Por Gonzalo Quintero Olivares
La última reforma del Código penal (L.O. 14/2022, de 22 de diciembre) ha estado marcada por la intervención en los delitos de malversación y sedición, pero, como es sabido, esas alteraciones han ido acompañadas de otras, para reforzar la imagen de que se trataba de una general puesta al día de la ley penal. Se ha hablado lo bastante de ese aspecto del tema como para no tener que regresar a él, pero ello no empece la necesidad de valorar las reformas “de acompañamiento”, como ya he hecho con el delito de enriquecimiento ilícito (AdD, 30/12/22). Veamos las que se refieren a la ocultación de cadáver y a la contratación laboral ilegal.
El delito de ocultación de cadáver
El nuevo delito de ocultación de cadáver nos dice el legislador, obedece a la necesidad de dar respuesta punitiva “…al sufrimiento que tal conducta puede ocasionar en los familiares o allegados de la persona fallecida, estableciendo una pena agravada con respecto a la prevista en el párrafo primero del artículo 173.1…”. Dicho artículo dispone “el que infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años y se le añade un párrafo nuevo que dispone “igual pena se impondrá a quienes, teniendo conocimiento del paradero del cadáver de una persona, oculten de modo reiterado tal información a los familiares o allegados de la misma “.
En cuanto al importante aspecto de la naturaleza legal el delito es incluido en el Título VIII, entre los que afectan a la integridad moral. De interés es también que el legislador diga expresamente que la conducta ya cabría en el actual artículo 173 CP y que la reforma solo persigue una función de llamada y un incremento de la pena. En mi opinión, eso no es cierto.
No es precisa gran perspicacia para adivinar que esa reforma trae causa de un suceso concreto y, sin duda, terrible, como fue el asesinato y ulterior ocultamiento del cadáver de una muchacha, añadiéndose la circunstancia de que los acusados fueron variando la versión de los hechos dando sucesivas y contradictorias versiones sobre lo sucedido y el paradero del cuerpo, pero siempre sin que fuera localizado. No ha sido el único caso, pero eso no altera el hecho fundamental: se trata de una modificación ad hoc, y eso, como regla general, no puede aceptarse sin crítica alguna, pues la argumentación justificativa no puede consistir en lo que ofrece el legislador, que es una descripción del dolor de las familias de la víctima por no poder disponer del cuerpo para poder cumplir con sus costumbres o creencias religiosas.
No hay duda alguna de que la desaparición del cadáver causa un dolor adicional al ya enorme producido por el crimen. Pero, siendo eso cierto, no justifica una necesaria modificación del Código penal. El delicado problema de la indemnización a las víctimas o perjudicados por los delitos tiene que contemplar, sin duda, el daño moral, pero también hay que aceptar que el daño moral adicional puede acompañar a muchos delitos diferentes, sin que se haya de limitar a los delitos contra la vida.
El legislador debe haber intuido esa posible crítica, pues subraya que no estamos ante las consecuencias de un delito contra la vida, sino ante un injusto diferenciado, que ha de castigarse por separado porque afecta a un bien jurídico autónomo que no puede confundirse con los bienes que se tutelan en los delitos contra la vida, sino que su naturaleza jurídica prioritaria es la de ataque a la integridad moral de los familiares.
De nuevo se entra en el terreno de las obviedades, pues nada se descubre diciendo que los delitos causan dolor a las víctimas directas y a otras personas, dimensión que es ajena al bien jurídico agredido, tanto si estamos ante un asesinato (ejemplo máximo) como si se trata de la víctima de una agresión sexual violenta o una de una tortura, que puede sufrir un traumatismo psíquico de indefinida duración. Todo son daños morales graves que no pueden ser embebidos en las lesiones de bienes como la libertad sexual o la integridad moral, y otro tanto se puede decir de la ruina personal y familiar de las víctimas de una macro estafa inmobiliaria que deja a muchas familias sin ahorros y sin vivienda, mas no por eso se configurará un nuevo delito porque los acusados del fraude se nieguen a dar explicaciones sobre el paradero del dinero obtenido (cuestión diferente es que la respuesta punitiva o la ejecución de la pena pueda variar en función de la restitución).
