Por Gonzalo Quintero Olivares

 

Introducción

 

El Consejo de Ministros del martes 15 de septiembre de 2020 aprobó el Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, que incluye una serie de medidas que no figuraban en la Ley de Memoria Histórica de 2007. De ese modo, según se ha transmitido, se completa la regulación jurídica que se había iniciado hace trece años.

Las reacciones no han tardado en producirse, siendo la más extendida la impresión de que con lo que está cayendo en España en estos momentos, la presentación de la Ley a bombo y platillo parece un movimiento estético para distraer a una opinión pública que está sufriendo, en muchos casos, la mayor crisis de su vida, y no es preciso enumerar las causas.

Como es lógico, es muy minoritario el número de los que se oponen a que se investigue todo lo que pasó en España a partir de julio de 1936, así como a la búsqueda de víctimas enterradas y aun no encontradas, y, además, corriendo a cargo de la Administración los costos de la búsqueda. Pero, tras esa aceptación inicial se pasa a examinar más de cerca el anteproyecto, y ahí es cuando surgen razonables críticas que no pueden callarse bajo la tácita advertencia de que cualquier discrepancia con el Gobierno en esta materia solo puede proceder de despreciables reaccionarios.

 

Prohibición de crear fundaciones e ilegalizar las existentes que defiendan la dictadura franquista

 

Así, por ejemplo, se asegura que la ley implicará la prohibición de crear fundaciones e ilegalizar las ya existentes que defienden la dictadura franquista. Los motivos no requieren muchas explicaciones, pero ya que la Ley se titula de memoria democrática nada se perderá prohibiendo también todas las organizaciones que, en la línea de lo que castiga el art. 510 del Código penal, tengan por tarea cotidiana la incitación al odio y a la discriminación entre españoles, o que apologizan sobre la conveniencia de acabar con el actual sistema constitucional a través de la insurrección si se tercia, o que defienden y promueven la supremacía de una parte de los ciudadanos sobre los demás. Y son solo ejemplos de quistes malignos que sufre el sistema democrático.

 

La nulidad de juicios y sentencias de tribunales franquistas

 

Otro punto básico es la declaración de nulidad de todos aquellos juicios y sentencias de Tribunales franquistas en la posguerra civil. Como sabemos, esa es una reivindicación desde hace mucho tiempo. El tema, tras su aparente simpleza, encierra algunos problemas que señalan incluso las asociaciones de víctimas. El primer paso será seleccionar, superando todas las dificultades documentales,  las sentencias expresivas de la represión, para luego proceder a la declaración de nulidad, y, si la cuestión no es clara habrá que acudir a los Tribunales, con lo que eso supone, y, al final, tendría que ser una sentencia la que anulara la otra sentencia. La “explicación por la represión” es fácil de apreciar en Sentencias de Tribunales como el de Represión del Comunismo y la Masonería, o el de Responsabilidades Políticas, o los Consejos de Guerra a civiles, o el T.O.P., pero nada impide extender la revisión a sentencias de otras jurisdicciones, como la penal, contencioso-administrativa o la laboral, en todas sus decisiones desde 1939 a la Constitución de 1978, pues también en ellas se pueden encontrar muestras de la ideología que se quiere combatir.

La anulación, por otra parte, es difícil que tenga más efectos que los simbólicos o testimoniales, pues no es fácil configurar un sistema de indemnizaciones que tendrían que ir a parar, en la mayoría de los casos, a los herederos, pues las sentencias más recientes fueron dictadas como mínimo hace 42 años.

No será un problema menor la aplicación de la ley en orden a la creación de un censo nacional de víctimas para reunir la información sobre todos los fusilados, represaliados y exiliados durante la Guerra Civil y la dictadura. Si se trata de reunir los nombres de todos los fusilados durante la Guerra Civil será difícil e injusto, como ya ha señalado algún comentarista,  decir, por ejemplo,  que en la relación entra García Lorca, pero no Muñoz Seca, o el personaje fusilado por falangistas, pero no los fusilados por “rojos” en cualquiera de sus versiones. Y auguro que la bronca está servida.

