Por Gonzalo Quintero Olivares*

 

La ocupación de viviendas ha adquirido tal dimensión problemática que, hasta la fiscal general del Estado, en su intervención en el acto de apertura del año judicial, ha anunciado la puesta en marcha de medidas para luchar contra un fenómeno delictivo creciente. De esas palabras se deducen dos cosas: la conciencia de que la ocupación de viviendas es una acción delictiva y el reconocimiento de que no se combate adecuadamente. Algo es algo, y hay que esperar a la traducción de esas preocupaciones.

La Fiscalía unificará los criterios de actuación frente a la okupación

Fuera de duda está que la situación de desamparo de quien no tiene techo que le proteja genera un deber al Estado social, pero que no puede cargarse a la espalda de particulares. En esa línea son lamentables las incitaciones abiertas o tácitas, en todo caso, demagógicas, de algunos grupos políticos que señalan la tenencia de viviendas vacías como una especie de crimen contra la sociedad, y también hemos podido ver la resistencia de algunos munícipes a ordenar desalojos bajo la influencia de esa ideología. En algunos casos se ha podido oír a responsables políticos decir que la ocupación por razones sociales es «legítima», lo cual no deja de ser una provocación para delinquir.

Con ello no pongo en cuestión la corrección de medidas legislativas que fuercen a facilitar alquileres hasta hacerlos asequibles, pero lo que no cabe es la expropiación revolucionaria, que se quiere justificar bajo el argumento de que el propietario, si no reside en esa vivienda, es necesariamente, en una u otra manera, un vampiro social. Si la Administración estima que un inmueble no utilizado debe ser expropiado, que proceda a ello, determinando su justiprecio, y siguiendo el correspondiente procedimiento, pero otra cosa no cabe.

En el ‘fenómeno okupa’ están presentes desde las manifestaciones más desgarradoras de la pobreza y la desesperación, hasta los abusos delictivos más repudiables. Dejando, provisionalmente, el problema del tipo de respuesta a dar a cada situación, lo primero que ha de aceptarse es que la adquisición de una vivienda por la vía fáctica de la invasión es en todo caso ilícita, y nunca puede transformarse en una especie de modo de adquirir la propiedad ‘ipso facto’, y sostener lo contrario sería lo mismo que aprobar el derecho de conquista.

Aceptado eso se puede entrar en las diversas dimensiones de un problema que se ha agrandado hasta transformarse en drama social y jurídico, pues las ocupaciones ilegales crecen y algunas se prolongan durante años. Como tal problema lo primero que provoca, como siempre sucede en España, es la reclamación de urgentes cambios legales, sin señalar cuál es el agujero por el que se cuela la impunidad e inevitabilidad de esos hechos. Ni las leyes civiles ni las leyes penales están del lado del ‘okupa’, en ningún caso, pero algo pasa para que se exijan reformas legales.

Cuando se leen crónicas de las desventuras de un propietario para recuperar su vivienda, en situaciones límite, como la anciana cuya vivienda fue ocupada mientras estaba hospitalizada por un ictus, y que tardó bastantes meses en poder regresar a su casa, o cuando se tiene conocimiento de la existencia de grupos organizados que ocupan y cobran por ‘desokupar’, negocio limpio de polvo y paja, no puede extrañar que hayan surgido empresas especializadas en ‘desokupación’, que seguramente prestan sus servicios cometiendo delitos de coacciones, o que en el mercado se ofrezca, como un producto normal y necesario, el seguro anti-ocupación, incluyendo la defensa en juicio, porque hay que prever, como regla, que la recuperación de la propiedad es, por definición, un problema complicado.

Ante ese panorama se buscan defectos de las leyes, y no hay tantos. Comenzando por las leyes penales, la ocupación de una vivienda habitada, sea primera o segunda residencia, constituye delito de allanamiento de morada, y, acreditada la condición de propietario o inquilino, la policía puede actuar sin necesidad de que un juez lo ordene. Cuestión distinta es que sea difícil acreditar esa condición (por ejemplo, porque la vivienda aparece inscrita a favor de una Sociedad o de una persona fallecida de la que el inquilino ha de ser heredero). Pero si se trata de una vivienda no habitada, surgen problemas, pues se estima que tratándose solo de un delito de usurpación de bien inmueble ya no es posible la actuación policial directa, sino que es preciso aguardar al fin del proceso.

Que un bien «ocupado pacíficamente» resulte de difícil venta, y que pueda deteriorarse irremisiblemente, no parece ser cuestión preocupante, ni tampoco que los ocupantes se provean de electricidad mediante peligrosos pinchazos en la red, que han causado más de una tragedia. El problema es que, al tratarse de un delito leve, sucesor de las antiguas faltas, se concluye que no es posible ni la detención ni el desalojo coactivo, pero esa es media verdad, pues cabe perfectamente una orden de desalojo cautelar sin esperar a la finalización de un procedimiento. Pero, y ahí surge uno de los puntos álgidos, eso dependerá de los ritmos de cada juzgado. Claro está que también puede ocurrir que haya problemas asociados, como puede ser la presencia de niños o personas vulnerables. Eso exige una intervención social de la Administración, pero no es una justificación para permitir la ocupación.

Algunos opinan que la ocupación pacífica de inmuebles que no están habitados no debiera resolverse nunca a través del derecho penal, sino por las vías que ofrece el derecho civil, que son más de una: el desahucio del precarista (el okupa), el interdicto de recuperar la posesión o la acción de protección de los derechos reales inscritos. Pero dos problemas surgen: la duración del proceso en la jurisdicción civil, indeterminable a priori, y la mayor o menor diligencia del propietario, que puede ser un banco o un fondo buitre, que puede no ser consciente de la situación que, en cambio, soportan impotentes los vecinos, que no pueden acudir a las vías civiles, salvo, en este caso, sí, que se cambien substancialmente las leyes.

Vivimos malos tiempos, y pueden empeorar, pues los niveles de pobreza desgraciadamente van a aumentar. La responsabilidad de hacer posible el derecho a la vivienda es de la Administración, que dispone de instrumentos jurídicos como la expropiación, legislativos y políticas promocionales. La contribución del sistema judicial es crucial, y se centra en una idea: la rapidez, que tanto cuesta. Pero lo peor que puede pasar es ofrecer la imagen de que la ocupación de viviendas en España es pan comido. Esa imagen genera un efecto llamada y, por lo tanto, es criminógena, y su corolario, no se olvide, es la vía de hecho y la violencia.


* Publicado en El Confidencial el 9 de septiembre de 2020

Foto: Manuel María de Miguel