Por Gabriel Doménech
Existe una intrigante asimetría entre el régimen jurídico de la evaluación ex ante de las normas jurídicas y el de su evaluación ex post (o seguimiento). La primera es preceptiva y está densamente regulada. El legislador establece que la Administración debe realizar numerosos trámites antes de aprobar reglamentos, decretos legislativos o proyectos de ley. La infracción de los preceptos legales que regulan el procedimiento de elaboración de las normas reglamentarias determina, en principio, la invalidez de éstas e incluso su nulidad de pleno derecho, según sostienen la jurisprudencia y la doctrina dominantes. Y la defectuosa evaluación ex ante del impacto de una ley ha sido considerada en algunos casos un motivo determinante para declarar su inconstitucionalidad (STC 140/2016, FJ 13, y 157/2016, FJ 9).
La evaluación ex post, en cambio, es facultativa y carece de una mínima regulación legal general. El artículo 130.1 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común, que en principio sólo vincula al Estado [STC 55/2018, FJ 7.b)], establece que «las Administraciones Públicas revisarán periódicamente su normativa vigente para adaptarla a los principios de buena regulación y para comprobar la medida en que las normas en vigor han conseguido los objetivos previstos y si estaba justificado y correctamente cuantificado el coste y las cargas impuestas en ellas». No parece que este precepto haya querido imponer a las Administraciones públicas una genuina obligación de evaluar a posteriori todas las normas jurídicas. De hecho, el artículo 25.2 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, otorga una amplia discrecionalidad a este órgano para identificar, en el plan anual normativo, aquellas que habrán de someterse a un análisis sobre los resultados de su aplicación (véase también el art. 3 del RD 286/2017). Además, no está ni mucho menos claro que la omisión de esa evaluación determine la invalidez de las normas en cuestión. Desde luego, el legislador nada ha dispuesto al respecto.
La justificación de esta asimetría no es obvia. La razón por la cual la ley obliga a tramitar un procedimiento de evaluación ex ante consiste seguramente en que (i) éste proporciona a la Administración información valiosa que reduce el riesgo de desacierto de la norma considerada y que (ii), en ausencia de la obligación de seguir ese procedimiento, la Administración no tendría incentivos suficientes para observarlo y obtener la referida información.
Sin embargo, la evaluación ex post puede suministrar información tan o más valiosa, a los efectos de garantizar el acierto de la norma considerada, que la obtenida a través del procedimiento ex ante. Nada garantiza con total seguridad que una norma jurídica ya vigente sea realmente la más acertada que cabía adoptar, o que lo vaya a seguir siendo eternamente. Siempre existe el peligro de que produzca efectos nocivos desde un principio –aunque esto sólo se sepa mucho después– o de que, siendo éstos inicialmente beneficiosos, dejen de serlo debido a un cambio de las circunstancias. La evaluación ex post de una regulación jurídica persigue prever y detectar lo más rápidamente posible sus desaciertos, a fin de evitar o al menos reducir los daños sociales que éstos puedan ocasionar. Nótese, adicionalmente, que la información obtenida ex post es más fiable que la adquirida ex ante, pues la primera se basa en observaciones empíricas de los efectos reales de la norma considerada, mientras que la segunda se funda en meras hipótesis acerca de esos efectos que pueden revelarse equivocadas.
Por otro lado, parece obvio que la Administración, en ausencia de una obligación de evaluar ex post las normas que dicta, tampoco tiene los incentivos adecuados para llevar a cabo esta tarea. La finalidad de esta evaluación consiste, al fin y al cabo, en detectar los desaciertos cometidos al aprobar una norma. Y es muy probable que el Gobierno no tenga mucho interés en poner de manifiesto sus propios errores. Además, algunos sesgos cognitivos pueden propiciar que las autoridades administrativas, en ausencia de una obligación legal, no revisen como deberían el acierto de las disposiciones que han dictado: el sesgo del statu quo (los individuos muestran por lo general una inclinación exagerada a no modificar el estado actual de las cosas); el sesgo de la confirmación (la gente tiende a buscar y evaluar la información de manera que sus creencias y posiciones previas queden corroboradas), y el llamado efecto Ikea (las personas tienden a sobrevalorar los productos que ellas han contribuido a crear).
