Por Cándido Paz-Ares

Querido Decano, queridos profesores, queridos estudiantes, queridos amigos y queridas amigas:

Fernando Pantaleón dice que estoy obsesionado con el número tres. Debe de ser verdad. Esta charla o disertación no tiene título, pero si lo tuviera sería “Tres miradas”: una hacia atrás, otra alrededor y otra hacia delante. O “Tres transiciones”: una política, otra científica y otra existencial. Todas ―las miradas y las transiciones― contempladas desde un inevitable ―y espero que disculpable― ángulo personal.

1. La jubilación llega sin estrépito, casi de puntillas. No te das cuenta de que llega hasta que ha llegado ya. Entonces comprendes de golpe que el drama de la vejez –como dijo Oscar Wilde- no es hacerse viejo, sino seguir siendo joven y entiendes que es precisamente esa tensión entre el tiempo que avanza y la juventud que resiste la que proporciona el sentido de la vida. Dorian conserva eternamente la juventud mientras un retrato escondido envejece y se corrompe por él. ¿Es ese realmente un regalo? Reconforta en estos momentos releer la novela de Wilde y comprobar que lo que podría parecer un regalo se convierte en realidad en una condena. No nos engañemos: no existe vida auténtica sin el rastro del tiempo, sin las arrugas y cicatrices que nos recuerdan que hemos vivido. Quizá por ello, el primer impulso que sentimos cuando llega esta fecha fatídica ―el hecho administrativo de la jubilación― es mirar hacia atrás y rememorar lo que hemos vivido. La primera mirada es nostálgica porque miramos hacia nosotros mismos cuando éramos jóvenes. ¿Y qué es lo que vemos o recordamos?

Los que nos jubilamos este año (al igual que los que lo han hecho en alguno de los últimos o lo harán en alguno de los próximos) pertenecemos todos a una generación única. Iniciamos nuestra carrera universitaria a mediados de los años setenta del siglo XX en esta Facultad y muchos tuvimos la fortuna de culminarla ―culminarla administrativamente quiero decir― a finales de los ochenta y principios de los noventa, es decir, durante ese período único de nuestra historia que fue la transición política. Somos la generación de la transición. Nos tocó en suerte, nunca mejor dicho, vivir aquellos años de esperanza y transformación. Pudimos incluso contribuir a acelerarla en el ámbito universitario. De ahí el carácter tan  acentuadamente nostálgico que adquiere la remembranza hoy. Entonces el futuro era como debía ser, mejor. El progreso lo percibíamos, lo palpábamos casi cada día. Estaba en movimiento, estábamos en movimiento y no había quien nos parase.

Rafael del Águila tenía una inteligencia prodigiosa, casi profética, pero aquel día en que veníamos de Marvi (luego aclararé qué fue Marvi) se equivocó cuando dijo “Mirad ese cartel del Ministerio de Fomento; en eso nos hemos convertido tras ganar nuestras cátedras”. El cartel, situado al borde de la carretera que nos traía de Alcobendas a la UAM, decía: “PRI, plan de residuos inertes”. Se equivocó porque las cátedras nos dispersaron por la geografía nacional, pero no nos pararon, seguimos en movimiento y con alguna excepción ―como Juan Zornoza, Nacho García Perrote o Alberto Oliet―, volvimos a reagruparnos en la Autónoma para continuar lo que habíamos empezado. O tal vez acertó, como era costumbre en él, porque ya nada volvió a ser lo que fue.

Disculpad esta evocación del PRI. Es solo una anécdota en la historia de esta Facultad, pero ―para algunos de nosotros― una anécdota significativa de aquellos años gloriosos de la transición. Identifica borrosamente a un colectivo con el que, en mayor o menor medida, llegamos a identificarnos algunos de los profesores que estamos jubilándonos en estos años ―José Luis Colomer y Elena Beltrán y Fernando Pantaleón hace ya varios, Fernando Vallespín, el pasado, Miguel Virgós y Goyo Tudela y yo mismo este― y otros que desgraciadamente no han podido jubilarse, como García de la Serrana, el propio Rafa del Águila, Jorge Caffarena o Agustín Jorge, que siguen viviendo donde viven los muertos: en los labios de los vivos. Ha sido duro envejecer sin ellos entre estas paredes.

