Por Alfonso Ruiz Miguel

 

Voy a defender que la sentencia del Tribunal Supremo sobre el llamado procés ha escrito derecho, rectamente, produciendo también buen Derecho, a pesar de algunos renglones torcidos. En una reciente mesa redonda sobre la sentencia en la Universidad Autónoma de Madrid, donde en el coloquio esbocé lo que ahora quiero desarrollar algo más, uno de los ponentes, el abogado Javier Melero, me replicó que en Derecho penal los renglones torcidos producen Derecho injusto. Le replico ahora que eso es cierto solo cuando van in malam partem, es decir, en contra del reo, algo que no hacen los dos renglones que yo indiqué y que voy a comentar aquí.

Pero antes de ello debo decir por qué considero que la sentencia ha producido un buen Derecho, a salvo de los escrupulosos recursos y los análisis de detalle que sin duda se producirán en estos meses, algunos seguramente con la máquina de Jhering de cortar cabellos en un millón de partes. Dejando las malversaciones a un lado, en el abanico de delitos disponible al juzgador para calificar los hechos figuraban como más relevantes la rebelión, la sedición y la mera desobediencia. Mientras esta última se castiga en su forma más agravada con penas de multa de hasta dos años y de inhabilitación hasta tres, la rebelión sin armas puede comportar hasta 25 años de prisión e inhabilitación, mientras la de sedición puede llegar a los 15 años. Pues bien, aunque deba decirlo muy sucintamente, creo que la calificación intermedia de sedición realizada por el Tribunal Supremo está razonablemente justificada.

La extensión y concatenación de los hechos ?que pueden situarse entre octubre de 2016, cuando el Parlamento catalán instó al Govern a convocar un referéndum vinculante de independencia, y la vergonzante votación anónima de una declaración de independencia el 27 de octubre de 2017, con su cénit a partir de la irregular aprobación de las leyes de desconexión y de referéndum de primeros de septiembre del mismo 2017?, el carácter colectivo, persistente y coordinado de su promoción, la enorme alteración social que generaron y, en fin, el manifiesto y muy serio golpe contra la Constitución y la convivencia democrática que así se ha provocado, incluso hasta hoy mismo, fue de una gravedad tal que superó con creces la mera turbación de la paz o la tranquilidad penada por la desobediencia (p. 279 de la sentencia; no obstante, tres procesados han sido condenados únicamente por desobediencia).

En realidad, dada la naturaleza de los hechos, la mayor dificultad no residía en justificar la exclusión de la desobediencia, sino la de la rebelión. Para formularlo esquemáticamente, mientras el delito de rebelión consiste en alzarse “violenta y públicamente” para fines “contra la Constitución”, como declarar la independencia de una parte del territorio (art. 472 del Código penal), en cambio, el delito de sedición se define por el alzamiento público y tumultuario tanto por la fuerza como “fuera de las vías legales” con el fin de afectar al orden público, por ejemplo para “impedir la aplicación de las leyes” o el cumplimiento de resoluciones judiciales (art. 544). En el anterior marco, falta una categoría intermedia entre la conducta que utiliza el medio violento con el fin de afectar gravemente a la Constitución y la que consiste en alzarse, violentamente o no, con el fin de alterar gravemente el orden público: existiría una laguna axiológica a propósito de la finalidad de afectar gravemente a la Constitución mediante un alzamiento por vías no legales pero no violentas.

El Tribunal Supremo, a mi modo de ver con buen criterio, ha venido a aceptar la anterior laguna sin pretender rellenarla, sino más bien excluyendo que los hechos juzgados pudieran constituir alzamiento violento contra la Constitución, es decir, excluyendo el delito de rebelión. Ciertamente, hubo resistencias y coacciones por parte de los manifestantes tanto en la concentración del 20 de septiembre del 17 ante la Consejería de Economía como en el pretendido referéndum del 1 de octubre, y los principales condenados pudieron prever y tuvieron dominio sobre esos acontecimientos, de los que ante todo habían sido convocantes para después fingir que eran impotentes para apagar el más que previsible incendio. Sin embargo, en opinión del Tribunal Supremo que comparto, nada de ello tuvo la entidad suficiente como para configurar el delito de rebelión, si bien lo hace mediante argumentos que comparto menos. El Tribunal, con un criterio más discutible, ha decidido formular la condición de ausencia de violencia no mediante algún criterio de suficiencia cuantitativo y/o cualitativo, sobre lo que volveré al final, sino restringiendo su concepto mediante dos condiciones: que la violencia esté directamente dirigida al fin de la rebelión y que además sea idónea o funcional para ello. El Tribunal ha considerado que la violencia ejercida en el procés solo se dirigió directamente contra el cumplimiento de resoluciones judiciales y no con el objetivo de conseguir la independencia y ello bastaba para excluir la rebelión.

Con independencia de lo discutible de la anterior conceptualización de la violencia suficiente, el resultado derivado de ella constituye una forma permitida de resolver una laguna penal, pues no acude a analogía o interpretación extensiva. Pueden formularse en su favor al menos dos razones. La primera es que, correctamente, el Tribunal Supremo ha excluido la rebelión por falta de alzamiento violento suficiente y ha utilizado el tipo residual disponible, la sedición, que literalmente dice: “Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes o […] el cumplimiento […] de las resoluciones administrativas o judiciales” (art. 544). La segunda es que, en realidad, este mismo artículo puede incluir la pretensión de afectar al sistema constitucional cuando se refiere a la acción de impedir “la aplicación de las leyes”, bien porque se considere que la Constitución forma parte de las leyes, bien al menos por la sencilla razón de que quien prohíbe lo menos también quiere prohibir lo más.

