Por Pedro Cruz Villalón

 

En el caso que nos ocupa, cuatro décadas es tal enormidad de tiempo que cabe imaginar que la mayoría de los juristas de nuestro país, en activo o en ciernes, no se sientan directamente concernidos. Tanto daría decir seis u ocho. Así, tomadas en bloque, dan razón de una época que de todos modos escapa mayoritariamente a la vivencia de quienes puedan animarse a proseguir la lectura de estas pocas páginas. En parte al menos, para ellos este largo periodo de actividad del Tribunal Constitucional es historia. A quienes por el contrario estos años inevitablemente conciernen es a quienes guardamos entera memoria de la vida y milagros de la primera institución constitucional de nuestro país, en el caso de unos pocos como experiencia intensamente vivida. Quizá por eso nos cuesta hacernos a la idea de que esto ya es historia.

Puestos, sin embargo, a ello nos encontramos con que esta es una historia pendiente de escribir. Más concretamente: no disponemos de un tratamiento evolutivo de una institución cuyos primeros pasos pertenecen ya indiscutiblemente al pasado. Nos gustaría ver escrito cómo el tribunal, por ejemplo, ha ido interactuando a través de los diversos momentos de la vida de este país, cómo ha ido dejando su impronta sobre la sociedad o cómo, siempre por vía de ejemplo, ha digerido las sucesivas reformas a las que el legislador le ha venido sometiendo.

Se podrá objetar que tampoco hay un tratamiento evolutivo del actual Congreso de los Diputados, o del Senado. Pero es que no son casos comparables. Las Legislaturas, por más que las caras se repitan, se disuelven, se sustituyen unas a otras, obligadas cada una a dejar a la siguiente la mesa limpia. El Tribunal Constitucional, no; aparte de que es de otra especie. Más que un órgano constitucional es una institución constitucional, en el sentido de que pertenece al espacio excepcional de las mayorías cualificadas, junto con el más que esporádico legislador de la reforma constitucional, entre otras.

En el caso del Tribunal Constitucional su tratamiento diacrónico sólo puede ser evolutivo. El tribunal avanza en el tiempo de forma gradual, tanto en lo orgánico como en lo funcional, nunca de forma sincopada. Sus sucesivos integrantes llegan para sumarse a los más antiguos, o a las más antiguas, éstas más raras, siendo la primera tarea de los nuevos la de adaptarse al grupo que avanza en la veteranía de su magistratura. En lo funcional, superado lógicamente el momento inaugural, la jurisprudencia avanza también de forma escalonada, apoyándose y extrayendo legitimidad del trabajo precedente.

Pero, por la fuerza de las cosas, los cambios se producen. Por el lado del tribunal en su conjunto, como por el lado de quienes individualmente lo integran, no hay agendas, no hay ciertamente hojas de ruta, aunque las haya evidentemente por el lado de los órganos políticos. A lo más que llega es a organizar su trabajo. Con independencia de ello, el tribunal muta, la correlación de capacidades entre las personalidades que lo integra sufre cambios, el reto de interpretar la Constitución difiere en cada momento. Todo esto hace que la aproximación evolutiva a la obra del Tribunal Constitucional hubiera debido emprenderse hace un tiempo, no ya por curiosidad científica sino por una razón de simple interés por la cosa pública.

Por contraste con lo que es el caso de otros tribunales de su especie, aquí vamos atrasados en el análisis evolutivo del análisis del nuestro. Quienes hemos tenido algún protagonismo en esta aventura, y no sin buenas razones, acaso hayamos sido algo más reticentes, por comparación, a hacer pública nuestra experiencia, cuando todavía ha estado fresca en el recuerdo. El propio tribunal tampoco ha fomentado este modo de análisis de su obra, por ejemplo, comenzando a abrir sus archivos, en particular los que se refieren a su periodo inaugural, ya tan lejano en el tiempo y sin duda el más interesante de todos.

Sirva todo lo anterior para introducir esquemáticamente mi personal repaso a todo lo que el Tribunal Constitucional español ha sido, a la espera de una más solvente investigación, personal o colectiva. Miro, en efecto, hacia atrás y estos 40 años aparecen grabados en mi retina como una película que discurriera a ritmo de vértigo.