Tal vez todo hubiera podido enfocarse de otro modo. La anulación de todas las leyes represoras bastaba para que con ello cayeran todas sus consecuencias, pues ningún proceso estaba desvinculado de una ley que permitía a aquellos tribunales hacer lo que hicieron. Algo similar sucedió en Alemania tras el fin de la IIª Guerra Mundial: los aliados y los Gobiernos militares de Ocupación declararon la anulación de las principales leyes nazis (Ley No. 1 del Gobierno Militar sobre “Abrogación de la Legislación Nazi” y la Ley nº 1 del Consejo de Control Aliado de 20 de septiembre de 1945) dejando sin efecto las leyes nacionalsocialistas por ser leyes de “naturaleza política o discriminatoria sobre las que se sustentaba el régimen nazi”, así como cuantas leyes, decretos y reglamentos sirvieran de desarrollo e interpretación de aquellos textos.

 

La creación de una Fiscalía antifranquista

 

Pero pasemos a otros temas de los que también se hablará: la creación de una Fiscalía de Sala en el Supremo para investigar “violaciones de derechos humanos” durante el franquismo, y la anulación de títulos nobiliarios que recuerden episodios de la Guerra civil o premien a sus protagonistas.

En primer lugar, la nueva Fiscalía y su función. De acuerdo con el artículo 1 de su Estatuto “El Ministerio Fiscal tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales, y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”.

De acuerdo con ello, el Ministerio Fiscal no es una oficina administrativa que deba encargarse de dar respuestas a las preocupaciones y peticiones de los ciudadanos al margen de lo que acontezca en los Tribunales, y de nuevo aquí hay que recordar que las violaciones de derechos humanos durante el franquismo se sitúan temporalmente en un tiempo que acaba con la proclamación de don Juan Carlos I como Rey, por lo tanto, hace 45 años.

Si del Ministerio Fiscal se espera que cumpla con su cometido constitucional, deberá promover la acción de la justicia en relación con esos hechos, prescritos todos. Cuestión diferente, pero esa no es la función del Ministerio Fiscal, será que se quiera sacar a la luz pública hechos que, aun prescritos, pongan de manifiesto el atropello brutal de los derechos de personas que pueden desear que sean conocidos y sus autores, si viven,  expuestos a la vergüenza pública, aunque no quepa acción legal de especie alguna.

En resumen, la creación de la tal Fiscalía de Sala es un gesto propagandístico y absolutamente prescindible.

En cuanto a la anulación de títulos nobiliarios, otorgados por el Dictador y que evocan hechos vinculados a la Guerra civil, se recupera una idea que el PSOE había ya adelantado en el Congreso en julio de 2019, y que pasa por elaborar un catálogo de títulos nobiliarios concedidos entre 1948 y 1977, así como de concesión posterior, que representen la exaltación de la Guerra Civil y Dictadura, para proceder a su supresión.

No tengo duda alguna de que son muchos los que están de acuerdo con la idea, y los argumentos a favor de ella no es preciso repetirlos, como tampoco ha de extrañar que algunos de los afectados ya hayan anunciado su oposición. Veremos en qué se traduce eso. Los Gobiernos de la democracia han intervenido poco en el tema de los títulos nobiliarios en general.

La primera vez fue a través del Código penal de 1995, que suprimió el delito de uso indebido de títulos de nobleza, tanto si se trataba de títulos pertenecientes a otra persona como si eran títulos supuestos, que era lo más frecuente. El legislador de la época estimó que la incriminación del uso público de un título nobiliario que no se posee, sea un título real o imaginario, daba a estos una dimensión de valor constitucional que en modo alguno se deriva de la Carta Magna, al margen, por supuesto, de que esa acción pueda ser parte de una falsedad o estafa y de las acciones civiles a disposición del poseedor de un título auténtico del que otro hace uso, para protegerlo como lo haría con su propio nombre, tal como tiene declarado el Tribunal  Supremo.

La siguiente intervención fue la Ley 33/2006 de 30 de octubre de Igualdad del Hombre y la Mujer en la Sucesión de los Títulos Nobiliarios, a través de la cual se suprimió la tradicional prevalencia del varón sobre la mujer en esa sucesión.

A las críticas que desde diferentes sectores se habían hecho sobre la incompatibilidad de la existencia de títulos nobiliarios con la igualdad como valor superior del ordenamiento jurídico, respondió el TC (STC 27/1982) declarando que la posesión de un título nobiliario no supone una condición estamental o privilegiada.