La Facultad de aquellos años tenía varios círculos y éstos, distintas denominaciones. “PRI” ―el PRI― fue el sambenito que se nos colgó muy temprano, y aunque seguramente no era el apelativo más amable, lo asumimos con deportividad. Marvi Club era una denominación que apreciábamos más, su fonética nos transportaba a la pérfida y admirada Albión. Marvi era el restaurante asturiano de Alcobendas donde comimos prácticamente todos los días hasta que nos hicimos mayores. Nos unimos en el PRI, como otros lo hicieron en grupos paralelos, buscando un lugar propio fuera de la órbita de nuestros maestros, a los hoy recuerdo también con cariño y admiración: Aurelio Menéndez, Diez-Picazo, Francisco Murillo, Gómez Orbaneja, González Campos, Tomás y Valiente, Elías Díaz y tantos otros ya desaparecidos, tan solo sobrevive el más joven, el también querido y admirado Gonzalo Rodríguez Mourullo. Con ellos nos forjamos pero también nos forjamos contra ellos. El PRI fue un cinturón de resistencia, nuestra vía de emancipación de los maestros y del sentido a veces dominical de su magisterio.

Al decir todo esto en voz alta siento de nuevo la punzada de la nostalgia, como si me tocara a mí apagar la luz y cerrar la puerta de todo lo que significó aquella época para todos los que ahora, casi cincuenta años después, nos jubilamos. Pero por fortuna no es exactamente así. En las clases activas aún queda alguna infiltrada del PRI a quien le corresponderá dar el relevo.

………………..

2. Paso ahora a la segunda mirada, la mirada alrededor, para captar con ojo de pez el entorno universitario que nos rodea. Lo que revela esa mirada en redondo es la necesidad de una nueva transición política en el alma mater, la necesidad de una reforma radical de su estructura de gobierno, antes y por delante incluso de la relativa a su estructura financiera. Pero este es un tema demasiado grave para despacharlo en un discurso de jubilación. Permitidme por ello que aluda a un asunto menos perentorio, pero tan importante a largo plazo para esta Facultad: el ‘estudio del derecho’, también necesitado de una transición. Me dirijo ahora a los profesores jóvenes, incluidos los que estáis dejando de serlo. Sois vosotros quienes tenéis que tomar las riendas de esta transición científica. Hace poco más de cien años, en su célebre conferencia a los estudiantes de Munich sobre la ciencia como vocación (1917), Max Weber dejó establecido algo que a los juristas nos cuesta comprender, y es que, así como la vocación del arte es perdurar, la vocación de la ciencia es perecer. Conviene tomar en serio esta lección.

Como en casi ninguna otra disciplina se venera en el derecho la tradición, el precedente, el pedigrí, el ritual, la costumbre, los textos antiguos, la terminología arcaica (de ahí tal vez la magia de los latinajos), la experiencia, la madurez, el criterio o sabiduría práctica ―y los adagios, máximas y refranes que la compendian―, la prudencia, la seniority, incluso la gerontocracia. Y también como casi en ninguna otra se desconfía de la innovación, la discontinuidad, el cambio de paradigma o la revolución científica, por no hablar de la energía y la audacia de la juventud. De hecho, la interpretación de los materiales jurídicos se concibe tradicionalmente como un método de recuperación de la historia. Todo esto lo ha contado Richard Posner con la ironía y el sarcasmo que lo distinguen. Su conclusión es que el derecho es la rama del saber más dependiente del pasado.