Un primer tribunal inaugurado en plena canícula madrileña, de momento prácticamente integrado sólo por profesores, a la espera de que lo completasen dos jueces. Los cortos años de gracia, de feliz creación de derecho constitucional: La construcción jurisprudencial, como se la llamó, del Estado de las Autonomías, las herramientas básicas de una dogmática de nuestros derechos fundamentales. Así hasta llegar pronto al primer gran tropiezo, el asunto Rumasa. Inmediatamente, las reticencias a la hora de renovar a un concreto magistrado. La pronta supresión del polémico control previo de leyes orgánicas. La presentación en sociedad que supuso la acogida en Madrid de la VI Conferencia de Tribunales Constitucionales Europeos. Los primeros intentos de gestionar la avalancha de recursos de amparo. De esa época data mi primera incorporación al tribunal, como letrado. Es la ocasión de trabajar para Tomás y Valiente, para Rubio Llorente, para la primera, y hasta 1998 única, magistrada, Begué Cantón, codo con codo con los colegas, en un aprendizaje continuo por mi parte, algunos por desgracia desaparecidos en plena juventud, recuerdo entre éstos a Javier Salas.

Al final de su primera década de vida el tribunal está plenamente asentado, Rumasa ha quedado lejos, los profesores siguen marcando el tono del tribunal. Los votos particulares no hacen desmerecer la coherencia de la doctrina, la mejoran incluso. Mientras, en el exterior, 1989 marca el año de la recuperación de la Constitución en la mitad oriental de Europa. Las miradas se vuelven a la transición española. Y a su Tribunal Constitucional.

La segunda década de vida del tribunal es otra cosa. Salen los últimos integrantes del grupo de los founding fathers, está entrando otra remesa de jueces constitucionales, González Campos, imposible de olvidar, Viver, yo mismo. Es esta una renovación a cargo del Congreso de los Diputados en la que termina cortocircuitado el Partido Popular. Y empiezan los conflictos con el poder: La sentencia sobre la ley Corcuera, que arrastra la dimisión del ministro, otra que apunta a la línea de flotación de la inmunidad parlamentaria, todavía sin saber la trascendencia de esta doctrina para el periodo inminente. Y llega la jornada de más cruel recuerdo, el asesinato de Tomás y Valiente, en el desempeño de su oficio de profesor, un 14 de febrero.

Hay que seguir haciendo nuestro trabajo, acompañados ahora del malestar creciente del Tribunal Supremo. Ahora es la doctrina sobre el principio de supletoriedad de la ley estatal la que produce la irritación de otra iglesia, esta vez la académica. Se agravan los problemas de renovación del órgano, todo un año de retraso esta vez. Y llega el momento de mi presidencia, con Viver en la vicepresidencia. Con la magistrada Casas Baamonde se pone fin a nueve años con un tribunal de meros magistrados. Se producirán encontronazos mayores con el poder político, con el asunto Mesa de Herri Batasuna a la cabeza. Una sentencia esta, como todas, exquisitamente acatada, pero precedida de un proceso de elaboración rodeado de más que ruido externo. La plaga de las filtraciones. A partir de ahí, el lento proceso de las renovaciones va poniendo fin al tribunal netamente profesoral que había sido desde el comienzo. Estrasburgo nos da de tarde en tarde un cachete, pero son gajes del oficio. El tribunal tiene ocasión de celebrar como se merece el fin de su segunda década. Esta vez la renovación no se hará esperar demasiado, comparativamente. Puedo volver así a la academia, buscando un respiro en el negociado de la justicia constitucional.

Así prácticamente hasta que llega del Supremo una humillante multa a los magistrados constitucionales, dejados llamativamente solos por el resto de las instituciones. Los tres a la sazón expresidentes nos sentimos movidos a denunciarlo en una tribuna de prensa: Una crisis constitucional.

2006 resultará un año doblemente importante. De entrada, por la reforma más relevante que sufre la ley orgánica del tribunal: El amparo es objetivado al extremo, no sé si más allá de lo que el propio tribunal hubiera deseado. A partir de entonces sólo dará respuesta a las demandas de amparo que detenten una especial trascendencia constitucional, por supuesto, debidamente argumentada por el demandante. Las Salas refuerzan sus funciones en detrimento del Pleno. Pero 2006 es sobre todo importante porque es el momento en el que el foco se desplaza a Cataluña, con el nuevo Estatuto, y así llevamos ya tres lustros. Será objeto de un recurso de inconstitucionalidad que acarreará para el tribunal una parálisis en su renovación por tres interminables años, para terminar convertido en cabeza de turco y pretexto de una arrolladora reivindicación independentista. De esta época es también el acortamiento arbitrario del mandato de los magistrados, víctimas de la incapacidad de los poderes políticos para asumir su responsabilidad en la renovación de aquéllos.

