Por Bartolomé Clavero
Si la Constitución es la norma fundamental de todo el ordenamiento jurídico, debería ocuparse específicamente de identificarlo o, dicho de otra forma, con uso de la metáfora imperante, de determinar y articular sus fuentes. Mas esto no es así. Ya, en unas tradiciones, ello se deja confiado a la labor ordinaria de la justicia; ya, en otras, es el Código Civil el que se hace cargo con un Título Preliminar dedicado a la definición del ordenamiento prácticamente entero, de todo el que vincula a la justicia. Tampoco esto significa que la Constitución se muestre indiferente al asunto. No puede hacerlo.
En los casos de codificación, suele haber coincidencia de principio en lo que la Constitución y el Código identifican como fuentes o, dicho mejor en singular, como fuente. Es la ley en un sentido tan sencillo de entrada como el de norma promulgada bajo tal concepto. Diferencia también hay. Mientras que la Constitución, dando por supuesto que la ley es la fuente del derecho, se ocupa de diseñar el procedimiento para su producción, comúnmente el parlamentario mediante algún grado de representación política, el Código suele ignorar este requisito, bastándole que una norma calificada como ley se promulgue y publique en prensa oficial. He aquí la Ley con mayúscula.
Otra diferencia existe hoy. Para la Constitución, la fuente en singular del derecho, la Ley, debe responder a derechos, a unos derechos que ella misma registra. Ha de acudir a garantizarlos y promocionarlos. Con ello, ahora, aunque no suele entenderse en estos términos, los Derechos mismos, éstos entonces con la mayúscula, vienen a constituirse en fuente del ordenamiento por encima de la ley. Por su parte, tal requisito sustantivo de subordinación de la ley como fuente es extraño, salvo muy contadas excepciones, a la tradición del Código. Éste, su Título Preliminar, suele proclamar que la ley es Ley por promulgarse como tal y punto.
No se piense que el Código opera de tal modo por sobrentender que de los requisitos procedimentales y sustantivos de la ley quien se ocupa es la Constitución. Lo que sobrentiende es que ésta puede o no existir o que, de hacerlo, puede o no ocuparse de fijar tales requisitos. La ley es Ley y punto. Dicho de otra forma,
el Código cabe perfectamente en una dictadura.
Más aún, en latitudes de codificación, el Título Preliminar de los Códigos Civiles suele fungir materialmente de norma constitucional durante tiempos dictatoriales. Así ha sido en el caso español de la dictadura franquista. Aunque se dotara de leyes dichas fundamentales con tal pretensión de sustentar el régimen, el Título Preliminar del Código, con su concepción de la Ley entonces a disposición de la dictadura, fue normativamente su verdadero sustento.
Conviene decirlo en plural, Títulos Preliminares, pues hubo dos, uno procedente del siglo XIX con dicho estricto entendimiento de la Ley y otro de tiempos postreros de la dictadura, de 1974, que flexibilizó esa concepción, no por prever una transición al constitucionalismo, sino por facilitar la continuidad de fondo del régimen dictatorial tras la desaparición del dictador. En el segundo Título Preliminar siguen sin contemplarse requisitos ni procedimentales ni sustantivos para la producción legislativa. Ignora tanto parlamento como derechos. Extrañamente, tras el advenimiento de la Constitución en 1978, la jurisprudencia, tanto la doctrinal como la judicial, a efectos tanto teóricos como prácticos, sigue usualmente considerando que donde el ordenamiento se ocupa de sus propias fuentes es en el Título Preliminar del Código Civil y no en la Constitución, esto es, allí donde se ignoran sus requisitos básicos procedimentales y sustantivos.
Si la Constitución es la norma fundamental de todo el ordenamiento jurídico, ella debería haberse ocupado de sus fuentes
Lo hace, pero de forma dispersa, sin proceder a su identificación y articulación como tales, como las normas sobre la gestación y alumbramiento de normas. Según un formulario de procedencia decimonónica, comienza la Constitución por un catálogo de Derechos que, aun no identificándose de tal modo, se erigen en primer cuerpo de normas sobre normas, aquel que debe presidir, informar y servir de contraste para la validez y no sólo la legitimidad de todo el ordenamiento. Conforme al mismo formulario, la Constitución se ocupa asimismo del procedimiento parlamentario para la producción de la ley como norma ya no, en consecuencia, tan superior, pero en todo caso todavía eminente (tít. III, cap. II: “De la elaboración de las leyes”).
