Por Alfonso García Figueroa

 

A la búsqueda de la indefensión jurisdiccional. Un precedente

Uno de los argumentos esgrimidos contra el positivismo jurídico del siglo XX fue el llamado “argumento de la indefensión” (Wehrlosigkeitsargument). Según este argumento, el positivismo jurídico habría dejado inermes a los jueces alemanes ante las leyes del llamado “Tercer Reich”. El argumento quizá sea discutible por diversas razones; pero, al fin y al cabo, si aquellos jueces aceptaron de buen grado que “el Derecho puede tener cualquier contenido” (nos dice Kelsen en el § 28 de la primera edición de 1934 de su Reine Rechtslehre); entonces nada pudieron objetar a la validez y consiguiente aplicabilidad de las normas jurídico-positivas más radicalmente injustas del nacionalsocialismo. De ahí a veces se ha concluido precipitadamente que sin juspositivismo, no habría habido holocausto; lo cual es mucho suponer. No pretendo detenerme aquí en los entresijos de este apunte histórico, que sólo pretende servir de pie para formular alguna reflexión sobre los planteamientos de ciertos juristas progubernamentales (los siervos de la glosa los llama Pablo de Lora) que, con kelseniana impostura, tratan de dejar argumentativamente inermes a nuestros jueces frente a una medida tan absurda e irracional como la contenida en la Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña.

 

Nuestros juristas áulicos redescubren el Derecho y el formalismo jurídico

Bien pensado, nos hallamos ante todo un avance. Que, una vez alcanzado el poder, ciertos planteamientos políticos hayan prescindido, siquiera por el momento, del recurso a la violencia de su militia armata (ETA, CDRs) para confiarse a una militia litterata compuesta por juristas áulicos es señal de algún progreso moral; pero también (justo es decirlo) de cierto pragmatismo. Hoy desarmar argumentativamente y desacreditar periodísticamente a los jueces resulta ser la vía más efectiva para derrocar todo un régimen, el llamado peyorativamente régimen del 78.

Naturalmente, a estos juristas progubernamentales la indignación que ha desatado esta escandalosa proposición del Grupo Socialista del Congreso les parece antidemocrática (así tachan toda objeción supuestamente contramayoritaria) y pura demagogia. Quizá por ello respondan a menudo estos juristas orgánicos con un tono distinguido, erudito, profesoral, contenido; pero también legalista: ¿A qué objetar el explícito y noble propósito de la amnistía de asegurar la convivencia en paz en Cataluña? ¿Y cómo rechazar entonces la providencial investidura del señor Sánchez Pérez-Castejón para guiar a su pueblo y disipar las tinieblas de la derecha, “a cuyo pesar llegaron la Constitución y la democracia a España”? ¿Acaso no se han seguido escrupulosamente todos los procedimientos indicados por el Derecho para presentar esta Proposición de Ley? Como vemos, a nuestros juristas áulicos esa contenida asepsia kelseniana, ese estricto punto de vista jurídico, les resulta hoy de lo más conveniente para dejar inermes a los juristas no progubernamentales en general (la inmensa mayoría) y a los jueces en particular frente a un conjunto de medidas que son evidentemente inicuas y jurídico-positivamente más que cuestionables, al menos mientras vivamos bajo un Estado constitucional.

Dejo para otro momento la primera atención con Kelsen que le dispensa la exposición de motivos cuando adopta el kelseniano principio de prohibición (todo lo que no está prohibido, está permitido) y que se traduce en la tesis de que la amnistía es plenamente constitucional porque la Constitución no la prohíbe explícitamente. Baste por ahora con decir que no parece que a la Constitución “se le olvidara la amnistía” y a cambio, echemos un vistazo al neoformalismo de moda entre los juristas progubernamentales.

