Por Adrián Thery
Introducción: función del principio mayoritario
El nuevo régimen en materia de planes de reestructuración ha supuesto un cambio importante. La vigente Ley Concursal española (“LC”) ha venido a transponer la Directiva (UE) 2019/1023 sobre reestructuración e insolvencia. Los nuevos planes ya no precisan de mayorías transversales.
Con “mayoría transversal” nos referimos a una mayoría global sobre el total del pasivo afectado, o bien a una mayoría dentro de todas y cada una de las clases afectadas.
La equidad de los planes se enjuicia, como veremos, atendiendo a criterios más estilizados. Mientras los operadores adaptan su mentalidad al nuevo sistema, existe cierta discusión o ruido de fondo acerca de la legitimidad de ciertos planes que son homologados judicialmente pese a no contar con el apoyo de una mayoría transversal de acreedores (planes no consensuales), que son precisamente aquellos introducidos por el legislador europeo a través de la citada Directiva.
Conforme al vigente Libro II de la LC, los planes de reestructuración ya no precisan de una mayoría transversal para resultar homologados judicialmente. La razón es que la equidad de un plan ya no se presume, como antes, atendiendo a que el plan sea aprobado por una mayoría global de acreedores. Esto no significa que el principio mayoritario no tenga ninguna función. Sigue plenamente vigente pero su función no es ahora la de fijar una mayoría transversal que sea necesaria para obtener la homologación. Su función es identificar cuándo cada una de las clases de créditos en que se divida el pasivo del deudor es, como tal clase, aceptante (por ser mayoritariamente aceptante) o disidente (por ser mayoritariamente disidente). En otras palabras: el principio mayoritario es lo que convierte a una clase en ‘parte’ del plan, en su acepción contractual. Así, cuando todas las clases son aceptantes, el plan es consensual (es decir, tiene naturaleza de contrato entre las partes, que son las clases, incluyendo en ellas a todos sus integrantes, disidentes o no) y no existe posibilidad de revisión de la equidad del plan, es decir, de la distribución de valor realizada bajo el mismo. Por el contrario, cuando existen una o más clases disidentes, estas ganan el acceso a la posibilidad de impugnar el plan homologado por vulneración del denominado ‘test de equidad’ al que nos referimos más adelante. Por simplicidad, con el término “impugnar” nos referiremos conjuntamente tanto a la impugnación posterior de la homologación (artículo 653 y siguientes LC), como a la oposición previa a la misma (artículos 662 y 663 LC).
La equidad en la liquidación concursal como marco de referencia: ¿por qué es equitativa la liquidación concursal?
Actualmente, la equidad de un plan ya no se infiere a priori del apoyo de una mayoría transversal calculada sobre el conjunto de acreedores, sino que existe un instrumento que permite enjuiciar de forma directa y precisa si un plan es equitativo o no. Para entenderlo partiremos de una sencilla pero trascendental pregunta: ¿por qué es equitativa una liquidación concursal si no es objeto de voto por los acreedores ni precisa de ninguna mayoría? La respuesta es que la liquidación concursal es equitativa cuando el metálico producto de la liquidación (o valor de liquidación) es distribuido entre los acreedores conforme al orden de pago establecido por la ley (es decir, conforme a los rangos de prelación concursales). Si el metálico producto de la liquidación se distribuye respetando dichos rangos de prelación, entonces la liquidación es equitativa. Los rangos concursales son la medida de la equidad. No son necesarias votaciones, ni mayorías.
En los antiguos acuerdos de refinanciación (e incluso en los convenios de acreedores que siguen vigentes) no se podía prescindir de las mayorías para determinar si la refinanciación era equitativa o no. Las mayorías eran un indicador indirecto de que la refinanciación era equitativa, porque de otro modo se presumía que esta no habría recibido el apoyo mayoritario en primer lugar. El gran inconveniente de ese régimen era que muchos deudores no lograban sobrevivir a la insolvencia porque no eran capaces de reunir una mayoría transversal de acreedores, pese a ser viables económicamente. Ello suponía que el veto de una determinada minoría cualificada de acreedores podía dar al traste con la reestructuración de empresas viables y que no deberían naturalmente desaparecer. El legislador europeo, siguiendo al norteamericano, decide acabar con semejante fallo de mercado, dado que la destrucción de tejido productivo es perjudicial para la comunidad.
