Por Gonzalo Quintero Olivares

 

La belle Ferronnière

El reciente incidente, cuasi internacional, con motivo de la prohibición de entrar en Australia al tenista serbio Djokovic, desató toda clase de argumentos en contra o a favor (la mayoría) de la decisión australiana. La mayoría estimó que se tenía que rechazar la presencia de un posible transmisor de la enfermedad, pues ni se había vacunado ni pensaba hacerlo. Dejemos de lado el suceso concreto y retengamos lo principal: el potencial portador de una enfermedad ha de ser controlado y, si viola esos controles, debe incurrir en responsabilidad o ser excluido de la convivencia normal.

De nuevo estamos ante una constante en la humanidad: el miedo a las plagas o a los contagios, que en la historia llevó a toda suerte de excesos y marginaciones, como las de leprosos, apestados y otros. Solo que los miedos se expanden en el siglo XXI, pasando por encima del sentido común y jurídico.

En el derecho penal, y en la cultura que lo rodea, el tema es antiguo, y me refiero a la responsabilización del portador seguro o posible de una enfermedad.  En estos últimos años hemos conocido enfermedades difundidas sin control, que han causado cientos de muertes. Quiero recordar, no por importancia sino por cronología, el SIDA y, por supuesto, la COVID, que es el tema de arranque de estas notas. En relación con ambas tragedias se han planteado muchos problemas sociales, culturales, sanitarios, pero también jurídicos y jurídico-penales. De entre estos últimos quiero traer a escena las discusiones o debates sobre la responsabilidad del portador de una enfermedad transmisible a las personas, que intencionadamente, o por negligencia, o por inconsciencia, oculta ese hecho en su relación con los demás, dando lugar, tal vez, a la transmisión de la enfermedad y, eventualmente, a la muerte de otra persona, sin entrar en si esa consecuencia la previó, no la previó o le fue indiferente, o, peor aún, deseó que se produjera el contagio.

El tema no es nuevo, y casos históricos, aunque sea entremezclados de verdad y de fantasía, tenemos, colocando en cabeza, como curiosidad, la historia de la Belle Ferronnière y Francisco I de Francia. Según se cuenta (sin pruebas), el Rey era un gran ‘conquistador’, y se prendó de una dama casada con un abogado o comerciante de París apellidado Ferron, de donde venía el apodo de la señora, que sucumbió a los encantos del monarca. Como es lógico, al marido le sentaron mal los cuernos y, desesperado en busca de una venganza imposible, pues no podía osar alzar la mano contra el Rey, ideó una vía complicada pero que garantizaba su impunidad: comenzó a frecuentar burdeles con el deseo de contraer la sífilis, cosa que consiguió. El paso siguiente sería tener relaciones con su esposa a fin de transmitirle la enfermedad para que ella, a su vez, contagiara al Rey. Y, efectivamente, Francisco I murió en Rambouillet el día 31 de marzo de 1547, víctima de la sífilis.

Establecer una relación de causalidad entre las visitas a los burdeles del Sr. Ferron y la muerte del Rey es, jurídicamente, imposible, aun dando por cierta la historia. El Rey tenía una amplia nómina de amantes, por lo que el contagio pudo haberlo causado otra, pero, y eso es lo más importante, Ferron no podía prever el curso causal que había de conducir a la muerte, otra cosa es que lo deseara, pero con eso no se podría (hoy) construir una imputación penal, que exige la posibilidad de controlar el curso que conduce al resultado, lo que en el caso comenzaría por la efectividad de la relación sexual entre su mujer y el Rey, además de que tampoco se podía asegurar la producción del contagio y la muerte como  consecuencias seguras.

