Por Juan Antonio García Amado

A la mayoría de los penalistas españoles se les eriza la piel cuando oyen hablar de justificaciones retributivas de la pena. Posiblemente esa especie de prejuicio proviene de la muy potente e influyente dogmática alemana, donde retribución penal es asociada a venganza primitiva o ley del talión, donde se liga a las llamadas teorías absolutas de la pena y se tiñe de colores poco menos que religiosos o místicos, y donde, para colmo, en los últimos tiempos parece que algunas teorías retribucionistas van por la senda hegeliana y cobran aroma de autoritarismo o estatismo tremendo. Así que el retribucionismo es contemplado como esencialmente reaccionario y poco digno de consideración teórica.

En otros ámbitos de la cultura jurídica las cosas no son así. En la discusión anglosajona se habla de un renacer del retribucionismo de cuarenta años para acá y, además, muchos de los que se proclaman retribucionistas están en las filas que aquí tildaríamos de progresistas, aunque ya nadie entienda qué es ser progresista aquí. Para colmo del desconcierto, el muy conservador juez Scalia, en la sentencia del caso Harmelin (véase también aquí) sostuvo que el principio de proporcionalidad de las penas es un componente capital de la justificación retributiva del castigo penal y que resulta incompatible con cualquier fundamentación de la pena que se base en la búsqueda de la disuasión, la incapacitación o la rehabilitación del delincuente. Se trataba de ver si la imposición de una pena desproporcionadamente alta para la gravedad del delito está vedada por la Enmienda Octava, la que prohíbe las penas crueles. En el Tribunal Supremo de EEUU se ha buscado en esa norma el anclaje constitucional para el principio de proporcionalidad de las penas y las posturas de sus jueces a lo largo de décadas han sido cambiantes y contradictorias.

Scalia entiende que la Constitución no está alineada con ninguna filosofía penal en particular, pero que tanto desde los orígenes de la carta constitucional (no olvidemos el originalismo de Scalia) como en la actualidad, la opinión pública y política dominante tiende a justificar la pena por sus consecuencias sociales favorables, en términos de disuasión fundamentalmente, o, como diríamos, aquí, por su función de prevención. Según Scalia, si se quiere ser fiel a esa fundamentación consecuencialista o preventiva, hay que prescindir del principio de proporcionalidad de las penas, que es un ingrediente nada más que de la justificación retribucionista. En consecuencia, cuando resulte que, en un delito dado, el efecto disuasorio solo se pueda lograr con penas muy altas, desproporcionadas en relación con la gravedad moral del delito, no hay por qué pararse en ideas de merecimiento o justicia y el principio de proporcionalidad está de más. O sea, habría, según Scalia, una asimilación o correspondencia entre principio de proporcionalidad y fundamentación retributiva y, o atendemos a ese principio o atendemos a las justificaciones consecuencialistas, funcionales o utilitarias de la pena, sin que quepan posturas intermedias o mixtas.

En su núcleo más común, el actual retribucionismo americano puede resumirse bajo las siguientes tesis unidas, bien opuestas a las desmesuras penales que toleraría Scalia con su oposición al retribucionismo y su tolerancia a los excesos punitivos del legislador si tienen un fin preventivo:

La pena justa como pena merecida

Que la pena sea merecida no significa que el delito tenga una especie de propiedad ontológica que haga de la pena un bien intrínseco y necesario para algo así como el orden del mundo o de la Creación. Ese merecimiento es un merecimiento moral. La pena justificada es la que se impone a un sujeto por una acción suya que resulta moralmente reprochable. Por tanto, para que haya delito tiene que darse reprochabilidad moral de la conducta. El sujeto merece el mal que la pena para él representa porque la pena equivale de alguna manera a lo que de reprochable moralmente hay en su acción. Eso no implica que toda conducta moralmente reprochable sea merecedora de castigo penal, pero sí implica que no puede haber castigo penal si un determinado grado de reprochabilidad moral. Al que no hizo nada que podamos considerar malo antes o al margen de la ley, no lo puede castigar la ley penal.