Ahora bien, prescindir de las mayorías como indicador de la equidad de un plan implica un reto técnico. Y para afrontarlo se importa también la solución técnica norteamericana. ¿Por qué no se aplicaba hasta ahora en las reestructuraciones europeas el mismo criterio de equidad que regía para las liquidaciones? Es decir, ¿por qué no se consideraba que, al igual que la liquidación equitativa es aquella que distribuye el valor de liquidación conforme a los rangos de prelación concursales, la reestructuración equitativa era aquella que distribuía el valor de reestructuración conforme a esos mismos rangos? La respuesta es que, en España y en toda Europa, el legislador ignoraba cómo medir el valor de reestructuración. El valor de liquidación es fácil de determinar: es el metálico o efectivo que se obtiene de la liquidación de los bienes y derechos del deudor (ya sea de forma fragmentada o, si el valor es superior, de forma unitaria). Pero, ¿cómo medir el valor de reestructuración para distribuirlo?
El descubrimiento de un ‘valor de reestructuración’ que pueda distribuirse como el valor de liquidación se distribuye en la liquidación concursal: el valor de empresa
La solución importada de EEUU no es otra que el resultado de aplicar las finanzas corporativas al Derecho Concursal. El valor de reestructuración que debe distribuirse conforme a los rangos de prelación concursales con el fin de que un plan sea equitativo es el valor de empresa (“enterprise value”). El artículo 639.2 TRLC se refiere a él como «el valor de empresa en funcionamiento». Mientras en una liquidación se distribuye valor de liquidación en forma de metálico, en reestructuración se distribuye el valor de reestructuración en forma de valor de empresa. El valor de empresa es la medida de la capacidad de repago del deudor. De hecho, el valor de empresa se calcula comúnmente trayendo a valor presente los flujos futuros que el plan de negocio del deudor proyecte generar. Es decir, el valor de empresa se calcula generalmente por el método del descuento de flujos de caja y para ese cálculo el citado precepto prevé la intervención del experto en la reestructuración.
Ese valor de empresa, contrapuesto a la deuda de la propia empresa, permite determinar qué deudas preferentes son sostenibles, qué deudas subordinadas son insostenibles y en qué rango intermedio rompe exactamente el valor y determina la ‘clase fulcro’ a la que corresponderá el capital social post-reestructuración.
Por ejemplo, si el deudor tiene una empresa cuya valoración asciende a 700 y una deuda por valor de 1000, el máximo de deuda sostenible en el plan de reestructuración de ese deudor ascenderá a 700 (o, dicho en otras palabras, la suma de deuda y capital post-reestructuración no podrá tener un valor superior a 700). De este modo, el valor de empresa resulta idóneo como medida del valor de reestructuración que distribuir conforme a los rangos concursales. Y ya puede entonces seguirse un criterio objetivo para determinar si un plan es o no equitativo, al igual que en la liquidación: si ese valor de reestructuración se distribuye respetando los rangos concursales de prelación.
Hagamos un paréntesis para incidir en que, en reestructuración, lo que debe ser objeto de distribución equitativa es el valor de reestructuración (y no el valor de liquidación) por la razón evidente de que el deudor no se liquida, sino que se reestructura. Puede parecer una obviedad, pero es fácil confundir el test de equidad con el test de la cuota de liquidación (también llamado de interés superior de los acreedores). Quien incurra en esa confusión podría concluir que un plan es equitativo porque el acreedor impugnante no cobra menos que en liquidación. El test de interés superior de los acreedores solo vela por que cada acreedor disidente (sea de una clase aceptante o disidente) no cobre menos en reestructuración que en liquidación (artículo 654.7 LC). Pero junto a ese test existe otro test adicional que se activa en favor de los acreedores de una clase disidente: el test de equidad, que vela por que el excedente de reestructuración (es decir, el mayor valor que arroja la reestructuración con respecto a la liquidación, ya sea esta fragmentada o unitaria) sea repartido de forma equitativa entre las clases afectadas (apartados 2 a 4 del artículo 655.2 LC).
El test del interés superior de los acreedores es un test de eficiencia productiva. Se pregunta si es mejor la reestructuración que la liquidación, es decir, si existe o no excedente de reestructuración. El test de equidad es un test de eficiencia distributiva. Se pregunta cómo debe repartirse ese excedente, en defecto de acuerdo entre clases, para que el reparto resulte equitativo, pues dicho reparto es un juego de suma cero que no puede quedar a discreción del proponente del plan y debe ser revisable conforme a parámetros objetivos y definidos: el respeto de los rangos de prelación. Aunque un plan no implique una recuperación menor en reestructuración que en liquidación, ello no significa necesariamente que el plan sea equitativo pues, por ejemplo, una clase subordinada podría capturar para sí todo el excedente de reestructuración, lo que no resultaría equitativo.