Pero el legislador insiste en que estamos ante un hecho diferente, y, por lo tanto, la sola condición de consecuencia del hecho principal no es suficiente, pues, y esa sería la clave de la diferenciación, se trata de una acción nueva y distinta que se comete después de la consumación del delito, y que consiste en “negarse a dar una información de la que se dispone”, pues el nuevo tipo se realiza por quienes con conocimiento del paradero del cadáver de una persona, oculten de modo reiterado tal información a los familiares o allegados de la misma. Partiendo de eso parece desplazarse el problema a una dimensión ajena al crimen precedente, pero planteada así la cuestión surgen nuevas objeciones:
Ante todo, pierde sentido lo dicho por el legislador sobre los sentimientos de los parientes como bien jurídico protegido, y en su lugar aparece una especie de infracción de un deber de dar noticia del paradero del cadáver de la víctima, pero en tal caso surge la duda acerca de cuál es la fuente de ese deber y sobre quién recae. Respecto de lo primero podría buscarse una explicación a través del deber humano de solidaridad con las víctimas y de no aumentar su dolor, o, también, en las reglas de la injerencia, pues quien se cruza en la vida de otra persona ha de ser responsable de lo que a esa persona suceda y eso incluye responder de su paradero, como sucede, como figura más cercana, con lo dispuesto en el artículo 166 CP para el reo de detención ilegal o secuestro que no de razón del paradero de la víctima, en cuyo caso la pena puede alcanzar la del asesinato.
Mas en el caso de la víctima de asesinato u homicidio tenemos problemas adicionales. Tradicionalmente se ha dicho que el autoencubrimiento es impune, y la ocultación del cadáver puede ser una conducta susceptible de ser así calificada. La impunidad del autoencubrimiento tiene larga tradición jurisprudencial, y esa misma valoración se ha hecho en relación con el delito de profanación de cadáveres cometido por los responsables criminales de la muerte (vid., p.e., STS 1068/2010 de 2 de diciembre) en casos en los que el autor había llegado a descuartizar el cuerpo de la víctima para impedir su descubrimiento haciéndolo desaparecer.
Otra vía sería la que ofrece la teoría de los actos copenados, que puede alcanzar a la fase de agotamiento material del delito, si bien eso no es viable en relación con los que, sin haber intervenido en el hecho principal, ayudan a los responsables criminales a ocultar las pruebas del delito, pues a esos sujetos no les puede alcanzar la exención de pena del autoencubrimiento, sino que regirá lo dispuesto en el art.451-2º CP para los encubridores, que, además, señala una pena mayor.
Consecuentemente resultará que el ámbito de aplicación del nuevo delito se va angostando, pues razonablemente pueden excluirse, para los partícipes, los casos de autoencubrimiento y, para los no partícipes, también los de encubrimiento, todo ello, además, sin reparar en el objeto del dolo que deberá orientarse al daño a los sentimientos de los familiares y en la necesidad de probar que el acusado de ese delito conoce el paradero del cadáver, extremo que no puede darse por supuesto en quien ni es partícipe ni encubridor.
En resumen: estamos ante una creación legislativa perfectamente prescindible, y que solo es muestra de demagógica exhibición de preocupación por las víctimas y que difícilmente cumplirá función alguna. Con ello no quiero decir que ocultar el paradero de la víctima del delito de homicidio o asesinato no haya de tener consecuencia alguna, pues puede y debe tenerla en el campo del comportamiento postdelictual, que puede afectar a la ejecución de la pena (pérdida de cualquier clase de beneficio) pero no a la apreciación de un delito adicional que vaya más allá de lo dispuesto para el encubrimiento.
La imposición de condiciones de trabajo abusivas
Otro “nuevo” delito entra por la vía de un nuevo párrafo que se añade al art. 311 CP como nº 2 diciendo
“Los que impongan condiciones ilegales a sus trabajadores mediante su contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo, o las mantengan en contra de requerimiento o sanción administrativa”.
Cabe preguntarse si con ello se cubre un vacío legal porque esa conducta era hasta el momento atípica, y, en caso de respuesta afirmativa, habrá que valorar la necesidad de elevarla a la condición de delito específico.
Para el legislador, como es lógico, no hay duda alguna sobre la pertinencia de la reforma. Reconoce que el art. 311 CP “protege las condiciones mínimas exigibles e irrenunciables de la contratación laboral” y castiga los ataques más graves a los derechos de los trabajadores, pero la realidad muestra regímenes de trabajo en los que mediante un “camuflaje jurídico” (sic) se esconde lo que no es sino trabajo por cuenta ajena aunque careciendo de los derechos individuales y colectivos inherentes a esa condición.
