Por Juan Antonio Lascuraín

 

Sé que no es un buen momento para publicar esta entrada. La conmoción por la posible violación y asesinato de Diana Quer hace parecer insensible o insensata cualquier propuesta de limitación del castigo para los delitos más graves. Les puedo asegurar sin embargo que escribo desde la mayor empatía hacia los padres y hermana de la víctima y desde la más profunda antipatía hacia el acusado. Y que lo que pretendo es aportar racionalidad a una cuestión que nos atañe intensamente a todos: cómo reaccionar frente a los peores crímenes.

Ni la más severa de las penas imaginables puede enmendar el pasado. Desgraciadamente ningún juez va a devolverle la vida a Diana. A lo que sí debe aspirar, de la mano de buenas leyes, es a hacer lo posible para que tamaño delito no vuelva a cometerse. La pena no es un conjuro para corregir la historia sino una estrategia para que el futuro no sea tan malo. Solo en ello encuentra sentido el sinsentido de encerrar a una persona, pues “la libertad es lo que hace a los hombres sencillamente hombres” (Sentencia del Tribunal Constitucional 147/2000). Si no miramos hacia delante, si nos quedamos en que “se lo merece” o en que “el que la hace la paga”, la cárcel no será sino un mal que se sume al mal que generó el encerrado. Ya lo dijo Séneca, en boca de Platón: nemo prudens punit quia peccatum est, sed ne peccetur. Nadie que sea prudente castiga con penas porque se haya delinquido, sino para que no se delinca. Es esa eficacia la que debemos buscar. Y la que va a imponernos límites, porque penar más allá de lo que requiere esta función disuasoria no es más que “un derroche inútil de coacción” (STC 55/1996).

La necesidad preventiva de la pena y su propia esencia antilibertaria contiene así uno de sus frenos. El otro proviene de su coherencia con nuestros valores, con nuestra idea de la dignidad de la persona. Es un límite ahora de eficiencia o coste moral de la pena. La razón por la que no cortamos la mano al que roba; no azotamos al corrupto; no encerramos de por vida al violador o no matamos al asesino, por mucho que pudieran constituir penas eficaces, es la razón moral que nos mueve precisamente al castigo. Nosotros somos los buenos ciudadanos y los delincuentes son los malos ciudadanos. Pero dejamos de ser tan buenos y cedemos a su visión del mundo si nos acercamos a su manera de actuar, por más que lo hagamos reactivamente y con fines legítimos. Confío en no destripar una película que ya es un clásico contemporáneo, pero piensen en el final de El secreto de sus ojos, en el que tanto como el asesinato precedido de violación nos conmueve el encierro de por vida de su autor.

Si al final se prueba la peor de las sospechas, castiguemos con toda la severidad necesaria al tristemente famoso Chicle, pero apliquemos a dicha pena los límites que hacen de la nuestra una sociedad decente. Y el problema aquí, y en la mesa del Tribunal Constitucional, es si es decente la prisión permanente revisable: una pena inicialmente de por vida que podría acortarse a partir de los veinticinco años de prisión – a partir de los treinta y cinco en los casos más graves – y dar lugar a un periodo de hasta diez años de libertad condicional si se puede fundar “la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social” (art. 92 del Código Penal). Si logramos rascar la densa capa de emociones que irremediablemente generan los horrendos delitos a los que responde, nos plantearemos, quizás, que estamos ante una pena insoportablemente imprecisa y posiblemente de por vida, cuya duración además no depende ya de lo que el delincuente hizo, sino de lo que el delincuente es, o de lo que un tribunal penal, apoyado por especialistas, dicen que es, a pesar de que lo que precisamente subrayan los especialistas es la dificultad de pronosticar el comportamiento humano: la elevada probabilidad de los “falsos positivos”, de perpetuar el encierro de una persona a pesar de su falta de peligrosidad. Y nos encontraremos también con una pena difícilmente conciliable con el mandato constitucional de resocialización: ¿quién es el que sale de la cárcel, si sale, después de al menos veinticinco años de incierto encierro?

Hasta la reforma del Código Penal del 2015 que introdujo la prisión permanente revisable, considerábamos intolerable que la pena fuera indeterminada: por grande que fuera su delito y su pena, el reo tenía derecho a saber qué día saldría de prisión. Y, con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, acordábamos que el riguroso encierro hasta la muerte constituía una de las líneas rojas que los derechos humanos no permitían traspasar. Se dirá, con razón, que es revisable: que solo es posiblemente de por vida. De acuerdo. Pero, ¿toleramos entonces una pena que será a veces inhumana? ¿Deja de ser inhumana una pena aunque pudiera imponerse porque podría no imponerse? ¿Podríamos acaso aplazar y someter a condición la tortura como pena, o la pena de muerte, y obviar su crueldad so pena de crueldad condicionada?

No sé si la razón entiende de simetrías históricas, pero no está de más recordar los motivos que condujeron al legislador de 1928, en tiempos bastante menos sensibles con los derechos de los condenados, a abolir la prisión permanente revisable, con nombre entonces de cadena perpetua: «permitir a la legislación española, tan calumniosamente tachada de cruel, ocupar puesto de honor entre las más humanitarias».


* Una versión reducida de esta entrada se ha publicado en El País, 13 de febrero de 2018, p 14, con el título “¿Prisión permanente revisable?”

Foto: Fuencisla Lorente, muro en Jerusalén