En la Constitución sigue operando una concepción que suele decirse legalista del ordenamiento,
aquella que lo identifica como regla general, aunque ya no absoluta, ya no en mayúsculas, con la ley. Comparece tal concepción incluso de forma nominalmente expresa: “La Constitución garantiza el principio de legalidad (…)” (art. 9.3); la justicia penal opera “según la legislación vigente en aquel momento”, el de la comisión del ilícito (art. 25.1); “la justicia (…) se administra (…) por Jueces y Magistrados sometidos únicamente al imperio de la ley” (art. 117.1). En ninguno de tales momentos parece tenerse necesidad de aclararse o de modularse qué se entiende por ley, legalidad o legislación. Ley es el ordenamiento que obliga a la justicia.
¿Es ley tan sólo la norma de factura parlamentaria? ¿Ha de ser también la que ha de someterse a la primacía de los Derechos?
Lo segundo parece entenderse cuando la Constitución se refiere a la función del Ministerio Fiscal: “tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos (…)” (art. 124.1), pero obsérvese que los derechos figuran aquí como un añadido, no como el requisito que debiera entenderse para la propia legalidad. La idea de ley como, en exclusiva, la norma parlamentaria se refuerza por el Preámbulo de la propia Constitución al proclamar entre sus objetivos el de “consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”. Tal parece ser el sentido de la ley cuando se antepone a derechos tras parecer que se le subordina a los mismos: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1).
La primacía de los derechos
como fuente del derecho, de las libertades como causa del ordenamiento, la asume y garantiza la Constitución fundamentalmente por una doble vía que sigue manteniendo su vinculación inmediata, casi constitutiva, a la ley. Por una parte, como hace valer los derechos es a través de una legislación de mayoría parlamentaria cualificada, la legislación orgánica, que “en todo caso habrá de respetar su contenido esencial”, el de los Derechos (arts. 53.1 y 81.1). Por otra parte, instituye una jurisdicción especial centralizada, el Tribunal Constitucional, para garantizar, entre otros cometidos (art. 161), tal correspondencia entre ley y Derechos. Esto no podrá hacerlo la justicia ordinaria, misma que, en caso de detectar desajuste, ha de remitir el asunto a dicho Tribunal (art. 163). Los derechos, con todo, no quedan sometidos a ley, pero su primacía se confía a la merced de esta jurisdicción concentrada, salvo por lo que habremos de decir, por lo que tiene que decir la propia Constitución, acerca del orden internacional, de su incidencia directa normativa y jurisprudencial. También va a resultar fuente del ordenamiento interno junto a la Constitución mismísima.Respecto a unos determinados derechos, la mayoría de los de carácter social y económico, su sometimiento a ley se sienta en cambio expresamente a la hora de la verdad de la competencia judicial: “El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo III (el de tales derechos) informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen” (art. 53.3). No cabe así control jurisdiccional alguno, mejor o peor, sobre la correspondencia entre unos derechos sociales y económicos de una parte y, de otra, la legislación que los contemple. Es una discriminación en toda regla entre clases de derechos que se ha reforzado por la reforma constitucional que en 2011 establece, conforme expresamente a las exigencias de la Unión Europea, la “prioridad absoluta” de la atención a amortización y pago de intereses de la deuda pública, situándola así por encima de la financiación de políticas sociales (art. 135). En suma, según resulta de la Constitución, los Derechos son la fuente primaria del derecho, superponiéndose empero a la ley de una forma controlada y limitada, con exclusiones incluso.
Los tratados internacionales
También hay otro ordenamiento que se sitúa para la Constitución por encima de la legislación. Helo: “Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional” (art. 96.1).
El Tratado, con mayúsculas entonces, prevalece sobre ley, como “parte del ordenamiento interno” igualmente. La misma no puede afectarle de modo alguno. Sólo puede alterársele mediante las normas del propio derecho internacional. Hay requerimientos previos: que, de darse contradicción entre Tratado y Constitución, ésta ha de reformarse (art. 95.1); que el primero ha de aprobarse por el Parlamento (art. 94.1), y que, si el Tratado afecta a competencias constitucionales, hace falta autorización parlamentaria más formal por medio de ley orgánica (art. 93).