El juicio es seguramente exagerado, pero convendréis en que no le falta un punto de razón o verdad. Actitudes tan arraigadas no han favorecido la renovación de nuestro trabajo ―me refiero al estudio o la investigación del derecho en la universidad, no a su ejercicio en la práctica profesional― en una dirección intelectualmente más estimulante, más científica, más empírica, más pragmática y, en definitiva, más normativa. No deja de sorprender que la academia haya concentrado sus esfuerzos en la dimensión positiva del derecho (a la que, en cambio, por imperativo institucional, tiene que ceñirse la práctica profesional de abogados, jueces y demás aplicadores) y haya desatendido la dimensión normativa ―la determinación de lo que el derecho debe ser―, que tal vez debiera constituir el objeto principal de su preocupación. Creo que la política del derecho está llamada a ser la verdadera ciencia del derecho. Necesitamos que lo sea.

Las cosas están cambiando desde hace algún tiempo. Lo que vemos sustanciarse por ahí adelante, y apenas en estos lares, es un proceso sostenido de diferenciación judicativa y de creciente separación entre la vieja ciencia del derecho (de corte doctrinal o dogmático) y la nueva ciencia del derecho (de corte más analítico y causal): aquella caracterizada por obtener el conocimiento desde la perspectiva ‘interna’ del propio derecho (es decir, a partir e los materiales de autoridad que lo integran); esta, en cambio, por obtenerlo desde la perspectiva ‘externa’ que le proporcionan las ciencias sociales. Es lo que en otra parte denominé el giro o vuelco del derecho hacia la ciencia y correlativo distanciamiento de la doctrina. “La doctrina es algo que solo tienen los juristas y los eclesiásticos”, solía decir Luis Díez-Picazo no sin una pizca de autoironía.

Pues bien, el giro científico del derecho es la transición que ahora os toca liderar y que esta Facultad debe protagonizar para seguir brillando. El punto de vista y los instrumentos a privilegiar son aquellos que permiten establecer conexiones causales y relaciones cuantificables entre las entidades del mundo jurídico. La experiencia científica se caracteriza por la observación del mundo sub specie quantitatis.

El derecho podría recobrar así el vigor intelectual que fue perdiendo en la modernidad y que, por más que nos pese a los juristas formados en las aulas de la dogmática, lo había colocado en una posición subalterna en el concierto de los saberes. Me viene ahora a la cabeza la irónica distinción de Tierno Galván entre ciencias municipales y ciencias universales. Ni que decir tiene que en la taxonomía del viejo profesor la ciencia tradicional del derecho ―la doctrina y la dogmática― era el prototipo de la ciencia municipal, cuyo sex appeal no está precisamente para tirar cohetes. El punto de vista interno, por su propia naturaleza ―descripción, interpretación, conceptualización y sistematización de los materiales autoritativos―, representa un punto de vista irremediablemente local y contingente. Y con esos mimbres, la crítica ―incluso la sorna― está servida. El viejo cargo sostiene que la dama de la jurisprudencia no es la causalidad, sino la casualidad. Inmediatamente antes de su famoso dictum ―”tres palabras del legislador y bibliotecas enteras convertidas en basura”― von Kirchman había escrito: “la ciencia jurídica, al hacer objeto suyo lo casual, se convierte ella misma en casualidad”.

Es hora de revertir esta situación o de evitar que se prolongue. Hoy hay mimbres para que el jurista recupere el papel de “ingeniero social” que jugó en la construcción de la modernidad y pueda equipararse a aquellos gigantes ―los artífices del ius commune antes y los “abogados de la revolución francesa” después― que pusieron en marcha el proceso de racionalización del que saldría Estado absoluto, el Estado liberal y el desarrollo del capitalismo. La segunda conferencia de Max Weber a los estudiantes muniqueses, esta vez sobre la “Política como profesión” (1919), contiene algunos pasos muy ilustrativos al propósito.

Nada de esto implica que haya de abjurarse de la dogmática. Pero hay que redimensionarla en profundidad. Os lo dice alguien que le ha dedicado el 90 o 95% de sus energías académicas y que juzga admirables desde el punto de vista intelectual muchas de sus realizaciones. En este punto, sin embargo, no puedo ser optimista. Por eso abogo por una reducción drástica de su peso en el port-folio del profesor de derecho. El precio será el que acompaña a toda transición científica: el desencantamiento o desmagificación del mundo tradicional de los juristas, para decirlo nuevamente en términos weberianos.

………………..