El test de equidad en los planes no consensuales como la distribución del valor de empresa conforme a la cascada u orden de prelación concursal
¿En qué consiste entonces el test de equidad de los nuevos planes? El test de equidad consiste en garantizar que la distribución de valor en reestructuración se hace siguiendo las mismas reglas, u orden de pagos (artículo 623.2 LC) que se aplican en liquidación. Es decir, el test de equidad es la garantía del respeto a los rangos de prelación, ya sean estos concursales (arts. 429 y siguientes LC) o contractuales (art. 435.3 LC).
La pregunta inmediata es por qué hace falta un test de equidad en reestructuración si no está explicitado en la liquidación concursal. Y la respuesta es que el test de equidad no está enunciado en liquidación porque cuando se distribuye metálico las reglas que componen dicho test son tan obvias que resulta innecesario expresarlas. ¿Cuáles son las reglas que componen el test de equidad? En liquidación son tres: (a) nadie puede cobrar un importe superior a su crédito; (b) todo acreedor preferente debe cobrar íntegramente antes de que pueda realizarse cualquier pago a una clase menos preferente; y (c) cuando existan varios créditos en un mismo rango todos ellos deben recibir una proporción semejante del importe de su crédito. Como se observa, estas tres reglas esenciales en liquidación ni siquiera tienen enunciación propia, pero derivan rectamente de los artículos 429 y siguientes LC. Son, por así decirlo, el equivalente jurídico a la ley de la gravedad y rigen la distribución de valor en liquidación concursal: si el metálico fuera champán y los rangos concursales un castillo de copas dispuestas en pirámide, las reglas del test de equidad son las leyes físicas que determinan cómo debe fluir el líquido hacia cada una de las copas. En otras palabras: las reglas del test de equidad implícitas en la liquidación concursal definen la fuerza o intensidad con la que opera la prelación entre los rangos concursales.
¿Por qué es necesario entonces explicitar en reestructuración lo que resulta obvio en liquidación? Por dos razones.
Primero, porque las reglas liquidatorias que se acaban de describir resultan mucho menos obvias en reestructuración. Y es que el pago en instrumentos de deuda y capital (es decir, el pago en ‘papel’) es menos sencillo que el pago en metálico. Nótese que, en rigor, el acreedor cobra su crédito originario a través del papel que recibe bajo el plan y no cuando reciba el metálico conforme a las condiciones de pago, generalmente diferido, establecidas en dicho papel.
Segundo, y sobre todo, la ley no permite impugnar cualquier error en la valoración de la empresa, ni cualquier violación del orden de prelación, sino solo los errores y violaciones relevantes. El criterio de relevancia en estos errores y violaciones está a su vez guiado por el concepto de ‘perjuicio’: el impugnante solo puede atacar un error en la valoración de empresa, o una violación del orden de prelación, si se traducen para él en un perjuicio, es decir, si su recuperación bajo el plan se ve afectada porque, en defecto de tal error o violación, la cuota del valor de empresa atribuida a través del plan habría sido superior. Así, la impugnación requiere la legitimación que otorga el perjuicio subjetivo del impugnante. El impugnante no puede erigirse en paladín de errores o vulneraciones sufridas por terceros pero que para él resulten neutras. ¿Y cómo se invoca el perjuicio del impugnante en su recuperación o posición relativa? Como veremos, a través del test de equidad (cuyos tres esenciales componentes o patas se encuentran en los apartados 2, 3 y 4 del artículo 655.2 LC).
El test de equidad como mecanismo de comprobación de la equidad de un plan no consensual y de restricción de la legitimación activa de los impugnantes
El test de equidad es la única forma de enunciar el perjuicio a la posición subjetiva del impugnante de tal forma que capture, al mismo tiempo, tanto errores en la valoración de la empresa como violaciones del orden de prelación por parte del proponente del plan. Pero antes, expliquemos con unos ejemplos cómo la posición o recuperación subjetiva puede sufrir igual perjuicio a través de esos dos diferentes caminos que quedan, ambos, capturados por el test de equidad.