Sea como fuere, ahí queda la leyenda, que se inscribe en la extendida convicción de que las relaciones sexuales, especialmente la prostitución, pero no solo ella, son fuente de transmisión de enfermedades, que durante mucho tiempo se llamaron venéreas en evocación de Venus, diosa del amor. Y, por cierto, que nadie crea que las costumbres de Francisco I eran solo cosa de los franceses. El católico rey Felipe IV de España también contrajo la sífilis, fuera a través de una amante o fuera en cualquier burdel de los que frecuentaba. Esa sífilis la transmitió a sus dos sucesivas esposas, las reinas Isabel de Borbón y Mariana de Habsburgo, y posiblemente contribuyó a la alta mortandad entre su descendencia y a la sífilis congénita que padeció su hijo Carlos II.

 

La propagación de enfermedades contagiosas como delito

El derecho penal español entró en el tema hace muchos años, pues se encuentran precedentes en el primer Código de 1822, que castigaba la introducción y propagación de enfermedades contagiosas y la ‘evasión de los lazaretos’. Pero sería el CP de 1928, de casi efímera vigencia, el que expresamente introduciría el delito de contagio venéreo, como delito contra la vida y la salud. El delito no entraría con fuerza hasta la reforma de 1958 del CP de 1944, que habría de estar en vigor hasta la llegada del CP de 1995, recogido en el artículo 348 bis del anterior Código, que castigaba al que «maliciosamente propagare una enfermedad transmisible a las personas».

Pese a su larga vigencia, el delito nunca fue aplicado, lo que no debe extrañar si se repara en su defectuosa formulación técnica, en especial por establecer dos elementos centrales, uno subjetivo (maliciosamente, con lo que cerraba la puerta a la imprudencia y al dolo eventual) y otro objetivo (propagar, no solo transmitir), que lo hacía inviable. La doctrina de la época señaló, críticamente, que el legislador se había equivocado al no configurar un tipo que castigara a quien actuara en sociedad con total indiferencia hacia el hecho cierto de saberse contagiado por una enfermedad contagiosa.

La crítica es respetable, pero no lo es tanto el que esa conducta merezca ser considerada delictiva, y con motivo de la COVID es obligado repensar lo que se ha dicho en esta materia antes de la pandemia. No creo que esa reflexión la hiciera el legislador de 1995, pero el hecho es que el Código actual no contiene ningún delito de puesta en peligro de la salud a través del contagio, por lo que los casos en que se pueda demostrar la relación entre contacto y transmisión efectiva de enfermedad tienen que ser reconducidos a la disciplina común de las lesiones o del homicidio.

En el caso del VIH o SIDA la calificación penal para los casos en los que el portador del virus había ocultado ese hecho, se llevaron al ámbito de las lesiones dolosas o imprudentes (art,147 y ss. CP), aprovechando que, en nuestro derecho, el delito de lesiones no tiene medios necesarios o legalmente determinados por lo que vale cualquier modo de causar la lesión, y entre eso modos está el contagio, por supuesto, pero sin olvidar que todos los casos planteados, unos en vía penal y otros como reclamación civil de indemnización, presuponían que había existido una relación sexual y que el VIH se había transmitido a la otra persona.

Presidiendo todo ese razonamiento jurídico se situaba un deber: el que tenían los portadores del virus de informar de ello a cualquiera que se relacionara con ellos, pensando, como es lógico, en el derecho de la otra persona a ser informado en orden a aceptar o rechazar el riesgo inherente a una relación sexual, o, simplemente, a un contacto físico, como pudiera sr la práctica de un deporte que comportara roces físicos más o menos significativos.

A partir de ese planteamiento se ha aceptado, por un muy minoritario sector doctrinal, que es posible castigar a quien haya mantenido una relación sexual portando el VIH (enfermedad que aún no ha sido vencida) incluso en el caso de que de ello no se haya derivado la transmisión. Esa “extensión” del ámbito de lo punible solo puede entenderse como consecuencia de dar cabida a una particular manera de incluir la idea de precaución, “extremando la prudencia” hasta el extremo de considerar delito imprudente la mera ocultación de la posibilidad de ser portador del VIH, aunque sea imposible demostrar o comprobar el contagio, pues puede haber situaciones ‘latentes’ en las que éste no se haya manifestado, pero pese a eso el hecho se incluiría también en el ámbito de lo punible, conclusión inaceptable. Si se puede comprobar, con los medios propios del estado actual de la ciencia, que no se ha producido contagio alguno sería excesivo dar entrada al derecho penal solo por no haber informado de la condición de portador del virus, pues el de lesiones es, no se olvide, un delito de resultado, y la infracción del supuesto deber de informar no tiene cabida legal alguna.