3. Cambio otra vez de tercio y llego la tercera mirada, que se abre hacia la vida que tenemos por delante de la jubilación. No hacia la vida que nos espera ―hay algo de trágico en la pregunta así formulada, como si lo que nos espera fuese algo inefable completamente fuera de nuestro control―, sino hacia lo que esperamos hacer con ella. El foco está ahora en la transición existencial, en la mudanza que tendremos que afrontar cada uno de los jubilandos en nuestra vida diaria. El desafío consiste en disolver el dilema clásico, en el que la jubilación se ve, o bien como una maldición (anuncia el declive físico, la pérdida de estatus, la marginación social, etc.) o bien como una liberación (la emancipación de la servidumbre del trabajo y de las rutinas burocráticas que impone la vida activa). Y el dilema solo se disuelve cuando se le quita importancia a la mudanza y se comprende que uno sigue siendo exactamente el mismo y que todo sigue o puede seguir siendo prácticamente igual, si uno quiere, claro.

Hago honor a mi nombre siendo optimista. Si conservamos la afición por la ciencia no necesitamos “sacrificar la inteligencia” en el altar de nuevos dioses o nuevas promesas o nuevas aventuras, como diría Max Weber. Así es desde luego para el profesor que llega a este brete con la vocación intacta, es decir, con la curiosidad por saber, con el instinto explorativo, con la vis polémica, con la voluntad de hacer inteligible la realidad intactas. ¿Hay acaso momento más feliz que aquel en que súbitamente caes en la cuenta de haber comprendido, de haber dado con el quid de algo? Cualquiera que lo haya experimentado una vez, sabe por qué esta vocación es irrevocable.

Diré más. Es precisamente ahora, cuando la jubilación avisa de la llegada del otoño, cuando uno tiene la certeza de que intentará agotar la tercera o cuarta edad haciendo lo que más le gusta hacer: estudiando y escribiendo. He tenido que jubilarme para darme cuenta de que una de las condiciones a la que me siento más ajeno es a la de jubilado, ‘jubilado’ en el sentido barato o abaratado del término, como si la jubilación implicara un cambio en el estado civil o natural de uno. Hace poco un fontanero conocido nuestro y recién jubilado se encontró con mi mujer. Cuando supo que ella también se había jubilado, le dijo con gracia y pero igualmente con un pellizquito de lástima: “Es lo que tiene la jubilación. Nos iguala a todos”. Pues bien, como digo, no me reconozco en esa condición. Al día de hoy veo lejos mi vejez universitaria y cruzo los dedos para que un accidente no la acelere. Confío además en suplir mi imaginación menguante con esa experiencia o ese conocimiento que la edad, según dicen, hace crecientes.

Hace poco, en un papel sobre los catedráticos de derecho público circulado por Pedro Cruz, he visto definidas en estos dos términos las características más típicas de la vida universitaria: “dulzura del trabajo” y “dignidad del ocio”. Confirmo que no son exclusivas de aquellos. Los catedráticos de derecho privado también apreciamos ambos privilegios y esperamos poder seguir disfrutando de ellos tras este trance, incluso con un grado más de intensidad al quedar dispensados de las cargas burocráticas y la disciplina inherente a la docencia reglada. Pues el objeto de nuestra dicha no cambia. Seguirá siendo o consistiendo en indagar la causa de las cosas. Permitidme que lo diga en el latín de Virgilio, las cosas parecen más sustanciales cuando se expresan en esa lengua que ha dejado de ser mortal: Felix qui potuit rerum causa cognoscere! ¡Dichoso el que pudo conocer la causa de las cosas! ¿Hay destino más envidiable?

Tened en cuenta además esta otra cosa que recordaba Max Weber en su conferencia a los estudiantes muniqueses: las mejores ideas se le ocurren a uno en pose de jubilado: mientras fuma un cigarro en el sofá (vienen a la mente los pitillos de Ihering en Bromas y Veras) o cuando pasea por caminos en leve cuesta. ¡Ojalá!