Entre tales Tratados se encuentran expresamente los que interesan a Derechos: “Tratados o convenios que afecten (…) a los derechos y deberes fundamentales” (art. 94.1-c). A este mismo efecto, hay otra previsión de la Constitución que no casa bien: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España” (art. 10.2). Valga este perfil inferior, de interpretación y no de incorporación, para las Declaraciones de Derechos Humanos, pero no para los respectivos Tratados, esto es, los Pactos y Convenciones de Derechos Humanos, los cuales cuentan con esa otra previsión específica de integración en el ordenamiento.
La previsión también vale para el derecho internacional regional que más afecta a competencias constitucionales como el del Consejo de Europa y el de la Unión Europea. Ambos cuentas además con instancias jurisdiccionales que pueden superponerse en consecuencia a las españolas, inclusive la del Tribunal Constitucional. Entre las fuentes del derecho y en posición además prioritaria viene de este modo a situarse una jurisprudencia europea, tanto la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sito en Estrasburgo como la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea con sede en Luxemburgo. Por lo que toca a los Tratados de Derechos Humanos de Naciones Unidas ratificados por España, cuentan a su vez con instancias de supervisión y control que también desarrollan doctrina, no estrictamente jurisprudencia, para su interpretación y aplicación. También la Organización Internacional del Trabajo, con Tratados o Convenios que interesan a derechos, cuenta con tal tipo de instancias. Por parte de Naciones Unidas, el Consejo de Derechos Humanos examina periódicamente a los Estados. España no siempre pasa con holgura los exámenes de unas y otras instancias internacionales. Y a veces llanamente suspende. No acaba de graduarse. El problema arranca con los descuidos, llamémosles así, de la Constitución. Había un precedente que se dilapidó. La Constitución de la República, la de 1931, registraba su compromiso con la Sociedad de Naciones y con la Organización Internacional del Trabajo.
He ahí entonces nuevas fuentes nada secundarias, realmente primordiales. Con toda su importancia, la Constitución española guarda silencio absoluto sobre todas ellas. La dicha, tan poco halagüeña, es la única ocasión en la que menciona a la Unión Europea. Al Consejo de Europa ni lo nombra. Dígase lo propio de Naciones Unidas. Respecto al ámbito europeo, cuando alguna sentencia de Estrasburgo o de Luxemburgo no es favorable al Reino de España, tanto su Gobierno como sus altas instancias judiciales, comprendido el Tribunal Constitucional, parecen desconcertados. Hay algún caso en el que el Tribunal Supremo no ha sabido literalmente qué hacer. Actúan unos y otros como si el parágrafo primero del artículo noventa y seis constitucional, el que incorpora los Tratados al ordenamiento interno, no existiese. Opera una verdadera resistencia al valor normativo prioritario de estos instrumentos internacionales, así como, más aún, en su caso, a la consiguiente prevalencia de la respectiva jurisprudencia.
Nada de esto ocurriría
si la Constitución abordase de forma más sistemática y coherente toda esta cuestión de las fuentes.
Hay más silencios en ella. Se pronuncia sobre el valor de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (art. 164.1), mas no dice nada sobre el de la producida por el Tribunal Supremo (art. 123.1). Lo reconoce y en mucho su legislación orgánica, como si no fuera una cuestión constitucional, y, según suele todavía predicarse, el Título Preliminar referido, el flexibilizado, que, por inconstitucional, por preconstitucional e incluso por innecesario, debiera entenderse derogado por la Constitución. Que no vaya a suplantarla de nuevo. Tampoco se dice nada en ella sobre el valor de la jurisprudencia de la Audiencia Nacional, el tercer tribunal con competencia sobre todo el territorio. Mal puede hacerlo cuando no hace previsión de su existencia. No tiene ni siquiera cabida en su diseño de la justicia.