 

Los populistas schmittianos exigen formalismo kelseniano a los juristas

Al hilo de algunas consideraciones previas y sin entrar en otros detalles psicológicos sobre la nada misteriosa mutación de tantos juristas progubernamentales (aficionados desde sus años mozos a aproximaciones tan poco kelsenianas como las de los Critical Legal Studies o el Uso Alternativo del Derecho) aquí desearía denunciar concretamente la llamativa contradicción que supone en esa nueva militia litterata (y de maneras políticamente schmittianas) reclamar de sus pares no progubernamentales, en general, un ciego legalismo; y de los jueces, en particular, una neutralidad kelseniana que deje inerme a nuestro Estado constitucional. Inerme frente a una serie de decisiones legislativas, que vulneran tanto los más elementales principios del Derecho; como también los mínimos requerimientos de la racionalidad práctica. Veamos ahora con algo más de perspectiva cómo la política populista gubernamental (decisionista y schmittiana) busca la complicidad contra natura de estos nuevos juristas kelsenianos.

 

Populismo y legalismo, una relación insospechada

Como vemos todos los días, son al menos tres las estrategias del populista instalado en el poder y hoy son lamentablemente reconocibles en la acción política de numerosos gobernantes, entre quienes destaca con luz propia el actual presidente del Gobierno. Esas tres estrategias son, según Jan-Werner Müller: la colonización del Estado, el clientelismo en masa y la legislación discriminatoria.

La colonización de los poderes del Estado por parte del gobernante populista supone, entre otras cosas, copar con sus propios representantes y simpatizantes todos los poderes y la Administración pública. Se trata de desintermediar la relación entre el líder y su pueblo al tiempo que se laminan controles (en especial los jurisdiccionales) hasta anular de raíz el propio Estado de Derecho. No otra cosa implica la desjudicialización de la política tan anhelada por el redactor de la exposición de motivos de la Proposición de Ley Orgánica de amnistía.

En segundo lugar, el clientelismo en masa supone comprar votos de territorios, grupos o ciudadanos mediante transferencias de renta o capital. Por ejemplo, condonar 15.000 millones de euros a una comunidad autónoma, pero también procurar bonos culturales a quien alcance la edad para votar al Gobierno que promueva tales medidas.

Pero ahora interesa especialmente la tercera medida. Legislar discriminatoriamente presupone, en fin, una concepción schmittiana de lo político. Es decir, supone concebir el antagonismo como la esencia de la dinámica política y asumir la oposición entre amigo y enemigo como la dicotomía distintiva del ámbito político donde se gestan las leyes. A su vez, concebir el antagonismo como el estado natural de la vida política supone excluir por anticipado todo acuerdo y todo consenso (el constitucional inclusive). Nada mejor entonces que alzar un muro (Sánchez dixit) frente a un supuesto enemigo del pueblo, que no es otro que el conjunto de individuos y grupos discrepantes, representados en el Parlamento por los partidos de la oposición. Por supuesto, que Schmitt defendiera sustancialmente una política nacionalsocialista no es obstáculo para desarrollar una política de izquierdas bajo esa concepción de lo político. En cuanto ideología delgada, el populismo en general puede albergar ideologías gruesas tan distintas como el fascismo o el comunismo. De ahí que una apologeta del populismo de izquierdas tan señalada como Chantal Mouffe pudiera declararse cómodamente schmittiana contra Schmitt, es decir, schmittiana en lo político (en las reglas del juego) contra la específica política nacionalsocialista de Carl Schmitt.

 

La proposición de Ley de amnistía como legislación discriminatoria

La Proposición de Ley Orgánica de amnistía es un ejemplo paradigmático de legislación discriminatoria sobre bases schmittianas, puesto que crea una casta de amigos privilegiados e inmunes al jus puniendi del Estado a cambio de un puñado de votos imprescindibles para la investidura de quien se tiene por auténtico representante del verdadero pueblo. La posibilidad de recurrencia de la medida anuncia lo que Juan Antonio Lascuraín ha propuesto denominar ingeniosamente una “amnistía permanente revisable”.