Por otra parte, y no es cuestión menor, están las consecuencias del derecho fundamental a la intimidad, y eso conlleva una dificultad severa: obligar a las personas portadoras del VIH (o de cualquier otra enfermedad) a dar cuenta pública de esa circunstancia. Esa idea fue recogida por el TS en S.528/2011 de 6 de junio, pero ese mismo fallo subrayaba que el portador del virus, aun no teniendo el deber de comunicarlo, si tenía la obligación de tomar precauciones para evitar el contagio, y la calificación de imprudencia derivaría de la falta de ese cuidado, no de haber ocultado la condición de seropositivo.

Cuando llegó el COVID, con sus sucesivas olas también se plantearon hipótesis de responsabilidad penal por contagio. El razonamiento era similar al que en su momento se había hecho para sustentar la responsabilidad por contagio de VIH, incluyendo ideas que, como he dicho antes, no son fácilmente aceptables, como la de que aquellos que están contagiados no pueden actuar ocultando ese hecho a quienes tienen relación con ellos y sin tomar medida alguna de prevención, porque eso supone la creación de un riesgo que la otra persona tiene derecho a aceptar o rechazar. En consecuencia, si la otra persona contrae la enfermedad se podría plantear la imputación de unas lesiones o, incluso, un homicidio en caso de fallecimiento, todo eso teóricamente.

 Digo que eso es solo en teoría porque son muchos los obstáculos que se alzan en contra de tan ‘clara’ explicación, comenzando por las severas dificultades que encierra la mínima demostración de que ese contacto y no otro ha sido el causante de la contracción de la enfermedad. Hay que tener en cuenta, y esa es una gran diferencia respecto de lo que sucedía con el VIH, que la transmisión de la COVID no requiere de contacto físico, lo cual multiplica el número de posibles transmisores. A ello debe añadirse, según hemos aprendió, que también influyen factores como la edad o el estado de salud.

Partiendo de esas características del posible contagio, la configuración de un contagio intencional resulta difícil, por imposibilidad de control sobre la causalidad. Pero es que esa misma dificultad se alza en relación con la imputación de imprudencia, salvo que se quiera recuperar parte de la vieja regla del versari in re illicita en la imprudencia y se sostenga que, si ha habido un contagio, y se identifica al posible transmisor, éste podrá ser directamente acusado de ser autor de un delito imprudente, por supuesto, despreciando toda la construcción dogmática y jurisprudencial de la imprudencia.

Claro está que la prueba y la imputación del contagio resultan muy difíciles, pero precisamente por eso se ha ido cargando la mano en el otro aspecto previo de la cuestión: la posible condición de portador de la COVID, que se supone, sin certeza – y menos para acusar – más posible en los no vacunados, y, durante un tiempo que parece superado (todo puede regresar) y también en los que no reunían las condiciones para obtener el pasaporte COVID.

Por supuesto que todo esfuerzo de prevención ha de ser bienvenido, a la vista de las trágicas consecuencias que ha tenido la pandemia. Pero conviene no desarbolar todo el sistema de derechos y libertades, pues, al fin y al cabo, si se trata de exigir que la ciudadanía pueda saber quién puede ser portador, por alguna de las razones apuntadas, no hay razón alguna para limitarse a la COVID, y no extender el ‘prudente conocimiento’ a otras muchas dolencias contagiosas, que tampoco requieren contacto físico, como puede ser la gripe, que también anota su cuenta de fallecidos en cada temporada sin que nadie controle quien se ha vacunado y quién no, o la tuberculosis, que por desgracia no ha desaparecido.

Esperemos que prevalezca el buen sentido en la ponderación de las relaciones entre el interés general y los derechos de las personas.