Por Pablo Salvador Coderch

Estudiantes protestan al filo de la primavera contra las tasas académicas. Es un ritual acordado tácitamente con mi universidad, la Universitat Pompeu Fabra. Los huelguistas anuncian un día de huelga y, en su víspera, la universidad retira las máquinas de fotocopias por si los desperfectos. Al filo de las ocho de la mañana siguiente, la muchachada bloquea con sillas y mesas los accesos a los centros, los bomberos no aprobarían una maniobra que dificulta la salida del edificio en caso de incendio o de algo peor, pero qué le vamos a hacer: suelen dejar libres un par de entradas discretas, casi ocultas. El pacto, más antropológico que jurídico, incluye tolerar el empapelamiento de las cristaleras de la sucursal bancaria del campus, acaso también su pintarrajeo (“Fuera bancos de la Universidad”), pero no su destrozo y, hacia el mediodía, la performance concluye seria y ceremonial. La vida sigue.

En Cataluña, los contribuyentes pagamos la mayor parte de los costes de los grados, las tasas académicas de la carrera de derecho cuestan unos 7.000 euros para los cuatro cursos, luego está el precio del máster obligatorio de acceso a la abogacía que puede ser otro tanto, 7.000 euros más.  Por último, durante esos cinco años hay que vivir, otros 30.000 euros, si el estudiante es un hómoios espartano. Los hómoioi –los iguales- detestan el máster y también rechazan los grados de tres años, pues suponen que les irán a cobrar los postgrados a precio de máster.

Las tasas de los grados estrictos recaudan en Cataluña unos 75 millones de euros cada año. Sus defensores aducen argumentos varios, tales como que los graduados universitarios son mayormente hijos de la clase media, sufrirán menos del paro que los no graduados y ganarán más dinero que ellos. Añaden que hay muchas becas o que aquí se pagan menos impuestos que en Suecia. Llevo más de cuarenta años en la universidad pública y nunca me han convencido, pero en vez de entrar al trapo, voy a proponer dos

maneras sencillas de reducir el coste de los grados y un sueño

Una es reducir la tasa de abandono universitario, en torno a un 20%, aunque la mitad es por cambio de carrera. Disminuiría si hiciéramos reflexionar a los bachilleres sobre la carrera que eligen por el procedimiento de mejorar los exámenes de acceso, adaptándolos al estudio elegido. En derecho se podría probar una versión endulzada del LSAT (“Law School Admission Test”) americano.

Otra manera fácil de reducir los costes de los estudios de derecho es suprimir la obligatoriedad del máster de acceso a la abogacía. Se trataría de sustituir el tosco examen final actual –un test de 75 preguntas- por una prueba tipo MIR, que siempre ha funcionado bien en medicina sin necesidad de ningún máster obligatorio –como tampoco lo son para presentarse a las oposiciones a los altos cuerpos jurídicos del Estado-. Suprimida la obligatoriedad, surgirían preparadores más económicos y las universidades se esforzarían en competir con ellos.

Efecto secundario benéfico de ambas medidas consistiría en que, publicadas las notas agregadas de los exámenes de selectividad y de máster, los candidatos a estudiar en esta o aquella universidad podrían escoger entre las que mejores resultados hubieran obtenido. Y las universidades, por su parte, se espabilarían en el acto por mejorar. Recuerdo ahora el escozor que los resultados publicados del magro test de las 75 preguntas provocó hace unos meses en la facultad de derecho de una universidad catalana: estoy cierto de que este año habrá mejorado. Así actúa el bálsamo de la transparencia.

Sé de sobras que ambas medidas son difíciles de conseguir. La universidad, que ya ha tenido en Cataluña a un Andreu Mas-Colell, necesita ahora a un Deng Xiaoping. No se le ve venir.

Pero si se le viera llegar, hay una tercera reforma -en la cual ahora solo puedo soñar- para mis hijos o mis nietos: derecho es una carrera fascinante de postgrado. Y se puede estudiar en tres años. Sumada entonces a estudios previos o simultáneos de economía, filosofía, relaciones laborales, criminología, ciencia política, ingeniería, etc. prepara a juristas envidiables. Los actuales dobles grados de derecho con otra carrera han mermado desde que el máster de acceso a la abogacía es obligatorio. Si incrementáramos la optatividad y la posibilidad de combinar dos grados de tres años, derecho, que hoy convoca a 115.000 estudiantes en toda España, sería una carrera extraordinaria. A veces cargamos con costes innecesarios y discutimos aspectos muy secundarios de las políticas universitarias. Como las tasas.


Foto: Facultad de Derecho. Universidad Pompeu Fabra. Barcelona