La Ley asume, así pues, una división nítida de la población entre el genuino pueblo y sus enemigos. Esta pulsión divisiva se manifiesta en un perpetuo soliviantar al demos hasta decantar en él ese auténtico pueblo, constituido por facciones francamente diversas (e.g. PSOE, Sumar, Podemos, Junts, ERC, PNV, EHBildu, etc.) tanto hacia el exterior como hacia el interior. Ad extra el pueblo se constituye por su fiel oposición al enemigo (e.g. la llamada genéricamente ultraderecha de PP y Vox). Ad intra se aglutina a partir de justificaciones más o menos superficiales que configuran las famosas cadenas equivalenciales laclavianas en torno a significantes vacíos como pueblo, igualdad, progresismo, feminismo o democracia. Como el propio Laclau indica, la extrema flexibilidad de estos significantes vacíos sirve a esa necesidad (convertida hoy en virtud), que es mantener la cohesión interna del auténtico pueblo y mantener a sus supuestos representantes en el poder a toda costa. Y en efecto, la célebre estructura Frankenstein creada en el Gobierno ilustran claramente esta estrategia consistente en adulterar nuestra democracia deliberativa a fin de convertirla finalmente en una democracia meramente agregativa, donde el pueblo queda reducido a su (raquítica e inestable) mayoría progresista.

Si en toda amnistía “habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad” (Lascuraín), la peculiar sinrazón populista domina especialmente la presente proposición de ley de aministía: por su propia naturaleza, las medidas de gracia exigen cierto consenso; pero es tal consenso lo que se excluye precisamente desde un planteamiento populista y schmittiano. Por su propia naturaleza, las medidas de gracia representan injusticias en abstracto que sólo se justifican por aspirar a un mayor nivel de justicia en concreto; pero es justamente la justicia entre ciudadanos y entre territorios lo que vulneran en todos los órdenes tanto la Ley de amnistía como el resto de las medidas pactadas. Por su propia naturaleza, las medidas de gracia son una salida pragmatista y particularista a un muy específico problema de justicia transicional; pero todas las partes involucradas en la aprobación de la Ley de amnistía en nuestra amenazada normalidad constitucional (que poco tiene ya de transicional tras más de cuarenta años) saben que su presunto objetivo (zanjar de una vez por todas el llamado “problema catalán” y asegurar así la convivencia en paz) es lo primero que una de las partes del pacto abiertamente excluye de su compromiso con un sonoro ho tornarem a fer!, mientras la otra parte aplaude la pantomima para mantenerse en el Gobierno de la Nación a toda costa.

 

La parábola del jicarazo y la importancia del contexto histórico y social

De lo indicado se infiere, por encima de todo, la importancia de subrayar la unidad de propósito en que se inspiran todas las medidas pactadas por Sánchez con sus socios independentistas. Y ello porque sólo bajo tal unidad de propósito cabe evaluar la Ley de amnistía. Dar a beber a un anciano muy débil una jícara de chocolate caliente pudiera parecer algo más bien saludable y es fácil ridiculizar por exagerado a quien afeara lo que aparenta ser la benévola atención con un ancianito. Darle esa jícara cada día con el fin de provocarle a medio plazo la muerte a causa de un coma diabético ya es otra cosa (al parecer el jicarazo fue una práctica que se extendió antiguamente por tierras leonesas para reducir el sobrecoste que el mantenimiento de las clases pasivas presentaba en cualquier aldea). Lo que, en definitiva, quiero decir es que, en términos políticos, el jicarazo de la amnistía no puede evaluarse aisladamente; sino sólo a la luz de su evidente propósito a medio plazo de causar la defunción de nuestro Estado constitucional en combinación con tantas medidas pactadas entre el partido del grupo proponente y el prófugo de la justicia Puigdemont.