Hasta aquí el breve panorama jurídico en que se inserta la cuestión de los títulos, que puede considerarse “pacífico”, y es en ese contexto en donde se ha de desarrollar lo que propone el Anteproyecto de Ley.  Por una parte, claro está, tendremos impugnaciones de dicha Ley y seguros conflictos a causa de la supresión del título. Se ha dicho que bastaría con señalar como defecto originario el mero hecho de haber sido otorgados por un Dictador, y no por un Rey, lo cual, habida cuenta del peso de la tradición en materia nobiliaria, permitiría denunciar una ilegitimidad originaria que alcanzaría a todos los títulos otorgados por Franco, que se extinguirían con su Régimen como otras creaciones “premiales” suyas, como, por ejemplo, la Orden Imperial del Yugo y las Flechas, desaparecida sin necesidad de declaración expresa alguna.

Por la razón que fuera no ha sido esa la vía elegida, lo cual no quiere decir que ésta habría estado exenta de problemas, pues no es verdad. Cierto que, al amparo del art.62-f) de la Constitución se podría sostener que la concesión de honores y distinciones corresponde en exclusiva al Rey, y , por lo mismo, todos los títulos franquistas habrían caído en una especie de inconstitucionalidad sobrevenida, pero los afectados habrían impugnado la medida y a saber lo que habría decidido el TC, pero, en cualquier caso, habría sido, con todos sus problemas, un camino menos complicado. Solo quedaría el no pequeño problema de la subsistencia del propio Ducado de Franco y del Señorío de Meirás, ambos evocadores de la Dictadura, pero otorgados por Juan Carlos I.

La opción por la vinculación con la Guerra civil deja fuera de discusión la validez originaria de los títulos dados por el Dictador, y se centra en la significación de ese título que es incompatible con los valores democráticos vigentes, pues tácitamente suponen una glorificación de hechos o de personalidades que compusieron las bases sobre las que se asentó una Dictadura, y eso tendrá que decirse de cada uno de ellos expresamente.

El problema, previsible, es que fácilmente se abrirán comparaciones sobre la razón de ser de todos los títulos nobiliarios, y así como en muchos se dará una explicación sobre su concesión originaria comprensible – dejando de lado el tema de la participación de los sucesores – por la bondad, mérito y significación de los actos de una persona, también habrá que reconocer la sinrazón “originaria” de no pocos de ellos, y no pondré ejemplos. 

Por otra parte, no falta quien, metidos es esa surrealista senda de la valoración del significado de un título, señala que lo justo sería exigir al sucesor en un título que su comportamiento sea coherente con los méritos de su titular originario y, por eso mismo, siguiendo lo que decía la  Ley de 4 de mayo de 1948,  por la que se restablecía la legalidad vigente al 14 de abril de 1931 en las Grandezas y Títulos del Reino, hay que exigir en los titulados la dignidad debida, y, en consecuencia, que el Jefe del Estado pueda acordar la privación temporal o vitalicia de aquellas dignidades nobiliarias cuyos legítimos poseedores se hayan hecho personalmente indignos de ostentarlas. Si se llevara a la práctica esa idea sin duda que muchos, y no solo la prensa amarilla,  se divertirían hurgando en la vida pública y privada de los aristócratas, pero…¿cui prodest?

Que parezca bien o mal la vía elegida para el propósito de suprimir los títulos evocadores de la Guerra y la Dictadura ese encomiable propósito no tiene mucha importancia, al margen de confiar en que la puesta en práctica de la Ley no brinde un nuevo espectáculo de impugnaciones y decisiones judiciales.  Pero me temo que no será así.

Mas lo realmente sorprendente en todo el debate que se ha generado en torno a este tema es la total ausencia de discusión alguna sobre el estatuto jurídico de los títulos nobiliarios. Vaya por delante que no tengo objeción alguna a su existencia, aunque no faltan quienes exigen su supresión, cosa que creo innecesaria. Pero entre aceptar la existencia y aceptar la intervención del Estado y del derecho público en su régimen media una gran distancia, y, posiblemente, si toda esta materia fuera autoregulada por la propia nobleza, como cuestión privada, a través de organismos propios, que los tienen, como la Diputación Permanente y Consejo de la Grandeza de España y Títulos del Reino, sin intervención de la Administración pública y sin perjuicio de la potestad real de otorgar distinciones, nos evitaríamos discusiones prescindibles, pero, sobre todo, situaríamos el tema de los títulos en un lugar más ajustado a la España del siglo XXI.