Pongamos primero un ejemplo de perjuicio causado por error en la valoración de la empresa: imaginemos el plan de reestructuración no consensual de una sociedad cuyo pasivo total comprende una clase ordinaria de 700 y a una clase subordinada de 300. El plan está propuesto por la clase ordinaria sobre la base de una valoración de empresa de 500. Dado que el valor de empresa rompe en la clase ordinaria, a esta el plan solo puede entregarle instrumentos de deuda por valor máximo de 500 y los 200 restantes serían convertidos en el 100% del capital social post-plan. Los subordinados no recibirían nada bajo el plan, así como tampoco los socios. Asumiendo que la valoración de empresa de 500 es correcta, la distribución realizada bajo este plan es equitativa: la clase ordinaria, recibiendo nuevos instrumentos de deuda por hasta 500 e instrumentos de capital a cambio de sus 200 de diferencia, no estaría cobrando más allá de sus créditos. Breve paréntesis: por simplicidad estamos considerando que la deuda post-reestructuración coincide con el valor de empresa, si bien por lo general esta deuda será inferior a dicha valoración, de forma que la diferencia entre deuda y valoración de empresa será el capital social post-plan, con el fin de cumplir, entre otros, con los requisitos mínimos de capital desde el punto de vista societario y contable; al cabo, el tamaño del colchón de capital que quiera dejarse post-plan (en otras palabras, el importe de créditos de la clase fulcro que haya de capitalizarse) será una decisión de la propia clase fulcro en tanto principal clase afectada por tal decisión (en el ejemplo, si la clase fulcro, la ordinaria, decide mantener unas proporciones de deuda/capital de 80%/20%, entonces de entre sus créditos de 700 capitalizará 350 en lugar de solo 200, con el fin de que la estructura de capital post-plan tenga un mix deuda/capital de 350/150 que sume igualmente los 500 de valor de empresa). Pero si la clase subordinada impugna el plan (como veremos, sobre la base del artículo 655.2.2 LC) alegando que el valor de empresa no asciende realmente a 500 sino que asciende a 900, y dicha impugnación prospera, entonces la clase ordinaria sí habría cobrado a través del plan un valor superior a sus créditos: 500 en instrumentos de deuda y 400 a través de los instrumentos de capital recibidos, pues los 200 canjeados habrían tenido 400 como contrapartida. Como se observará, la impugnación del valor de empresa no es un motivo de impugnación autónomo, porque solo se puede impugnar si el error en la valoración se traduce en un perjuicio concreto al impugnante (es decir, es el perjuicio y no el error lo que legitima para impugnar). Dado que el reparto de valor bajo un plan de reestructuración es un juego de suma cero, la trascendencia del error en la valoración de empresa debe reflejarse en un perjuicio de las recuperaciones relativas de las clases de socios o acreedores implicadas: en el ejemplo, la clase preferente está cobrando más de lo que le corresponde porque el valor de empresa es superior al utilizado para proponer el plan.
Pongamos ahora un segundo ejemplo para ilustrar en esta ocasión el perjuicio que puede causar la vulneración del orden de prelación y del grado de prioridad. Imaginemos que, con la misma sociedad y las mismas clases, pero con un valor de empresa de 700, a la clase ordinaria solo se le entregasen bajo el plan 600 (es decir, sufriera una quita de 100) y, sin embargo, la clase subordinada obtuviese, por su lado, una recuperación de 100. Se habría vulnerado en principio el orden de prelación, pero para que tal vulneración resulte relevante debe infringir también la regla de prioridad aplicable. La regla general de prioridad es la absoluta y se encuentra formulada en el artículo 655.2.4 LC (si bien caben excepciones a la misma -artículo 655.3 LC- e incluso un régimen especial basado en la denominada “regla de la prioridad relativa” -artículo 684.4 LC-). Asumiendo que rige la regla de prioridad absoluta, en el ejemplo esta habría resultado infringida dado que la clase subordinada obtiene una recuperación de 100 en perjuicio de la clase ordinaria, que obtiene 100 menos de lo que le correspondía.
A partir de estos ejemplos se entiende la necesidad de explicitar, para los planes de reestructuración, las reglas que definen la interacción, o intensidad de prelación, entre los rangos concursales, pues serán dichas reglas las que permitirán invocar errores de valoración (solo los relevantes, es decir, los que causan perjuicio a la posición relativa) y las que definirán asimismo las vulneraciones relevantes del orden de prelación (no cualquier vulneración del orden de prelación es relevante si no vulnera también las reglas de prioridad entre dichos rangos y que componen el test de equidad).
