Por Juan Antonio García Amado
La doctrina tradicional habla del canon literal o gramatical. Otros, como Alexy, lo denominan argumento lingüístico. Aquí hablaremos de argumento literal, para ser fieles a aquella tradición terminológica.
Hasta ahora hemos dicho que un problema interpretativo surge cuando se plantean alternativas interpretativas para un enunciado normativo, es decir, cuando para el enunciado N caben los significados S1 y S2, o más. Pero ¿qué quiere decir que «caben» esos significados? Con esta pregunta llegamos a una de las más importantes bifurcaciones de la teoría de la interpretación jurídica, íntimamente relacionada con la teoría del Derecho a que cada teórico de la interpretación se acoja. Veámoslo.
A la hora de manejar el significado de N pueden ocurrir dos cosas. Una, que objetivamente N contenga algún género y grado de indeterminación que a mí me impida saber con total exactitud y sin margen de duda qué quiere decir para el caso que tengo entre manos, de forma que tanto pueda querer decir S1 como S2. Otra, que subjetivamente a mí me desagrade, por las razones que sean, el significado claro que N tenga para el caso, o cualquiera de los significados, S1, S2… Sn, objetivamente posibles, de manera que me inclino por un significado S´ que ningún hablante competente consideraría compatible con la semántica, la sintaxis y la pragmática de N. Ilustrémoslo con un supuesto ordinario. Mi vecino me dice: «te prometo que si necesitas comida, yo te la regalo». Esta promesa puedo interpretarla de muchas formas distintas, ninguna de las cuales vulnera las reglas de nuestro idioma. Así, puedo entender que me promete que me dará algo de comer en caso de que yo me encuentre en situación de grave necesidad, o que me dará más comida si la que yo tengo no me alcanza, por ejemplo porque soy muy glotón, o que si hay algún alimento que yo no tengo en mi despensa él me lo regalará; etc. Son varias ahí las interpretaciones objetivamente posibles. Ya se ve que
llamamos interpretaciones objetivamente posibles a aquellas que no son incompatibles con las reglas semánticas, sintácticas y pragmáticas de nuestro lenguaje,
ya sea éste el lenguaje ordinario o ya sea cualquier lenguaje especializado no puramente formalizado.
Siguiendo con el supuesto, ¿qué ocurre si yo quiero entender que lo que mi vecino me promete es que me dará todo el dinero que yo necesite para llegar a fin de mes disfrutando de una vida cómoda y lujosa? Tanto mi vecino como cualquier conocido al que se le pregunte me responderán que no, que la promesa versaba sobre comida que yo pudiera necesitar, pero que de ningún modo tal cosa puede significar que me va a regalar dinero, y menos en la cantidad que sea de mi gusto. Mas si yo soy jurista, podré emplear toda una serie de recursos para transmutar, a modo de alquimia lingüística, lo que objetivamente mi vecino me podía estar prometiendo en lo que a mí me interesa que sea el objeto de su promesa. Y haré razonamientos de este calibre, tan frecuentes en la praxis jurídica: el fin de su promesa era aliviarme una necesidad importante, como es la de alimentación; yo tengo otras necesidades tanto o más importantes, como la de techo o cultura, por lo que, por la misma razón (o con más razón aún) que da sentido a la promesa de alimentarme, hay que entender que queda abarcada también la de pagarme el alquiler o darme para la entrada del cine. Habré realizado así un razonamiento analógico o uno a fortiori.
O de este otro tipo: a la promesa de mi vecino subyace la finalidad de ayudarme en mis cuitas, pues me aprecia y desea auxiliarme, y, dado ese fin, el mismo se cumple, y en tanta o mayor medida, si me paga el alquiler de la casa donde vivo, pues aunque tal cosa no esté comprendida en las palabras de su promesa, sí que lo estará en su intención al hacerla o en su mejor sentido objetivo de fondo. Habré llevado a cabo de esta forma una interpretación teleológica contra legem, con base en que los fines que en el fondo dan sentido a una norma deben contar más aún que las palabras con que la norma se enuncia. O podré decir que la promesa de mi vecino es aplicación del principio general de que se debe ayudar al necesitado, principio inserto en la constitución moral misma de nuestra sociedad, por lo que, en coherente aplicación de tal principio, mi vecino debe apoyarme no sólo con el alimento, sino también con otras cosas, como el pago de mi vivienda, pues no habría razón aceptable para circunscribir únicamente a lo primero su propósito de ayuda. Ahí andan los principios haciendo de las suyas.
Podríamos seguir un largo trecho con este juego de lo que un jurista sería capaz de tramar para convencernos de que el vecino le prometió mucho más de lo que le dijo que le prometía. Y el lector juzgará descaro del aprovechado que así argumentara y despropósito de sus argumentos. Pues bien, con esto llegamos a la gran pregunta que en este momento tenemos que tratar: por qué, si tales modos de interpretar y de argumentar las interpretaciones se consideran fuera de lugar y rechazables cuando se trata de una promesa, se admiten, en cambio, por tantos y con tanta alegría cuando se trata de dar significado a los enunciados normativos del Derecho.