La pena solamente cabe para el sujeto culpable

Los retribucionistas mantienen que no es fácil fundar el principio de culpabilidad, como límite penal, sin aquella filosofía retributiva de fondo, sin tal idea de merecimiento moral. La pena solamente la merece quien obró personalmente y obró siendo dueño de sus actos. Insisten los retribucionistas en que con planteamientos puramente preventivos y disuasorios puede en ciertos casos resultar justificado castigar al inocente, para escarmiento general de la sociedad (a la que se le puede ocultar que el penado era inocente) o imponer penas “vicarias”, castigando, por ejemplo, a los hijos del que cometió el ilícito. Si yo sé que si perpetro cierto delito van a ser encarcelados mis hijos, tendré una muy fuerte razón disuasoria, un motivo especialmente poderoso para abstenerme de tal conducta.

La única pena justificada es la pena proporcionada

La proporcionalidad supone equivalencia entre el mal que el delito implica y el mal que, como castigo, al delincuente se le impone. No es que un mal (la pena) sane otro mal (el delito) o lo anule, no se trata de ninguna extraña construcción metafísica. Se trata de que nadie sea castigado en medida mayor de lo que por su conducta merece, y dicho merecimiento tiene su primera base en el grado o alcance de la reprochabilidad moral.

No se me ocurre cómo se puede hacer uso del principio de proporcionalidad sin ese trasfondo retributivo o con un enfoque meramente preventivo. La alternativa consecuencialista para construir el principio de proporcionalidad está condenada a fijar una idea de proporción muy diferente. Esa proporción tendría que ser entre el daño social que un tipo de delito produce y el beneficio social que su castigo genera, en términos de reducción de esos actos delictivos. Es un razonamiento en clave de costes sociales, aunque no sean necesariamente costes económicos.

Pongamos que el daño que se estima que causa el delito D es un daño social de alcance determinado. Imaginemos también que ese delito no nos parece muy altamente reprochable desde un punto de vista moral. Si para D se tipifica una pena P proporcionada en su gravedad a la reprochabilidad de la conducta delictiva, una pena leve, resulta que el daño social desciende un grado, en una escala de 0 a 10. Supongamos ahora que tenemos datos fehacientes que nos indican que multiplicando por diez la dureza de la pena para D, el efecto preventivo es altísimo, de grado 9, de forma que con esa altísima pena para un comportamiento no tan reprochable pero socialmente perjudicial, la comisión de tal delito será escasísima, puramente marginal. El daño habrá prácticamente desaparecido, de resultas del buen efecto práctico de esa pena moralmente desproporcionada, pero funcionalmente muy eficaz.

La pregunta decisiva es, pues, la siguiente.

¿Hay alguna manera de mantener el principio de proporcionalidad de la pena sin limitar la justificación preventiva o consecuencialista

y sin hacerle sitio a un elemento de retribucionismo, entendido de la manera que he descrito?

En mis tratos con tantos amigos penalistas, estoy acostumbrado a verlos rasgarse las vestiduras ante este punitivismo actual que día tras día endurece las sanciones penales, incurre en incongruencias valorativas tremendas al castigar más severamente comportamientos que son menos graves que otros que tienen pena menor o pone castigos muy duros para delitos que no los merecen. ¿Están esos penalistas presuponiendo un retribucionismo limitador, como el descrito, y nos insinúan, por tanto, que no es admisible para ningún delito una pena superior a la que merece? O, a la inversa, cuando se echan las manos a la cabeza porque determinados delitos altamente reprobables, como algunos de los llamados de cuello blanco, quedan impunes o reciben en la ley castigo más liviano que el merecido, ¿siguen argumentando retributivamente, aunque no lo reconozcan?

Un penalista consecuencialista o prevencionista puro puede responder que el escándalo proviene de que esas penas más altas no son disuasorias en verdad, o muy escasamente, o que, en los otros casos, esos castigos tan suaves tienen un efecto antipreventivo. Pero me parece que ese argumento tiene algunas debilidades. Una, que puede ser válido para concretos delitos, pero no para todos los casos. Cuando la pena desproporcionadamente alta sí disuade grandemente, al prevencionista puro no le quedará mucho que decir. Otra, que, si en los efectos preventivos está la clave, el prevencionista tiene que ser muy sensible a los datos empíricos, criminológicos, sobre la incidencia real de las pena en las tasas del delito en cuestión. Un dogmático penal puramente prevencionista y poco atento a las aportaciones de las ciencias empíricas criminológicas parece condenado a razonar un poquillo en el vacío, a humo de pajas.

