Por Daniel Sarmiento
Según el Art. 267 TFUE, los tribunales que conozcan de un asunto en última instancia tienen la obligación de plantear una cuestión prejudicial ante el TJUE. Pues bien, supongamos que el Tribunal Constitucional de un Estado miembro sienta una jurisprudencia según la cual esta obligación deriva no sólo del Derecho de la Unión, sino también de la Constitución. Por tanto, si el Tribunal Supremo, o cualquier otro órgano jurisdiccional resolviendo en última instancia, decide no plantear la cuestión prejudicial, incumpliendo así las reglas que resultan de la jurisprudencia Cilfit y Da Costa, su resolución estará sometida no sólo al Derecho de la Unión, sino, además, al derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en la Constitución. Si en el país del que hablamos el Tribunal Constitucional tiene competencia para conocer de recursos por violación de derechos fundamentales, este tribunal se convierte así en el garante último del correcto uso de la cuestión prejudicial europea por parte de los tribunales nacionales.
A primera vista, parece un gesto positivo y de cooperación del Tribunal Constitucional con su homólogo europeo, de modo que los tribunales de última instancia tienen ahora un doble incentivo para plantear una cuestión prejudicial cuando tienen obligación de hacerlo con arreglo al art. 267 TFUE. A partir de ahora, tras la nueva jurisprudencia, deberán hacerlo también porque así resulta de la Constitución.
Sin embargo – y aquí está el quid de la cuestión– el Tribunal Constitucional sienta esta jurisprudencia en un asunto en el que el Tribunal Supremo había declarado que una ley nacional era inaplicable por ser contraria al Derecho de la Unión. El Tribunal Supremo no planteó una cuestión prejudicial en Luxemburgo porque estaba convencido de la contrariedad de la ley nacional con una Directiva, máxime tras haberse dictado varias sentencias del Tribunal de Justicia apoyando la interpretación seguida por el Tribunal Supremo. Por tanto, el Tribunal Supremo basó su decisión de declarar inaplicable la norma legal nacional sobre la base de la doctrina Simmenthal. No la anuló, porque ni el Derecho nacional ni el Derecho de la Unión le otorga esa facultad, pero la inaplicó en el caso concreto, porque ese poder sí que se lo confiere el Derecho de la Unión.
Esta decisión del Tribunal Supremo no le gusta nada al Tribunal Constitucional, no sólo porque se haya omitido el planteamiento de una cuestión prejudicial, sino, principalmente, porque en el país donde sucede todo este embrollo el monopolio del control de leyes lo tiene el Tribunal Constitucional. Los tribunales ordinarios – incluido el Tribunal Supremo – no tienen facultad para enjuiciar leyes, a menos que se trate de un asunto en el que sea aplicable el Derecho de la Unión. Y al Tribunal Constitucional no le gusta que los tribunales ordinarios (incluido el Supremo) enjuicien leyes, aunque sea para inaplicarlas, pues considera que esta práctica socava su monopolio de enjuiciamiento de normas con rango de ley.
Y así llegamos al punto crítico de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, pues éste afirma que cuando un tribunal de última instancia inaplique una norma de rango legal por contrariar el Derecho de la Unión, pesa sobre dicho tribunal un deber reforzado de plantear la cuestión prejudicial. Pero – añade el Tribunal Constitucional – si el tribunal de última instancia decidiera que la ley nacional no es contraria al Derecho de la Unión, entonces este deber de plantear la cuestión prejudicial no es tan cualificado y, por tanto, el Tribunal Constitucional revisará la decisión del tribunal ordinario con un estándar más leve, basado en la irrazonabilidad o arbitrariedad de la decisión recurrida.
En otras palabras: si el Tribunal Supremo quiere inaplicar una ley por contrariar el Derecho de la Unión, tendrá que plantear, en prácticamente todos los supuestos, una cuestión prejudicial, incluso cuando sea aplicable la doctrina del acto claro o del acto aclarado. Pero si el Tribunal Supremo llega a la conclusión de que la norma con rango de ley es compatible con el Derecho de la Unión, entonces el Tribunal Constitucional sólo anulará la decisión del Tribunal Supremo de no plantear la cuestión prejudicial si es arbitraria o irrazonable.
¿Es compatible esta doctrina con el Derecho de la Unión?