Uno podría pensar que no hace falta obligar a la Administración a realizar una evaluación ex post de las normas, porque ésta ya tiene lugar cuando se pretende aprobar una nueva norma. En ese momento, la Administración debería comparar la norma proyectada con la norma actualmente vigente –que constituye la denominada «alternativa cero»–: el impacto social que aquélla puede tener con el que ésta ha tenido realmente. Evaluar ex ante la nueva disposición requiere una evaluación ex post de la disposición que se pretende derogar. Por otro lado, cabe razonablemente pensar que los cambios de Gobierno que cada cierto tiempo se producen en un sistema democrático tienden a neutralizar los referidos sesgos cognitivos y favorecen la evaluación ex post de las disposiciones normativas vigentes y su sustitución por otras diferentes. Las adoptadas cuando gobierna un determinado partido político suelen ser revisadas y eventualmente derogadas cuando le sucede otro distinto.
A nuestro juicio, estos factores podrían justificar una cierta asimetría entre el régimen jurídico de la evaluación ex ante y el de la evaluación ex post, en la medida en que, como acabamos de ver, la primera implica hasta cierto punto la segunda, lo que no ocurre viceversa. Sin embargo, no nos parece que dichas circunstancias alcancen a justificar la inexistencia de una obligación de evaluar ex post las normas jurídicas, por varias razones.
En primer lugar, la evaluación ex post de una norma que tiene lugar cuando se pretende derogarla puede llegar demasiado tarde, después de que ésta haya producido ya efectos perjudiciales que se podían haber evitado si dicha norma hubiera sido objeto de un riguroso seguimiento.
En segundo lugar, el hecho de que el legislador no haya previsto explícitamente la obligación de evaluar ex post la norma que se quiere derogar ni establecido regla alguna relativa a cómo debe realizarse dicha evaluación propicia que ésta no se lleve a cabo de la manera en la que sería deseable. De un lado, porque es probable que la Administración carezca de alicientes suficientes para evaluar con el rigor exigible los efectos de la norma en cuestión. De otro lado, se corre el riesgo de que la Administración no pueda evaluarlos con ese rigor aun cuando quiera, pues ya no es posible obtener o procesar la información necesaria para ello. En ocasiones, esa evaluación requiere que el procedimiento correspondiente se ponga en marcha desde el mismo momento en el que la norma entra en vigor. Imaginemos, por ejemplo, que un Gobierno pretende restablecer el modelo de gestión de un servicio público que el Gobierno precedente sustituyó por uno diferente hace doce años. Para evaluar cabalmente el modelo que ahora se quiere implantar, habría que comparar sus hipotéticos resultados con los que el modelo ha tenido durante los últimos años. A estos efectos, resulta de gran importancia conocer, entre otras cosas, cuál ha sido el grado de satisfacción de los usuarios del servicio durante ese tiempo. El problema es que, si cuando el modelo vigente entró en vigor no se articularon mecanismos que hayan permitido recoger periódicamente dicha información, muy difícilmente podrá obtenerse ésta al cabo de doce años. Además, por las razones antes indicadas, resulta sumamente difícil que el Gobierno evalúe de manera objetiva sus propias normas, que ponga mucho empeño y rigor en poner de manifiesto los más graves errores cometidos al aprobarlas.
En virtud de todo lo expuesto, resulta justificado que, en algunos casos, se obligue explícitamente a una organización relativamente independiente del Gobierno, cuya objetividad esté suficientemente asegurada, a evaluar ex post ciertas normas y observar determinadas reglas de procedimiento en esa tarea. Y, obviamente, debería ser el legislador el que determinara expresamente con cierto detalle tales extremos, si se quiere garantizar la utilidad de esta evaluación. Lo que garantiza la solución actualmente prevista con carácter general por el legislador español, según la cual la determinación de las normas que el Gobierno debe evaluar y las reglas que en esta evaluación ha de observar se dejan al discrecional albur del propio Gobierno, es la futilidad de las evaluaciones ex post.
Foto: Elena Hernández Sánchez
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