Así, la Ley Concursal enuncia los tres elementos del test de equidad en tres preceptos: los apartados 2, 3 y 4 del artículo 655.2 de la Ley Concursal, que recogen respectivamente las tres reglas enunciadas en los puntos (a), (c) y (b) del párrafo en el que aludíamos a la liquidación concursal. En reestructuración, esas tres reglas de equidad reciben en la doctrina el nombre de «regla de prioridad absoluta» (artículo 655.2.4º TRLC), «corolario de la regla de prioridad absoluta» (artículo 655.2.2º) y «principio de no discriminación injusta entre clases del mismo rango» (artículo 655.2.3º). Este último principio no debe confundirse con el trato paritario que para los créditos de una misma clase predica el artículo 654.4 TRLC que, en rigor, constituye, más que un problema de equidad, un problema de formación de clases: si determinados créditos de una misma clase no reciben el mismo tratamiento, entonces el voto expresado por la mayoría no resulta representativo de su clase -al igual que sucedería en derecho corporativo- toda vez que el objeto de votación por cada uno de ellos habrá sido diferente.
En definitiva, el test de equidad es la única forma posible de enunciar el perjuicio que debe sufrir el impugnante de un plan no consensual a fin de capturar simultáneamente las dos patologías (error en la valoración de empresa y vulneración del orden de prelación) que pueden conllevar una menor recuperación relativa, de tal forma que la legitimación de los miembros de una clase disidente quede restringida a supuestos de distribución de valor no equitativa.
Se advertirá que los acreedores disidentes en un plan consensual carecen de remedio en lo relativo a la revisión del valor de empresa o la vulneración del orden de prelación: estos parámetros con incidencia distributiva se entienden transados por las clases al ser todas ellas aceptantes, sin posibilidad de ulterior revisión (excepción hecha de la impugnación por “quita manifiestamente mayor de la necesaria” del artículo 654.6 LC).
Del mismo modo, los disidentes, incluso en un plan no consensual, pueden atacar la valoración de empresa o el orden de prelación empleados solo cuando alguno de estos parámetros les haya causado un perjuicio desde la perspectiva de su cuota de recuperación relativa sobre el valor de empresa relevante.
Así, el test de equidad constituye la verdadera piedra de toque de todo el nuevo sistema de planes de reestructuración: limita la legitimación para impugnar por causas distributivas, al tiempo que define dichas causas para capturar las dos posibles fuentes de iniquidad. En fin, al permitir comprobar de forma objetiva y matemática si un plan no consensual es equitativo o no, el test de equidad constituye una alternativa óptima a las mayorías transversales, sustituyéndolas y haciéndolas innecesarias, igual que sucede en una liquidación concursal.
¿Cómo se incentiva la adopción de planes consensuales a través de la valoración de empresa y la consecuente necesidad de respetar el test de equidad?
Retomemos el ejemplo que poníamos más arriba de la sociedad con valor de empresa de 700 y con deuda por 1000. ¿Cómo se aplicaría aquí el test de equidad? En semejante escenario, caben dos tipos de plan de reestructuración: (i) las clases de acreedores (y los socios) pueden acordar entre ellas el modo en que distribuir el sacrificio de 300 (en cuyo caso estaremos frente a un plan consensual, respecto al cual no cabrá una revisión basada en el test de equidad); o bien (ii) si el plan es no consensual por no contar con el apoyo (mayoritario) de todas y cada una de las clases afectadas, entonces al menos una de dichas clases que se encuentre total o parcialmente dentro del dinero podrá proponer que los 700 de valor sean distribuidos bajo el plan siguiendo el orden de prelación de las clases e imputando así el sacrificio de 300 por exclusión entre las clases a las que no alcance el valor de empresa debido a su rango menos preferente.
Como se ve, la mera posibilidad de un plan no consensual multiplica las probabilidades de un plan consensual. Con el tiempo, es precisamente la evolución que veremos, tras una primera etapa de aplicación de la ley en la que se irán definiendo sus límites. Partes racionales preferirán transar la incertidumbre acerca del resultado de una eventual impugnación sumándose a un plan consensual. El nuevo régimen fomenta la racionalidad porque ya no negocia mejor quien, como en el antiguo régimen, menos tenía que perder y no temía a un concurso de liquidación donde tampoco cobrase nada, a diferencia de los acreedores que se encontraban dentro del dinero conforme al valor de empresa y que, sin embargo, en concurso de liquidación, corrían el riesgo de cobrar menos que en reestructuración, esto es, de perder, ellos sí, el excedente de reestructuración. Quien mejor negocia ahora es quien más seguro está de su opinión acerca de la valoración de la empresa en reestructuración y, por tanto, acerca del valor económico real de su crédito en caso de reestructuración, en función del lugar que dicho crédito ocupa en la cascada de pagos.