La última década, segunda del siglo, ha recuperado una cierta normalidad en las renovaciones, si nos olvidamos de la situación presente. El tribunal se anima a acudir vía cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la UE, es la historia Melloni, con la que sigue enredado hasta ahora. El juez constitucional ha continuado haciendo su trabajo diario, si bien crecientemente involucrado por las instancias políticas en la tarea de gendarme en Cataluña. Amén de verse en la tesitura de parar constantes iniciativas independentistas catalanas de toda especie, una reforma de su ley hace de él poder sancionador y destituidor de cargos públicos, con el gesto torcido de la Comisión de Venecia. Su trabajo ordinario queda en la sombra, con el involuntario protagonismo impuesto por el procés catalán.

Dicho todo esto, casi perdiendo el aliento, ¿cómo se ordena todo este cúmulo dispar de acontecimientos? Es ahí donde se echa en falta un tratamiento evolutivo de esta institución, sea realizado en su conjunto, sea el más ambicioso abordado por partes.

Pero no se trata sólo, por así decir, de revelar la película. Hay también un desafío pendiente, de otro tipo, el del retrato de este Tribunal Constitucional, el de la descripción de sus rasgos básicos, obtenida con la ayuda del derecho comparado. Es la tarea de obtener la ‘foto fija’, si bien no en un momento cualquiera de estos 40 años, sino la que resultaría de un alejamiento del foco hasta quedarnos, por así decir, con la imagen congelada de una institución que ha estado en activo a la largo de las dos últimas décadas del pasado siglo y de las dos primeras del actual. Si el tratamiento evolutivo puede admitir un trabajo de grupo, la foto fija que imagino, la que falta, habría de ser idealmente de una sola firma. Necesitamos, pues, un comparatista, externo mejor que nacional, que haga el retrato de esta institución en sus caracteres básicos, tal como se nos ve, o tal como se nos vería, desde fuera. No es que ignore algunos estudios muy relevantes que han presentado nuestro tribunal hacia el exterior. Lo que más bien echo en falta es la mirada desde el exterior. Alguien que sepa decirnos cómo somos.

En esta ocasión me voy a limitar a imaginar lo que podría resultar del trabajo de ese observador que digo. Me limitaré a hacerlo sin mucho orden en forma de un corto número de hipótesis, espero que no demasiado aventuradas.

Así, me imagino a ese comparatista preguntándose cómo gestiona su tarea un juez constitucional en completa ausencia del legislador de reforma de la Constitución. Desde su propia perspectiva, sería extraño que este rasgo no llame la atención.

Y es que ya se ha visto cómo a lo largo de este repaso ha habido ocasión de hacer referencia a reformas de la ley orgánica del tribunal. Pero hay algo que no ha salido, la reforma de la Constitución. No lo ha hecho porque, a decir verdad, como obra de un legislador de reforma en pleno ejercicio de su autonomía, esa reforma no la ha habido. Las dos únicas que se han producido han sido, por así decir, reformas exógenas, venidas de fuera, de la Unión concretamente. Eso aparte, el tribunal se las ha tenido que ver todo el tiempo con una Constitución literalmente irreformable en términos políticos, al principio casi sin notarse, luego, conforme avanzaban los años, de forma clamorosa.

Podría pensarse que eso hace más fuerte al juez constitucional, pero no es así, lo hace más débil, por más cauto. No está en su mano dejar que la reforma constitucional haga su tarea, porque sabe que eso no es viable. Tiene que hacer su propia tarea en solitario, sin esta válvula de escape que es siempre la posibilidad de reforma del correspondiente precepto constitucional. Por otra parte, no es lo mismo dar el debido sentido a las disposiciones de una Constitución joven, o renovada, que verse en el deber de imponer mandatos, muchas veces precisos, de una Constitución envejecida. Con lo cual se abre el gran capítulo de la tentación de sustituir a este legislador de reforma no compareciente. En suma, y por no alargarme más, este es un tribunal que vive en la añoranza de la reforma de la Constitución.

