridad jurídica (en su vertiente de protección de la confianza) (art. 9.3 CE), que –según se ha visto- prohibiría este supuesto de retroactividad auténtica (es indudable que se está afectando a una situación “consagrada” conforme a la norma antigua), salvo que pudiera invocarse una “exigencia cualificada del bien común”. Al mismo tiempo, sin embargo, al supuesto es aplicable el art. 33.3 CE, que no contiene ninguna prohibición de retroactividad, sino que consagra las tres garantías constitucionales de la expropiación forzosa, también vigentes, como es evidente, para las expropiaciones legislativas.

Para un mismo supuesto de hecho (la intervención expropiatoria por norma legal sobre situaciones jurídicas patrimoniales ya protegidas por el art. 33.1 CE) la Constitución prevería dos consecuencias jurídicas por completo distintas: una prohibición (derrotable) o una autorización sometida al cumplimiento de tres requisitos o cargas: la necesaria existencia de una causa de utilidad pública o interés social, la articulación de algún procedimiento o proceso en el que el expropiado pueda defenderse de la intervención y el pago de una indemnización (art. 33.3 CE). Sistemáticamente, lo más correcto parece que es entender que para ese supuesto de hecho (intervención expropiatoria por norma legal sobre situaciones jurídicas patrimoniales ya protegidas por el art. 33.1 CE) el art. 33.3 CE es regla especial frente al art. 9.3 CE, esto es, que se aplica en estos casos el art. 33.3 CE y se inaplica el art. 9.3 CE.