La perversa perturbación creada por los planes del artículo 639.1 LC
Hasta aquí hemos explicado la interrelación entre regla de mayoría y regla de equidad en el escenario legal óptimo, que a nuestro juicio es el del artículo 639.2 TRLC. Durante la tramitación parlamentaria de la Directiva entró por la puerta de atrás, a instancias de grupos de influencia alemana, que tuvieron la cortesía de exportar al resto de la UE su errónea comprensión del “Chapter 11” norteamericano, un segundo tipo de planes no consensuales que no estaba inicialmente incluido en la Propuesta de Directiva de la Comisión Europea, la cual solo preveía los de nuestro actual artículo 639.2 LC: aquellos planes que descansan en una ‘mayoría de clases’ y que nuestro legislador transpuso en el artículo 639.1 TRLC. Este precepto introduce distorsiones en la coherencia del sistema y está en el origen de cierta litigiosidad que acompaña a determinados planes de reestructuración promovida, en general, por operadores que han perdido alguna posición de veto o bloqueo que tenían en el antiguo régimen.
El sistema vigente ha permitido superar el problema de monopolio bilateral preexistente y ya nadie, ni socios ni acreedores ostenta derechos de veto. Lo más parecido a tal veto es el derecho de salida de los acreedores con garantía real del artículo 651 LC.
La homologación de planes no consensuales por la vía del artículo 639.1 TRLC carece de un fundamento equiparable a la vía del artículo 639.2, pues no está basada en una valoración de la empresa en funcionamiento. Para entenderlo, nada mejor que los siguientes símiles. La liquidación concursal es como la distribución de vino (metálico) con una jarra transparente a tres copas (o clases) del mismo rango: la liquidación será equitativa si se comprueba que las tres copas reciben el mismo volumen y que la suma de los volúmenes de esas tres copas es igual al volumen inicial del vino en la jarra. Dado que, recordemos, la jarra es transparente, dicha comprobación es directa, objetiva, matemática.
Pasemos ahora al escenario del convenio de acreedores. Aquí el reparto de valor es distinto: a diferencia de la liquidación, no se reparte metálico sino papel (instrumentos de deuda y capital). Además, en convenio no existe valoración de empresa, por lo tanto el reparto se hace con una jarra opaca y a escondidas: no hay forma de saber si el convenio ha repartido todo el vino (valor de empresa) que había en la jarra o bien si ha quedado algo dentro. De hecho, tampoco hay forma de saber si todo el líquido de las tres copas es realmente vino o si durante el reparto este ha sido aguado, que es lo que sucede cuando los convenios se comprometen a pagar más créditos de los que realmente pueden soportar. La opacidad de la jarra impide por tanto una comprobación directa de la equidad de la distribución, a diferencia de lo que, como hemos visto, tiene lugar en liquidación. ¿Cómo se ha remediado tradicionalmente este problema? Sustituyendo en el convenio la comprobación directa de la equidad por el siguiente sucedáneo menos insatisfactorio, pero claramente sub-óptimo en comparación con la liquidación: la votación del convenio por mayorías y sin arrastre de clases.
¿Y qué sucede con los planes de reestructuración? Aquí es imperativo diferenciar entre tres supuestos completamente distintos: los planes consensuales (artículo 638.3 LC), los planes no consensuales del artículo 639.1 LC (“planes de mayoría de clases”) y los planes no consensuales del artículo 639.2 LC (“planes de clase dentro del dinero”).
Los planes consensuales son prácticamente equivalentes al convenio de acreedores: todas y cada una de las clases (rangos en convenio) aprueban el plan por su respectiva mayoría, por lo que la equidad del plan deriva de su naturaleza contractual. El plan es un contrato entre las clases, representadas cada una de ellas por su correspondiente mayoría. Dado que el plan tiene naturaleza de contrato entre clases, no es necesaria ninguna valoración de la empresa: las clases aceptan expresamente, sin posibilidad de revisión, que la recuperación que les brinda el plan es una distribución equitativa, a su juicio, del valor de reestructuración que debía de haber en la jarra.
Comparativamente, los planes de clase dentro del dinero son el mejor de los mundos y los planes de mayoría de clases son el peor de los mundos. Veámoslo.
Los planes de clase dentro del dinero son lo más parecido a la liquidación concursal: también se distribuye el vino (valor) con una jarra transparente y a plena vista. La única diferencia consiste en que el valor que se distribuye con estos planes no es metálico (valor de liquidación) sino valor de empresa en funcionamiento (valor de reestructuración) que debe calcular el experto conforme al artículo 639.2 LC. Precisamente gracias a esta fundamental función del experto, en los planes de clase dentro del dinero cabe enjuiciar la equidad del plan no consensual con la misma certidumbre directa, objetiva y matemática que veíamos para la liquidación concursal. El juez puede comprobar que si a un pasivo de 1000 se le aplica una quita de 300 ello responde a que la valoración del experto determina que el valor de empresa solo asciende a 700.