Según el legislador, esas “trampas” no se podían prever en 1995 cuando se gestó y aprobó el CP. Si nos aproximamos a las declaraciones de portavoces de los Partidos del Gobierno y a lo que se denuncia en medios sindicales, los “camuflajes” de relación laboral se dan especialmente a través de la figura de los “falsos autónomos” que simplemente son trabajadores sin contrato, a los cuales se pueden añadir otras realidades percibibles e igualmente fraudulentas, entre las que se ha señalado, con razón, a los falsos becarios o voluntarios, las cooperativas ficticias o los contratos parciales ficticios, que esconden jornadas mucho mayores o las horas extra ilegales por no constar en la realidad contractual y abonarse sin reflejo documental formal a espaldas tanto de Hacienda como de la Seguridad Social.
Todo eso es cierto, y es inadmisible porque se trata de abusos que tienen como presupuesto la necesidad y la dificultad de encontrar empleo. Sobre la oportunidad de que el Derecho intervenga no hay duda alguna, pues todas esas prácticas son inexcusablemente ilegales, pero eso no sirve como respuesta a lo que interesa al penalista. Sabido es que a los Gobiernos les gusta hacer exhibiciones de musculatura penal cuando se enfrentan a problemas que generan alta preocupación social y que, además, están presentes en el conocimiento público, como sucede con la precaria situación de los repartidores de comida o con los contratos para jornadas parciales compensados con horas extras “en negro”. Pero asumiendo esa realidad no damos respuesta a la pregunta central en un comentario de la índole del presente, y que es, en esencia, si es precisa y conveniente una reforma del Código penal como la que se ha aprobado.
Según diversas fuentes todas las “trampas” mencionadas tendrán cabida en esa nueva tipificación de “contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo”. Habrá que verlo, pero, en cualquier caso, cuesta aceptar que la anterior formulación del art. 311 CP, que castigaba a los que, mediante engaño o abuso de situación de necesidad, impongan a los trabajadores a su servicio condiciones laborales o de Seguridad Social que perjudiquen, supriman o restrinjan los derechos que tengan reconocidos por disposiciones legales, convenios colectivos o contrato individual, era insuficiente y propiciaba la impunidad. Al introducirse la modificación se da a entender, tácitamente, que todas esas formas de “camuflaje” de la realidad de la relación la boral, impuestas aprovechándose de la necesidad eran atípicas, lo cual es una muy desafortunada conclusión por motivos fáciles de comprender y que abre la puerta a plantear la atipicidad de lo cometido hasta la fecha, suprimiendo de un plumazo las posibilidades de sanción penal de conductas hasta ahora mayoritariamente consideradas delictivas.
En realidad, y el legislador lo admite, la razón última de la Reforma hay que buscarla en otra causa, que es la ineficacia de la acción sancionadora de la Administración. Nos dice expresamente que había que reaccionar severamente a “la desatención del llamamiento a adecuarse a la legalidad que se le ha hecho mediante requerimiento o sanción al infractor o infractora”, pues evidentemente todas esas conductas constituyen graves infracciones de la legislación laboral y de Seguridad Social, y esa es la naturaleza que les es adecuada, dejando para el Código penal, los casos que exceden la condición de infracción administrativa o del derecho del trabajo.
Pero lo que no es admisible es que, no existiendo un “vacío” de ley penal, la insuficiencia de la acción inspectora (de lo que, por supuesto, no tienen culpa los funcionarios desbordados por el tamaño de la tarea) o las limitaciones operativas de la jurisdicción social, determinen, una vez más, la huida al derecho penal en lugar de poner remedio a las causas del problema, y sin reparar en que la eficacia y rapidez de la acción administrativa es, en todo caso, muy superior a la de una eventual condena por un Tribunal penal.
De nuevo, pues, estamos ante ejemplos de utilización innecesaria del derecho penal, enfermedad crónica de la legislación española. Resulta barata y vistosa la producción de leyes penales, pero inexorablemente se deteriora la respetabilidad y la condición de extrema ratio que ha de tener la existencia y la creación de delitos, sin que se vaya a incrementar la eficacia en la lucha contra los problemas que se presentan como motivos. Y eso vale para las dos novedades aprobadas.
Foto: Pedro Fraile