Hemos visto en el ejemplo anterior que, frente a las interpretaciones objetivamente posibles del enunciado de la promesa, se contraponen y se hacen imperar las interpretaciones subjetivas que el beneficiario de la promesa quiere darle, si bien ese su querer, ese interés que lo guía al saltarse lo que de objetivo haya en el lenguaje de la promesa en cuestión, se camufla mediante argumentos de hermosas resonancias y considerable complejidad.
¿Pasa lo mismo en la práctica del Derecho cuando los jueces rebasan todo significado objetivamente posible de una norma, para presentar como significado debido uno que no cabe dentro de la semántica de sus términos, su sintaxis, su contexto normativo y la pragmática de su uso?
Sostenemos aquí que, cuando tal hace, el juez ya no interpreta una norma preexistente, sino que crea una norma nueva que, para la resolución del caso en cuestión, le gusta más o le parece mucho más justa que aquella otra que era inicialmente aplicable, bajo la que el caso podía subsumirse. Es decir, tenemos una norma N que, se interprete como se interprete, parece referida al caso C que tratamos; con cualquiera de las interpretaciones posibles de N, C resulta subsumible bajo N y a C habrían de aplicarse las consecuencias jurídicas previstas en N. Sin embargo, al juez le resultan inaceptables para C esas consecuencias de N y, por tanto, omite la aplicación de N a C. ¿Y qué hace? Pues crea para C una norma nueva, N´, de la que extrae una consecuencia para C que sí le agrada o tiene por justa y adecuada. No estamos hablando, por tanto, de la creación de normas para colmar lagunas, sino de la inaplicación de una norma que existe, está vigente y viene al caso y su sustitución por otra, pergeñada por el juez para el asunto, que no existía previamente. Todo lo más, habría –al menos en opinión del juez- lo que algunos autores llaman una laguna axiológica.
El argumento literal vale, precisamente, para delimitar cuáles son las interpretaciones posibles de un término o expresión normativa, no para justificar la elección de una de ellas,
si son varias. El argumento literal enmarca la interpretación, delimita el campo de juego de la interpretación, pero no resuelve la opción interpretativa, salvo si se trata de términos o expresiones con significado inequívoco o cuando el caso que se resuelve se inserta dentro del núcleo de significado de la norma o fuera de toda referencia posible de los términos y expresiones de esa norma. Revisemos todo esto con mayor detenimiento.
Tomemos una norma imaginaria que dijera así:
“Prohibido encerrar pájaros en los zoológicos”
Ese enunciado de la norma puede causar más de un problema de interpretación. Por ejemplo, es posible preguntarse si los zoológicos no pueden tener pájaros en modo alguno o si pueden tenerlos, pero no encerrados, sino sueltos. Pero aquí vamos a tomar como ejemplo el término “pájaros”. ¿Tiene dicho término algún grado de indeterminación que pueda producir problemas interpretativos? Seguramente sí. Tiene su zona de penumbra. Nadie dudará de que, a efectos de tal norma, los gorriones o los mirlos son pájaros. Si en el zoológico hay tres mirlos metidos en jaulas, no podremos discutir que aquella norma prohibitiva se vulnera. ¿Por qué? Porque, en nuestro idioma, nadie podrá razonablemente poner en duda que los gorriones o los mirlos son pájaros. Se trata de “candidatos positivos”, conforme a la terminología que ya conocemos.
¿Y los hipopótamos? Si el zoo alberga un hipopótamo, ningún hablante normal y razonable de nuestra lengua podrá defender que se está violando aquella prohibición. A nadie le entra en la cabeza que un hipopótamo se pueda clasificar entre los pájaros. Es un “candidato negativo”, el hipopótamo no forma parte, bajo ningún concepto, de la referencia del término “pájaro”.
Es un argumento literal el que nos ha dado la clave en estos ejemplos. Concretamente, se trata un subtipo del argumento literal, el argumento semántico. Es contrario a la semántica de nuestro idioma, en su uso actual, negar que el gorrión sea un pájaro o afirmar que sí lo sea el hipopótamo.
¿Y un pingüino? ¿Y un avestruz?
Depende. Ambos son aves. Cuando aquella norma dice “pájaros”, ¿se refiere genéricamente a las aves o solamente a las aves voladoras? Los pingüinos no vuelan; los avestruces tampoco. Así que, si hacemos la interpretación extensiva que, sin más, equipara “pájaro” a ave, estarán prohibidos en los zoos los pingüinos y los avestruces, además de gorriones, mirlos y todos los que, sin duda y se mire como se mire, son pájaros. Por el contrario, si realizamos una interpretación restrictiva y entendemos que “pájaros” se refiere, en la norma, a las aves voladoras, entonces no contravendría aquella prohibición la presencia de pingüinos o avestruces en el zoo.