Por su parte, los planes de mayoría de clases implican el reparto del vino (valor de reestructuración) con una jarra opaca y a escondidas. Al igual que, como veíamos, sucede con el convenio de acreedores. Mientras el convenio no permite el arrastre de clases, el plan de mayoría de clases sí. Es decir, el convenio reparte valor con una jarra opaca y compensa la opacidad de la jarra (en cuanto a la valoración de empresa) exigiendo en contrapartida una mayoría de créditos en todos y cada uno de los rangos afectados, con el fin de dotar al convenio de la equidad que deriva del consentimiento mayoritario de cada rango o, lo que es lo mismo, la equidad que deriva de un contrato. El plan de mayoría de clases también reparte valor con una jarra opaca – el 639.1 LC no exige la valoración de empresa por el experto – pero, además, permite el arrastre de clases. En el plan por mayoría de clases, como plan no consensual, debería existir una revisión de su equidad. Pero la equidad del plan de mayoría de clases no resulta controlable a través de ninguna de las salvaguardas concebibles: (i) ni, desde luego, a través de la salvaguardia del contrato entre clases (pues, en tanto plan no consensual, el plan de mayoría de clases no cuenta con el respaldo mayoritario de todas y cada una de las clases afectadas); (ii) ni tampoco a través del control de la distribución del valor de reestructuración (valor de empresa) mediante la aplicación del test de equidad, por la sencilla razón de que el artículo 639.1 LC no exige a priori al experto calcular dicho valor.
¿Cuál es el elefante en la habitación de los planes de mayoría de clases? Pues que el hecho de que vote a favor del plan una ‘mayoría de clases’ carece de cualquier función de legitimación en términos de equidad. Para que una mayoría sea representativa de algo, resulta básico que el objeto de la votación (i.e. tratamiento) sea común a los votantes. Y, por definición, a distinta clase, distinto tratamiento.
Incluso las clases del mismo rango recibirán generalmente distinto tratamiento, aunque tengan una recuperación equivalente, pues de otro modo ¿para qué dividir un rango en clases si no es para darles distinto tratamiento?
En un ejemplo extremo, supongamos que tres clases de 1 euro cada una votan a favor de un plan de mayoría de clases que solo implique para ellas una simple espera y lograr la homologación de dicho plan pese a que imponga quitas del 70% a la cuarta clase de 1000 millones de euros. La equidad del plan no depende de que exista o no mayoría de clases, sino de si la valoración de empresa es realmente de 300 millones. Y, obvio es, sin valoración de empresa por el experto resulta para el juez imposible pronunciarse. En no pocas ocasiones esta es la clase de planes y omisiones documentales que están encarando nuestros tribunales en el primer tramo de vigencia de la Ley 16/2022. Lamentablemente, cuando es necesario recurrir a un plan no consensual, es más fácil para los operadores acostumbrados al antiguo régimen proponer un plan de mayoría de clases que un plan de clase dentro del dinero. Es más fácil distribuir valor a escondidas con una jarra opaca, que hacerlo a plena vista y con una jarra transparente. Es comprensible al inicio de la curva de aprendizaje, pero la situación ya debe evolucionar.
Naturalmente, no todos los planes de mayoría de clases tienen por qué ser abusivos. Pero sí es cierto que se prestan más al abuso que los planes de clase dentro del dinero. Además, el control judicial resulta más complicado: es muy difícil controlar, en los planes de mayoría de clases, la artificialidad de la proliferación de clases en un marco legal que permite cierta flexibilidad para la formación de clases, lo que, a su vez proviene del modelo de referencia, el plan de clase dentro del dinero que se corresponde con el “Chapter 11” y para el que, como en nuestra liquidación, solo resulta relevante la correcta jerarquización de las clases y no su número. Es mucho más fácil y objetivo controlar, en los planes de clase dentro del dinero, la valoración de empresa del experto, como si de una cuestión pericial se tratase.
Problemas encontrados por los tribunales a raíz de los planes de mayoría de clases y posibles soluciones
La falta de visibilidad sobre el valor de empresa (y, por tanto, sobre la equidad de los tratamientos) está en el origen de las dificultades a las que se están enfrentando nuestros tribunales al resolver las impugnaciones de planes no consensuales que, en gran parte de los casos, son planes de mayoría de clases.