Naturalmente, al retribucionista le queda mucho que hacer, especialmente en lo referido a las ideas de merecimiento moral de la pena y de proporcionalidad. Al igual que le falta algo esencial al prevencionista que habla de efectos preventivos mejores o peores sin manejo de los datos que brinden las ciencias sociales y de la conducta, el retribucionista necesita una teoría moral consistente y una buena construcción de la idea de proporcionalidad como equivalencia entre reprochabilidad moral de la acción y grado de aflicción de la pena. Eso está sin elaborar en gran parte, pero algo hay. Algo significa, a ese respecto, el acuerdo generalizado en que es excesiva e injustificada una pena de treinta años de cárcel para el que roba cien euros, o inaceptablemente baja una pena de multa de cien euros para el que asesina a diez personas. Quizá a partir de esos acuerdos primarios quepa ir elaborando una buena teoría de la proporcionalidad como pena merecida. Y alguna relación con esto debe de tener la teoría de los bienes jurídico-penales, tan querida por nuestra dogmática penal.

En verdad, entre los retribucionistas de hoy son mayoría los que se acogen a una teoría mixta o híbrida. Hay muchas variantes, pero podría sintetizarse del siguiente modo la posición que impera en ese campo: el límite de la proporcionalidad con el merecimiento es un límite absoluto, pero la pena no puede estar justificada por el puro merecimiento. Esto es, la pena también ha de cumplir una función social positiva, preventiva. Quiere decirse que esos principios ligados de merecimiento y proporcionalidad (más el de culpabilidad, estrechamente emparentado con la idea de merecimiento) son condición necesaria para la pena justa o justificada, pero no son condición suficiente.

Esas teorías mixtas también pueden topar con una objeción muy seria, que paso a exponer, para acabar. Imaginemos el siguiente caso y acéptense los datos del caso, tal como lo expongo. En un Estado ha comenzado a actuar un grupo terrorista sumamente violento y peligroso. Dirigidos por su sanguinario cabecilla, han segado la vida ya de docenas de personas, de manera muy cruel. Pero se sabe con total certeza (esta es la parte del ejemplo que pido que se acepte, pues puede ser real en alguna ocasión) que si ese cabecilla es detenido, juzgado y condenado a la pena legalmente prevista para tan horribles fechorías, en ese territorio serán muchísimos los que lo consideren un mártir de la causa y cientos y cientos los que darán el paso de incorporarse a dicha organización terrorista. Estoy hablando, por tanto, del caso (extraño, pero no imposible) de que la aplicación de la pena merecida tenga efectos fuertemente antipreventivos, provoque consecuencias opuestas a las que justifican la pena como disuasoria.

No sé lo que en un caso así tendría que decir el prevencionista. Pero si piensa que es absolutamente justo el castigo para aquel sujeto, pase lo que pase y caiga quien caiga, se nos ha convertido en un retribucionista. Tampoco sé cómo va a salir del apuro el que maneja una teoría mixta como la que brevemente he descrito. Si dice que el castigo en esa oportunidad es insoslayable, por imperativo de la justicia, pone una excepción a aquella tesis de que el merecimiento de la pena es condición necesaria, pero no condición suficiente. El único que lo tiene fácil ahí es el retribucionista puro. Pero el retribucionista puro también asusta bastante, con su rigidez moral y su fiat iustitia, pereat mundus, al kantiano estilo. Ciertamente, se ha subrayado mil veces en estos tiempos que retribucionistas puros apenas ha habido o hay. Lo fue Kant, posiblemente (hay bastantes interpretaciones divergentes, no obstante), y en nuestros tiempos el que más se acerca es el Michael S. Moore, de Placing Blame: A Theory of the Criminal Law (1997).
Dejando de lado esos eventuales casos trágicos, me pregunto: ¿tanto desgarro íntimo o angustia gremial supondría para nuestros penalistas patrios y sus compadres alemanes admitir que el retribucionismo de nuestra época no es retrógrado, sino todo lo contrario, y que algo de retribucionismo asumimos todos cuando nos alarmamos con los desmanes de nuestros desmedidos legisladores penales?

(Para un comentario crítico de las tesis de Scalia y una potente defensa de las teorías mixtas, véase Ian P. Farrell, “Gilbert & Sullivan and Scalia: Philosophy, Proportionality, and the Eighth Amendment”).