Un poco malintencionadamente, nuestro estudioso a lo mejor añadiría que este es un tribunal que vive en otra añoranza, la de una cada vez más lejana edad de oro, o sea, la de su primera década de vida. No importa que fuera un momento objetivamente irrepetible. Y creo que todos los que hemos pasado con responsabilidad por esa institución hemos tenido esa sensación. También aquí juega el tiempo. Conforme aquellos años se alejan crece la conciencia de la distancia que separa a aquel primer tribunal de los que tuvimos la difícil tarea de darle continuidad. Serán, sin embargo, otros quienes, con más distancia, aprecien si hay o no un cierto grado de idealización en todo esto.

Un capítulo que a nuestro observador le costará trabajo desbrozar es el relativo a la identidad de este tribunal. Y digo que será complicado desbrozar por lo que tiene de contradictorio.

Por una parte, es un tribunal que del modo más decidido posible se viene declarando tribunal constitucional en el sentido de tribunal para la Constitución, con un sentido de exclusividad. Esa aparece confesadamente como su razón de ser, se diría que con exclusión de cualquier otra. Donde más claramente se ha visto ha sido en su posicionamiento respecto del Derecho de la UE. Es bien conocido cómo al final de su primer ciclo de vida, en 1991, lanzó el calificativo, casi el epíteto, de “infraconstitucional” para referirse al derecho de las entonces Comunidades Europeas. Más allá de su discutible acierto, era la forma de decir que de ese ordenamiento no se ocupaba él, sino el poder judicial ordinario del Estado. Lo mismo sea dicho respecto del derecho internacional. Diríase que la Constitución es su alfa y su omega, que con ella empieza y con ella termina su razón de ser, su identidad. Pero, si ser tribunal constitucional supuso en algún momento detentar el monopolio de rechazo de la ley parlamentaria, sabido es cómo estos tribunales perdieron hace tiempo esa cualidad en el espacio jurídico europeo.

Más interesa subrayar cómo, en sentido opuesto al anterior, al tribunal no le ha beneficiado precisamente el que la Constitución haya dejado abierta su competencia jurisdiccional, sin otro límite aparente que la reserva de ley orgánica. Es así un tribunal con una competencia moldeable. Eso ha permitido ya, dentro del control de constitucionalidad, el que entrase y saliese y volviese a entrar en su ámbito competencial el control preventivo de la ley. Sobre todo, se le han ido incorporando otras tareas menos evidentemente necesitadas del juez constitucional. Así, la garantía de la autonomía local, o el control concentrado de las normas forales, entre otras aún menos afortunadas.

En suma, las competencias del tribunal no están amarradas a la Constitución. El legislador orgánico de 2006, por ejemplo, le dio la vuelta al recurso de amparo como a un calcetín. ¿Sigue siendo un recurso de amparo un remedio procesal a efectos de cuya admisión la demandante ha de probar que su queja posee especial trascendencia constitucional? Casi se diría que una iniciativa de este tipo debiera estar cubierta por una reserva de Constitución. El tema, por supuesto, da para mucho. Lo que me interesa subrayar es que se trata de un tribunal que teóricamente no debería sentirse muy seguro de su condición.

Ahora bien, si hay algo que no ha cambiado desde el principio, si hay algo que ha atravesado incólume todas las reformas de la ley orgánica, es la competencia del tribunal para revisar todas y cada una de las resoluciones firmes dictadas por todos y cada uno de los jueces y tribunales que integran el poder judicial en España cuando se pronuncian en última instancia. Esta competencia es tan sólida que, vista con perspectiva histórica, acaso alguien vea aquí la verdadera identidad del tribunal español. En contraste con todo lo que ha cambiado el control del legislador, el control del juez sigue siendo tan universal como el primer día. El juez ordinario puede incurrir en inconstitucionalidad por acción, originariamente, como por omisión, es decir, por no haber puesto fin, estando en su mano, a una inconstitucionalidad sometida a su juicio. Y si resuelve en última instancia ese posible vicio es residenciable ante el juez constitucional.