Incluso el plan no consensual de Celsa fue por mayoría de clases, si bien, el hecho de que se tramitase con oposición previa, así como de que el juez ordenase la exhibición de la documentación relevante para valorar la empresa, permitió centrar el debate en el que naturalmente debía ser (la valoración de empresa y no el número de clases), haciendo de dicha sentencia una referencia no solo a nivel español sino europeo. Algunos planes no consensuales relevantes se han tramitado como planes de clase dentro del dinero, y además no han sido impugnados, probablemente debido a la transparencia que ofrece el ir acompañados ab initio de una valoración de empresa que permita ponderar la equidad de los tratamientos. Pero ni siquiera los planes de clase dentro del dinero están aún libres de impugnación hasta que exista un cierto corpus judicial consolidado.
Hasta el momento, las resoluciones judiciales dictadas en impugnaciones de planes de mayoría de clases son generalmente muy casuísticas. En ellas se aprecia cierta tendencia a refrendar la formación y el número de clases cuando los tribunales perciben un apoyo cuantitativo robusto (aunque no necesariamente mayoritario) de los acreedores y a invalidar aquellos extremos cuando dicho apoyo no existe o existen sospechas de falta de equidad. El problema que esto suscita es que la serie de precedentes judiciales que se está generando está incurriendo en preocupantes contradicciones en relación con materias aparentemente zanjadas (como, por ejemplo, la caracterización de los créditos de derecho público -que, de serlo, permiten reunir la clase con privilegio que exige el artículo 639.1 LEC-, el tratamiento de las garantías reales y los contratos de leasing, etc.). En efecto, no siempre dichas materias pueden decidirse atendiendo exclusivamente a sus propios méritos, sino que en ocasiones la visión puede encontrarse mediatizada por la necesidad de refrendar o invalidar una determinada formación de clases en función del apoyo o de la equidad percibidos. Ello puede provocar contradicciones no solo entre reestructuraciones, sino también con la jurisprudencia puramente concursal. En el extremo, esta dinámica también podría conducir a los tribunales a invalidar clases bien formadas por sospechar que el plan puede no ser equitativo.
Sería deseable que, cuando los operadores precisen homologar planes no consensuales, procuren encauzarlos por el camino angosto de los planes de clase dentro del dinero, dadas las mayores garantías que estos brindan a los afectados y la mayor visibilidad que ofrecen a los tribunales acerca de la equidad de los tratamientos dispensados, lo que a su vez facilita y homogeneiza la resolución de las impugnaciones. De otro modo, corremos el riesgo de multiplicar las contradicciones apuntadas, así como de terminar creando una jurisprudencia para impugnaciones de planes del artículo 639.1 LC y otra distinta para planes del artículo 639.2 LC, pues el rigor al examinar la proliferación de clases tiene mucho sentido en el contexto del artículo 639.1 LC, pero muy poco sentido en el contexto del artículo 639.2 LC, donde el número de clases resulta irrelevante.
En efecto, un juez no puede saber si una quita de 300 sobre un pasivo de 1000 resulta equitativa atendiendo a si existe o no mayoría de clases, pero sí puede saberlo atendiendo a si la valoración de empresa del experto es o no de 700.
Por su parte, los tribunales también cuentan con medios para incentivar las mejores prácticas cuando se enfrenten a planes no consensuales de mayoría de clases del artículo 639.1 LC. En particular, pueden someter a un especial escrutinio la homologación de este tipo de planes del artículo 639.1 LC; o pueden requerir respecto a estos, aunque no lo exija imperativamente la ley, una valoración de la empresa en funcionamiento por parte del experto en la reestructuración (que debe nombrarse para cualquier plan no consensual ex artículo 672.1.4º LC), sobre la base del artículo 679.1 LC (“el experto (…) elaborará y presentará al juez los informes exigidos por esta ley y aquellos otros que el juez considere necesarios o convenientes”). El informe de valoración ab initio permitiría a los disidentes un mejor derecho de defensa y, en consecuencia, permitiría también que, al hilo de las eventuales impugnaciones, los jueces pudieran confirmar o bien conjurar sus posibles sospechas acerca de la falta de equidad de determinados planes de mayoría de clases. También permitiría a los jueces emplear la valoración de empresa para privar de efectos (con carácter inter partes o erga omnes, según corresponda) a aquellos planes no equitativos pero cuyas clases estén bien formadas, sin necesidad de forzar la apreciación de defectuosa formación de clases cuando no sea realmente así. Ello redundaría en una reducción del ruido apuntado al comienzo, así como, sobre todo, en un mejor triaje entre planes y en un acervo de precedentes judiciales valioso por consistente y unívoco.
Imagen: europeana en unsplash