Voy a los dos renglones torcidos. El primero es la afirmación muy repetida en la sentencia de que la independencia era imposible, un señuelo o una mera quimera (o un farol, como confesó Ponsatí, que parece saber también de juegos de naipes) y que los ahora condenados eran perfectamente conscientes de ello. Creo que esta línea argumental ha sido equivocada. En abstracto, porque me temo que el Tribunal Supremo ha confundido imposibilidad e improbabilidad: que la independencia fuera altamente improbable o difícil no quiere decir que fuera imposible. Por supuesto, a posteriori siempre cabe afirmar que solo pudo ocurrir lo que ocurrió, pero esa tesis determinista es poco verosímil en historia y resultaría bien extraña para un tribunal de lo penal, porque tendería a multiplicar exponencialmente los delitos imposibles por tentativa inidónea. En el caso concreto, además, porque en el largo espacio de tiempo que duró el procés hay mucho margen para pensar que muchos de sus protagonistas se comportaron objetivamente como si creyeran posible la independencia, en especial hasta la fuga de bancos y empresas pocos días después del referéndum. Eso incluye la afirmación de Puigdemont en la reunión del 28 de septiembre con Trapero, Junqueras y Forn de que “de ocurrir alguna desgracia se haría la Declaración Unilateral de Independencia” (p. 365 de la sentencia), pero no excluye tampoco los días finales de septiembre, cuando, seguramente con una estrategia de independencia a más largo plazo, Junqueras, Rovira y Rufián bloquearon la convocatoria de elecciones autonómicas dando lugar a la aplicación del artículo 155. En todo caso, como dijo el penalista Enrique Peñaranda en el debate que he mencionado al principio, también hay ocasiones en que los juegos se ganan de farol.

El segundo renglón torcido de la sentencia, ya antes mencionado, es que, junto a la condición de que la violencia sea un instrumento directo para el propósito de la independencia exige además que la violencia sea idónea o funcional para ese propósito (cf. pp. 267-269, en la primera de las cuales se exige “una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes”). Según la sentencia, esa segunda condición tampoco se habría cumplido en el caso porque la independencia fue una quimera conocida y utilizada por los promotores de los hechos, que habrían engañado a su gente con otros fines. Al margen de que, como he intentado mostrar, este presupuesto sea en sí mismo impugnable, tampoco soy capaz de ver la necesidad ni la conveniencia de remachar la exclusión de la rebelión con esta segunda condición de la violencia suficiente, cuando el primero de su carácter directo ya bastaba. Peor todavía, si este requisito de la idoneidad se considera, según parece razonar la sentencia, como conjuntamente exigible con el otro, de manera que la ausencia de cualquiera de ellos sea suficiente para excluir la rebelión, veo aparecer dos inconvenientes: primero, parece posible una situación de violencia idónea para un fin típico de ese delito sin que dicho fin sea directamente buscado; y, segundo, con tal condición existe el riesgo de que la rebelión se convierta en un delito de punición imposible: si no triunfa, porque será fácil argumentar que no se dan las dos condiciones, y si triunfa porque no habrá juicio en el que se oír el caso.

Por lo demás, el requisito de la idoneidad no ha sido correctamente aplicado en la sentencia, que, pendiente sobre todo de la finalidad de la independencia, no deja de reconocer que “el único, verdadero y ocultado propósito que movía a los coacusados era el de que el Gobierno del Estado accediera a la convocatoria negociada de un referéndum sobre autodeterminación del territorio catalán” (p. 358; cf. en el mismo sentido pp. 274, 275, 328, 361, 376 y 386). Pero aquí el Tribunal parece no tener en cuenta que el delito de rebelión del artículo 472 del Código penal no solo enumera como fines el declarar la independencia de una parte del territorio, sino también, entre otros, el de “obligar [al Gobierno o a cualquiera de sus miembros…] a ejecutar actos contrarios a su voluntad”. Forzar al gobierno a una negociación, fuera para legalizar un referéndum de autodeterminación o fuera para intentar salvar la cara ante su electorado, ha sido una pretensión de los dirigentes secesionistas a lo largo del procés cuya eventual posibilidad resulta difícil de descartar. Aun así, según insiste la sentencia, la violencia en forma de resistencia y coacciones de los días 20 de septiembre y 1 de octubre de 2017 seguiría incurriendo en el tipo de la sedición y no en el de la rebelión porque fue asumida por los condenados solo como dirigida directamente a impedir el cumplimiento de decisiones judiciales. Concuerdo con la conclusión pero no con su justificación.

Para concluir, por las razones espigadas en los párrafos anteriores, una configuración conceptual tan formalista de la suficiencia de la violencia no es apropiada. A mi modo de ver, habría sido preferible una configuración más sustantiva, que relacione la gravedad del delito con la gravedad de la violencia, mediante la exigencia de una dimensión de peso, tanto en la cantidad como en la calidad de la violencia utilizada. A modo de ejemplificación, para alcanzar una entidad suficiente para la rebelión, incluso sin existencia de muertes ni intervención activa de fuerza armada en favor de la rebelión, se habría debido pasar a la ocupación de centros oficiales o de poder, al sabotaje de puntos neurálgicos de comunicación, a la toma de  rehenes,  a disturbios violentos generalizados como los vividos en la segunda mitad de octubre en Barcelona o a acciones similares. A un delito tan grave debe corresponder también una violencia grave. Sé que las categorías graduales siempre dejan zonas intermedias indecisas, pero a falta de un criterio legislativo bien pensado tiendo a pensar que son preferibles a la invención judicial de distinciones categóricas que se conviertan en precedentes de decisiones incorrectas.


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