Por Juan Antonio Lascuraín*

 

¿Un indulto de izquierdas?

No sé qué resulta más sorprendente. Que el debate sobre el indulto de los líderes independentistas se produzca en el eje derecha–izquierda o que el apoyo mayoritario se sitúe en este último lado. Progresista sería al parecer utilizar una antigualla de raíz absolutista y de excepción al normal funcionamiento del Estado de Derecho; progresista sería utilizarla a favor de condenados por una sedición con un punto de mira nada internacionalista: la escisión del Estado de una comunidad rica. Pulpo como animal de compañía.

 

Lo jurídico y lo político

Lo que sí tiene todo el sentido es que el debate sea político y no jurídico. Como se ha dicho mucho y con razón, el indulto es una decisión política no fiscalizable en su contenido por el Tribunal Supremo. Lo más que ha llegado a rascar el Pleno de su Sala de lo Administrativo es la exigencia de una motivación que sea meramente coherente con la decisión (STS 20 de noviembre de 2013). O existe la anomalía de la gracia frente a la efectividad del Derecho, o renunciamos a ella, pero no pretendamos el oxímoron ni del perdón al que se tiene derecho (¿por qué entonces la condena?) ni de la gracia no graciable.

Si el indulto es un acto fundamentalmente político, caminará en paralelo al Derecho. No solo es que la línea jurídica no interfiere en la política, sino que obviamente el paralelismo funciona también en sentido inverso: el indulto nada dice acerca de la corrección de la pena indultada o de la ley que la dispone. El juicio a la pena termina con su firmeza, incluida la relativa al respeto a los derechos fundamentales; el juicio al indulto solo puede ser, y vaya si lo está siendo, político.

 

La concordia como ganancia

El juicio político al indulto deberá calibrar lo que se calibra en toda decisión política: qué aporta y qué resta a la convivencia social desde los parámetros valorativos compartidos, que están por cierto acordados y consignados en la Constitución. En nuestro indulto el platillo de la balanza de las ganancias tiene la evidente pesa que hace valer el Gobierno: la concordia. En una sociedad como la catalana, profundamente enfrentada por su modelo territorial y en la que, según parece, una holgada mayoría de la población aprueba el indulto, puede entenderse que limar la cárcel es limar las seguramente excesivas consecuencias legales de los indudables excesos de tal enfrentamiento, y que en tal sentido el indulto es un paso firme hacia su reducción.

Las cosas no son sin embargo tan sencillas, como revela el malestar con el indulto de una, también al parecer, clara mayoría del conjunto de la sociedad española. No es que estos ciudadanos no quieran una situación tan deseable como la concordia social, sino que más bien consideran que el indulto la debilita. Al fin y al cabo, como dijo Adolfo Suárez, la concordia está en la Constitución, y los penados indultados sembraron gravemente la discordia contra ella, sin que parezca que, salvo excepciones, parezcan muy dispuestos a regresar a nuestro acuerdo social, aunque sea para cambiarlo desde dentro. Si la pena está para restaurar la concordia frente a los ciudadanos discordantes, no se termina de ver la lógica de que la eliminación del remedio nos vaya a ayudar a superar la enfermedad, sobre todo si los free riders insolidarios anuncian que van a perseverar en su pugna. La concordia hubiera sido, creo, el comodín que ganaría la partida con unos indultados regresando a la tan abierta senda constitucional. Pero, como dijo, Felipe González, “en estas condiciones”…

 

La desprotección como pérdida

¿Y qué es lo que se pierde con el indulto? Pues obviamente lo que se gana con la pena, que es nuestro amargo recurso para sostener nuestro sistema de libertades. Castigamos a los que quiebran las normas básicas como remedio último para mantenerlas mediante el efecto preventivo que tiene el anuncio de la pena y su imposición. Si la pena es una dolorosa necesidad para sustentar nuestro modelo de convivencia, la renuncia a su imposición comporta renuncia a la protección imprescindible de tal modelo, sobre todo si ese déficit de prevención no tiene alguna compensación en el compromiso de los penados de renunciar al delito. Este es el segundo toctoc de esa idea de etiqueta anticuada, por moralista, que es el “arrepentimiento”. Si perdemos prevención general por lo menos que sea asegurando la prevención respecto a los penados. Y en todo caso: muy importante habrá de ser la ganancia para renunciar a esa tan amarga como necesaria quimioterapia social que es la cárcel. Si ha de ser, muy excepcional ha de ser el indulto. Aquí, lastimosamente, in dubio contra reo, porque se trata en realidad de un in dubio pro libertate. 

Hay otro aspecto de los costes del indulto que hay que considerar y que, si se puede, se debe minimizar: que el indulto no solo niegue la pena sino que niegue también el mal del delito, que es el efecto que combaten las comisiones de la verdad en los procesos de amnistía transicionales. Nuestra Constitución tolerante admite su cambio y su crítica radical, pero por ello y por evidentes razones democráticas levantarse colectivamente contra ella sigue siendo muy grave. Y al respecto cierta narrativa postindulto no está resultando muy alentadora.

 

¿Hay conflicto de intereses?

Ganamos concordia, si es que la ganamos, y perdemos la protección básica que dispensa la pena. Esto es lo que hay que valorar para enjuiciar políticamente el indulto. Esto, y que el juicio que haya hecho el Gobierno al proceder precisamente a tal valoración haya sido honesto, genuino, sin conflictos de intereses. Esto es lo que le preocupaba al Constituyente cuando prohibió el autoindulto y esto es lo que también debe escrutarse cuando el indulto recae en dirigentes políticos de partidos que dieron su confianza parlamentaria al Gobierno y que lo sostienen con el apoyo a sus presupuestos.


* Publicado en El Mundo el día 19 de agosto de 2021