Los estatutos de autonomía
Si se está ya pensando en que se impone una reforma de la Constitución en materia que se dice de fuentes, con toda su complejidad actual, esperemos todavía un momento. Queda algo importante todavía por ver. Según la propia Constitución, entre ella y la legislación orgánica, la de mayoría cualificada, se sitúan unos Estatutos de Autonomía, las normas fundamentales de las Comunidades Autónomas. No todos lo hacen, sino tan sólo aquellos que han seguido la vía más exigente de pacto con el Estado en cuyos pormenores aquí no es necesario adentrarse (art. 151). Se trata actualmente de los Estatutos de Cataluña. País Vasco, Galicia y Andalucía, además de, con peculiaridades propias, el de Navarra. El resto de los Estatutos son leyes orgánicas (arts. 146 y 147.3). El problema en este punto procede del detalle de que la Constitución no cualifica a dichos otros Estatutos, los de régimen pactado, ni por tanto los articula consigo misma y con otras normas principales del ordenamiento, inclusive las propias leyes de las mismas Comunidades Autónomas. La ley ya no es sólo cosa de Estado como quería la codificación. En el País Vasco se da el caso de que sus Territorios Históricos (Vizcaya, Guipúzcoa y Álava) tienen también competencia legislativa. No es el Estatuto vasco, sino una ley vasca, la norma que articula el complejo.
La Constitución es la primera en no estar a la altura. El problema viene agravándose porque, desde un primer momento, el Tribunal Constitucional ha optado resueltamente por ignorar la diferencia constitucional entre Estatutos. Incluso sobre el caso más singularizado de Navarra tiene sentenciado el Tribunal Constitucional que su autonomía es tan ordinaria como cualquier otra. Todos los Estatutos, según su jurisprudencia, pertenecerían a la misma clase de normas situadas inmediatamente tras la Constitución, como leyes orgánicas de primer orden. La doctrina ha contribuido a esta homologación con una categoría de bloque de constitucionalidad comprensiva de todos los Estatutos de Autonomía junto a la misma Constitución que no ha servido para elevarlos de rango, sino para rebajar el de los de régimen pactado.
Como todas las cuestiones de fuentes, no se trata de asuntos meramente formales. Inciden en claves neurálgicas tanto para los derechos ciudadanos como para el empoderamiento de instituciones. Las fuentes del derecho son fuentes de libertades y de poderes. Con ellas lo que nos jugamos es, esencialmente; los Derechos. La metáfora a menudo lo encubre. No estamos hablando de meros tecnicismos. Francisco Tomás y Valiente prefería decir modos de producción del derecho en lugar de fuentes. Puede ser una forma de resaltar la importancia constitucional de cuanto se encierra en la imagen del acuífero brotando. La Constitución utiliza en una sola ocasión, para delimitar competencias entre Estado y Comunidades Autónomas en materia civil, la expresión de fuentes (art. 149.1.8), pero tampoco se refiere bajo ningún otro término a la totalidad de los modos de producción del derecho, llámeseles como se quiera.
¿Hablamos ya de reforma?
Dada la desarticulación de la Constitución, entre descuidos de forma y silencios de fondo, en una materia tan nuclear para la identidad y la integración del ordenamiento, hablar de reforma sabe a poco. Afortunadamente, la misma Constitución contempla otra posibilidad:
“Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución (…) se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación” (art. 168).
No es que sea fácil una revisión de tal calibre, pero el caso es que se impone. Si nos tomamos en serio la Constitución y advertimos su profundo y creciente desfase a estas alturas, tendremos que admitir que no sobreviviría a pruebas de resistencia ni por derechos ni por autonomías. Aparentemente aguanta, pero a costa de seguir degradándose. Hoy la Constitución no es definitivamente la fuente primaria del derecho que pretende ser. Conviene que se recupere y se reubique en beneficio de sí misma, del derecho supraestatal, del derecho de Comunidades y, antes que nada, de los Derechos de la propia ciudadanía y de quienes residen o transitan por España, todo lo cual podrá difícilmente conseguirlo sin la revisión total que ella misma prevé. Como se habrá apreciado, tampoco es que sea esto lo único útil que nos brinda. Al fin y al cabo, los elementos necesarios, casi todos, los contiene, sólo que desarticulados e incoherentes. Hagamos en fin la nueva Constitución que la vigente nos permite. Ojalá.
Entrada publicada en el blog del Master de Investigación jurídica de la UAM