Pero tampoco puede evaluarse la proposición de ley de amnistía aisladamente en un plano jurídico. Sin que ello nos entregue a los brazos de improcedentes originalismos, la interpretación de las normas debe responder también a un análisis histórico y a un contexto social que no puede obviar los detalles de su génesis. Parece innecesario recordar a estos efectos que el art. 3.1 del Código civil nos dice que las normas se interpretarán “en relación con (…) los antecedentes históricos y legislativos”. Y sin embargo, ahora los juristas defensores de la amnistía (que en tiempos habían sido más bien schmittianos) se nos han vuelto inopinadamente formalistas y renuentes a tomar en cuenta los pactos politicos involucrados y críticos con quienes se pronuncian sobre leyes aún no aprobadas. Ahora nos aseguran, siguiendo consignas gubernamentales, que todo es formalmente impecable (el aséptico calificativo se reitera en los entornos gubernamentales); que nada hay de malo en que la exigua mayoría del Congreso de los diputados decida nada menos que una amnistía como la que la proposición de Ley dispone y que los juristas debemos manifestarnos en esta capitisdisminuida condición sin aludir al contexto histórico y la realidad social en que surge. No tan misteriosamente, en fin, la política schmittiana que ha dado lugar a esta Ley luego reclama de los juristas una complicidad exquisitamente kelseniana. La falacia de la amnistía como la ha denominado Manuel Atienza, es, sobre todo, una ignorantia elenchi, es decir, su defensa resulta falaz no sólo por lo que aduce, sino sobre todo por los elementos relevantes que omite.

 

Una conclusión

La vieja discusión entre positivistas y jusnaturalistas, hoy puede traducirse y reducirse a dos posiciones básicas: la de quienes piensan que el Derecho puede tener cualquier contenido (como nos dejó dicho el juspositivista por excelencia, Hans Kelsen) y quienes pensamos que el Derecho no puede tener cualquier contenido. Quienes nos declaramos no positivistas pensamos así porque consideramos, como dirían los clásicos, que el Derecho es cosa de la razón (lex est aliquid rationis). Desde este punto de vista, la propia validez de las normas se resiente cuando no respetan un mínimo de justicia; cuando la racionalidad práctica (a la que se acoge el discurso jurídico y sin la cual éste resulta ininteligible) es totalmente ignorada; cuando la norma ha renunciado a la “idea de Derecho” (por decirlo con Radbruch) o cuando han prescindido de toda pretensión de corrección, por decirlo a la manera más moderna de Robert Alexy. A mi juicio y dejando a un lado los argumentos jurídico-positivos tan poderosos para cuestionar la aplicabilidad de la ley propuesta, la proposición de ley orgánica de amnistía incurre en tal irracionalidad práctica y ha prescindido de toda pretensión de corrección de manera tan flagrante, que su validez jurídica es cuestionable, entre otras cosas porque sus fallas jurídicas son también reflejo de sus fallas prácticas. El deber que tienen los jueces de inaplicar o, cuando menos, cuestionar por todos los medios a su alcance la futura Ley de amnistía se basa no sólo en el sistema jurídico-positivo kelsenianamente considerado, sino también en la racionalidad práctica sin la cual éste resulta ininteligible. La Constitución, depósito de la ética de la modernidad, nos ha reconciliado a positivistas y no positivistas para remar en una misma dirección, puesto que, como hemos visto, son otras las posiciones que ponen en peligro a nuestra democracia. Sea cual fuere, en fin, el cariz de nuestros argumentos (positivistas o no), parece claro que no podemos conformarnos con un aún quedan jueces en Bruselas, por acudir al efectista remedo del remedio que hizo famoso el molinero de Sanssouci y al que recurre oportunamente Manuel Aragón. Como recientemente subrayaba Araceli Mangas, no podemos delegar en otros la preservación de nuestro régimen constitucional y serán nuestros jueces y nuestro pueblo quienes deberán luchar por el Derecho con las armas de la razón.


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