El legislador orgánico de 1979 contaba ciertamente con el importante precedente del esquema alemán, pero, a diferencia de lo que fue el caso de Karlsruhe, no se fue lo suficientemente avisado a la hora de generar un espacio, por así decir, de autonomía constitucional en favor del juez ordinario, de la posición que fuere. Este es quizá un elemento que nuestro hipotético observador acaso pueda aportar a efectos de cuestionar la obra del primer tribunal. Evidentemente no dejará de decirse en defensa de éste que aquí jugó la circunstancia de que la administración de justicia preconstitucional se transmutase, sin más ni más, en el poder judicial de 1978. Eso es cierto. Pero el gusto con el que el tribunal asumió la tarea de, cómo decirlo, educar en la constitucionalidad a todo el aparato judicial de arriba abajo se antoja a la vuelta de tantos años poco precavido. En suma, está por estudiar cómo cristalizó un modo de controlar las resoluciones judiciales en el periodo inaugural del tribunal.

Un elemento muy singular del tribunal español que seguro no dejará indiferente al observador externo es el modo como el legislador ha terminado poniendo por encima de cualquier otra consideración el diseño constitucional de renovación del órgano, por tercios cada tres años, renunciando a garantizar los nueve años de mandato de todos y cada uno de sus miembros. Todas las incidencias pensables en un diseño de estas características, incluso las producidas irresponsablemente por el legislador, han sido subordinadas a ese objetivo. Pues bien, todo ello ha tenido lugar sin que hubiera conciencia de que la legitimidad del juez constitucional tiene mucho que ver con la circunstancia de que cumpla escrupulosamente el periodo de tiempo para el que los legisladores han querido que esté ahí, en nuestro caso por nueve años completos, ni un día menos, pero también ni un día más. El retraso en renovar al juez constitucional no es igual al retraso en renovar el Defensor del Pueblo. Conforme la fecha de caducidad se aleja, se desgasta en el mismo grado la legitimidad del juez constitucional.

Una última intuición, como punto final. Es una intuición que se expresa con el binomio macro- y microconstitucionalidad, tan querida al gran comparatista de la justicia constitucional que fue Louis Favoreu. Él lo hacía para beneficio del singular modelo francés. Lo empleo aquí para marcar la diferencia entre el día a día y las grandes ocasiones en el trabajo del juez constitucional. Es una diferencia para mí clara, que desde luego no pasa por la que separa al control del juez del control del legislador. Es la diferencia entre lo que puede hacer en teoría y sin problema el juez general del derecho y aquello que hemos llegado a pensar que requiere la intervención de un juez distinto, el juez constitucional.

Mi intuición es que quizá nuestro estudioso se sienta tentado a proponer la tesis de que nuestro tribunal constitucional se ha manejado mejor con la microconstitucionalidad que con la macroconstitucionalidad. No es evidentemente que no se haya ocupado de esta última. Es simplemente que ha flaqueado a la hora de abordar esta tarea en tiempo y forma, sobre todo en tiempo.

Siendo más concretos. En momentos críticos, que son la hora de la verdad del juez constitucional, no han sido infrecuentes los casos en los que se ha dejado pasar el tiempo antes de dar una respuesta en derecho a la urgente cuestión planteada. No siempre ha sido desde luego así. Hay ejemplos antiguos de lo contrario. Ejemplos en los que el tribunal ha experimentado el coste que también lleva consigo para él el resolver tempestivamente. Pero es su deber.

Por el contrario, y por poner un ejemplo en sentido contrario, desde luego no el más extremo de los que actualmente podrían aducirse, si se emplean siete años en dar respuesta, la que proceda, a un recurso frente a la ley que introdujo el matrimonio entre personas de un mismo sexo, al final esa respuesta, por la propia naturaleza de la cuestión, sólo puede inclinarse en un sentido:  En ausencia de medidas cautelares y según los casos, el control de la ley sólo tiene sentido efectuado en plazo. En definitiva, si se opta por un sistema concentrado de justicia constitucional es para que también la macroconstitucionalidad funcione. Y funcionar no es simplemente sentar doctrina para casos futuros, funcionar significa la capacidad y la disposición a responder a un problema, por relevante que sea, con consecuencias prácticas. Porque es lo único que justifica el que la Constitución haya previsto una jurisdicción desglosada de la ordinaria.

Los anteriores son sólo unos pocos, acaso aventurados, ejemplos de un hipotético modo de describir nuestro tribunal constitucional desde la distancia. Apuntados por un insider, me expongo a una objeción inmediata, por evidente. Pero así es nuestra condición, siempre volvemos a caer en la misma piedra.


* En su origen, intervención en el Seminario de Profesores de la Facultad de Derecho de la UAM, “Cuatro décadas de actividad del Tribunal Constitucional” el 20 de mayo de 2021.

Foto: JJBOSE