Es un argumento literal (en su variante de argumento semántico) el que hemos usado para dar por sentado que la norma se aplicará a los gorriones y para excluir que pueda aplicarse su prohibición a los hipopótamos. Pero con un argumento literal estamos sosteniendo también que la norma tanto puede aplicarse como no aplicarse a los avestruces o los pingüinos, dependiendo de la interpretación que hagamos de la palabra “pájaros”.
¿Cuál de esas dos interpretaciones posibles (la restrictiva o la extensiva) será preferible o más conveniente?
Para contestar a esa pregunta ya no nos vale el argumento literal, pues con él lo que acabamos de sentar es, precisamente, que respecto de pingüinos o avestruces son posibles las dos interpretaciones, que hay dos interpretaciones posibles. Así que para justificar el inclinarse por una de ellas deberemos acudir a otros argumentos interpretativos (teleológico, sistemático, etc., etc.). El argumento literal, al marcar cuáles son las interpretaciones posibles o qué casos caen en la zona de penumbra, ha trazado el campo de juego en el que van a concurrir y van a competir, en su caso, los otros argumentos interpretativos.
Tenemos una nueva base para volver a la distinción entre casos fáciles y casos difíciles, en lo que a la interpretación concierne. Casos interpretativamente fáciles son aquellos que, al menos en principio, quedan resueltos con un mero argumento literal. Mientras que casos interpretativamente difíciles son los que no quedan resueltos con un mero argumento literal, sino que permiten opciones interpretativas y la preferencia por una de ellas tendrá que justificarse con ulteriores argumentos interpretativos.
Con arreglo a la diferencia que anteriormente establecimos, ¿se trata de un criterio interpretativo o de una regla interpretativa? Para las teorías iuspositivistas equivaldría a una regla y para las iusmoralistas, a un criterio.
Las doctrinas iuspositivistas de la interpretación entienden que lo que con el argumento literal se marca es un límite irrebasable para la atribución de significado a una norma por el intérprete. Ese límite se deriva de las reglas de la semántica, la sintaxis y el uso actual del idioma. Con el argumento literal señalamos cuáles son las interpretaciones posibles y delimitamos los significados entre los que el intérprete puede y debe escoger, sentando que no puede atribuir a la norma otro que resulte incompatible con la semántica o la sintaxis de los términos y enunciados de esa norma. Es decir, que aunque haya, por ejemplo, muy buenas razones finalísticas o de justicia o de defensa de algún valor moral para atribuirle a un león la condición de pájaro, si la norma dice “pájaros” no puede en modo alguno estar refiriéndose a leones y no se interpreta ni se aplica esa norma cuando el tratamiento que ella prevé para los pájaros se extiende a los leones. Si, por ejemplo, la norma dice que “Los pájaros y únicamente los pájaros están prohibidos en los zoológicos”, tal norma estaría excluyendo la prohibición para otros animales, para los que no sean pájaros. Aplicar la prohibición a los leones sería incurrir en una decisión contra legem y al decidir así no se habría interpretado la norma mencionada, sino que el aplicador habría creado otra contraria a aquella.
Las doctrinas iusmoralistas de la interpretación convierten el argumento de interpretación literal en un criterio más; o sea, en una de las referencias o pautas que el intérprete puede utilizar para atribuir contenido a un enunciado normativo, pero sólo uno más. Quiere decirse que también llaman interpretación a aquella asignación de significado a una norma para un caso en la que no se respeten los límites de la semántica, la sintaxis o el uso presente del término o expresión en cuestión. Que si, por ejemplo, el intérprete entiende que a efectos de esa norma y de las consecuencias que prevé, un león también es un pájaro, habría realizado igualmente una interpretación y la solución de ella derivada será correcta si la avala la justicia. Para los iusmoralistas, la regla suprema de la interpretación y aplicación del Derecho es la que impone el logro de la justicia para el caso o, al menos, la evitación de la injusticia grave para el asunto de que se trate.
El iusmoralismo puede admitir que se llame decisión contra legem u opuesta a la ley aquella que clarísimamente vulnera los términos legales, aquella que no acoge ninguna de las interpretaciones posibles, sino que hace decir a la norma lo que parece “imposible” que los términos de dicha norma estén diciendo. Pero eso no le plantea problemas, pues el iusmoralista diferencia entre lex y ius, entre la pura legalidad positiva (las normas positivas que hay y lo que ellas efectivamente o literalmente dicen) y el Derecho, siendo éste algo más que derecho positivo: la suma de derecho positivo más una serie de normas morales básicas, o de justicia, que condicionan la validez en general de las normas positivas o legisladas o que condicionan su aplicabilidad a ciertos casos.
Foto: JJBose
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