El deber primordial de un conferenciante, tras un discurso más o menos largo, es entregar a la audiencia, entregaros a vosotros una pepita de verdad pura, para que la guardéis entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservéis para siempre sobre la mesilla de noche o la repisa de la chimenea, ahí quería ponerla Virginia Woolf. Hay un verso no muy enigmático de un poeta católico que me ayuda en la tarea. “La muerte no interrumpe nada”, dice el verso. No tengo tanta fe como Luis Rosales, pero soy igualmente optimista. La pepita de pura verdad que os entrego ya la habréis adivinado: la jubilación no interrumpe nada. ¡Ojala que no interrumpa nada!

4. Termino. A pesar de no estar dotado para la felicidad ―envidio la conversación fluida, el espíritu viajero o aventurero y la gracia que tenéis muchos colegas―; a pesar de ello, digo, he tenido una vida feliz y la suerte de haberla cruzado sin heridas. Lo cual es motivo de celebración y de gratitud sobre todo, pues la sal de esa felicidad la han puesto otros, yo poco he aportado. La ha puesto desde luego mi familia: mi mujer, a quien encontré en esta misma Facultad en los años gloriosos de la transición, mis hijos bienqueridos y mis hermanos, en cuyas caras sigo viendo las de nuestros padres ya idos.

También la han puesto los amigos entrañables hechos entre estas paredes, los mejores que he tenido junto a los más iusnaturales o inerciales o predestinados de la infancia. Muchos estáis hoy aquí. Sobra insistir en todo lo que os debo por vuestra amistad incombustible y por vuestra inspiradora compañía. Es mucho lo que he aprendido de vosotros en ese simposio permanente que comenzó en Marvi (tened en cuenta que simposio en griego significa banquete, un banquete en el que predomina el vino). De él ―del banquete, no del vino― procede más de la mitad de mi capital humano.

Tampoco olvido a aquellos viejos alumnos que un día pensaron o pensasteis que yo podría serviros de guía en vuestros estudios posteriores, nunca me he acostumbrado a llamaros discípulos. Casi todos estáis también presentes. Tengo que agradeceros igualmente todo lo que me habéis permitido aprender en nuestros intercambios y pediros disculpas si alguna vez he hecho un uso impropio de la autoridad que me habéis reconocido. No puedo excluir alguna reacción instintiva o refleja, como la quien sin pensar endereza un cuadro torcido cuando pasa delante de él en el pasillo de su casa. Y más que disculpas, os pido perdón si en otras ocasiones he porfiado en instruiros cuando ya no lo necesitabais y teníais claro que no queríais permanecer rectos, sino un poco inclinados, como los campanarios separados de tantas iglesias italianas, mucho más sugerentes que los nuestros, tan verticales y previsibles. A veces uno olvida que incluso las ideas propias más celebradas acabarán siendo torcidas o derrotadas por el tiempo, que es un enemigo formidable. Insisto en el mensaje de Max Weber a los estudiantes muniqueses: “Ser superados científicamente no es solo el destino de todos nosotros; es también nuestra meta”.

En esta Universidad han transcurrido las horas más felices de mi vida, y eso os lo debo a cada uno de vosotros, pero también a todos los estudiantes que han pasado o habéis pasado por mi aula y a todo el personal de apoyo que seguís haciendo posible que esta rueda siga girando. Permitidme que en representación de vuestro colectivo, señale ahora a dos personas. Una es Paloma Martín, jubilada tiempo atrás, funcionaria ejemplar que hizo fácil y llevadero mi mandato como decano hace casi treinta años. La otra es Julia Bruna, que hoy se jubila con todos nosotros. Muchas gracias, Julia, por todas tus atenciones, por la diligencia, eficacia y cariño con que siempre nos has atendido en la Biblioteca y fuera de ella.

¡Mucha suerte a los jubilandos y gracias a todos de nuevo, gracias de todo corazón! Nos vemos pronto. Mi propósito es seguir envejeciendo entre estas cuatro paredes. Entretanto, ¡felices fiestas!


* Discurso de jubilación pronunciado por el autor en el acto de homenaje celebrado en la UAM el 16 de diciembre de 2025

Foto: Pedro Fraile