Tengo mis dudas. En primer lugar, ¿un Tribunal Constitucional puede reforzar el cumplimiento del deber de plantear una cuestión prejudicial de los tribunales nacionales de última instancia? ¿Puede introducir el Tribunal Constitucional una obligación adicional a la que impone el art. 267 TFUE sobre la base de la Constitución nacional? Creo que, prima facie, esto tiene sentido en la medida en que pone la Constitución nacional al servicio del Derecho de la Unión y facilita el acceso de los ciudadanos al juez de la Unión. Si la Constitución tiene herramientas procedimentales que garantizan el acceso a la justicia, dichas herramientas deben aplicarse por igual a las acciones basadas en el Derecho nacional y a aquellas basadas en el Derecho de la Unión.
Pero ¿es correcto condicionar este complemento constitucional en función del resultado al que llegue el tribunal nacional al enjuiciar la compatibilidad de la norma nacional con el Derecho de la Unión? ¿Es adecuado imponer al tribunal nacional un deber reforzado de plantear la cuestión prejudicial sólo si llega a la conclusión de que la norma legal infringe el Derecho de la Unión sin que tenga tal deber – sin que exista un deber de hacerlo ex constitutione – si decide que la ley en cuestión es perfectamente conforme con el Derecho europeo? ¿No hay aquí una sutil – o quizá no tan sutil – invitación a los tribunales de última instancia para que no declaren contrarias al Derecho de la Unión las normas nacionales con rango de ley? Una cuestión prejudicial tarda tiempo en resolverse y puede que, en muchos casos, no sea necesaria y el tribunal nacional desee poner fin al proceso lo más pronto posible. Si opta por considerar que la norma legal es contraria al Derecho de la Unión, tendrá que plantear la cuestión prejudicial. Si opta por el camino contrario – la ley no contraría el Derecho de la Unión – podrá poner fin al asunto inmediatamente.
El mensaje que está lanzando el Tribunal Constitucional parece estar claro. Con esta jurisprudencia, un Tribunal Constitucional establece un doble estándar de control en función de un resultado (la aplicación o inaplicación de una ley), algo que es irrelevante desde el punto de vista del Derecho de la Unión. Es más: el Derecho de la Unión garantiza que los tribunales nacionales de última instancia planteen cuestión prejudicial (o no) con independencia del resultado de su análisis. Un tribunal nacional tiene la facultad o la obligación de plantear una cuestión prejudicial con arreglo a requisitos previstos en el Derecho de la Unión. Y la circunstancia más relevante para el Derecho de la Unión es que el tribunal de reenvío tenga dudas sobre la validez o la interpretación del Derecho de la Unión. El resultado sobre el fondo al que llegue el juez es indiferente para el Derecho de la Unión, lo que importa es que el tribunal de reenvío tenga dudas objetivas y razonables antes de llegar a la conclusión y dictar sentencia.
Así las cosas, la doctrina de este Tribunal Constitucional tendría un efecto perverso, aunque sutil, de incitar a los tribunales nacionales de última instancia a pronunciarse, en caso de duda, a favor de la conformidad de las leyes nacionales con el Derecho de la Unión. Dicho en otras palabras, esta jurisprudencia estaría creando una suerte de presunción de conformidad con el Derecho de la Unión de las leyes nacionales, y se impondrá una pesada y en ocasiones insoportable carga a los litigantes por muy justificada que fuera su pretensión. Todo ello, además, tendría el efecto perverso de terminar desplazando al TJUE en su labor de cooperar con los tribunales nacionales en la interpretación del Derecho de la Unión, tarea que ha de prestar con independencia de que el resultado del caso concreto sea uno u otro, sea de aplicación o de inaplicación de una norma con rango de ley.
El caso
no es ficticio. Es el resultado de la sentencia 37/2019 del Tribunal Constitucional español, en la que se estimó un recurso de amparo basado en la infracción del derecho a la tutela judicial efectiva argumentando que el Tribunal Supremo debió haber planteado una cuestión prejudicial en un caso en el que el Tribunal Supremo concluyó que una ley era contraria a la Directiva. El Tribunal Constitucional lo dice con toda claridad: el Tribunal Supremo actuó indebidamente al no plantear cuestión prejudicial e inaplicar una norma con rango de ley (incluso llega a extender la doctrina a normas reglamentarias, aunque no es del todo claro que ese fuera el objetivo del Tribunal). Para el Tribunal Constitucional resulta indiferente que el Tribunal de Justicia hubiera dictado dos sentencias muy aclaratorias para resolver la cuestión y que el Tribunal Supremo tuvo en cuenta. Lo cierto es que el Tribunal Supremo inaplicó una ley y debió haber planteado cuestión prejudicial. La sentencia analiza si el acto estaba aclarado o no, pero lo cierto es que lo analiza con tal grado de detalle que difícilmente puede considerarse que el canon de control es el que introdujo el Tribunal de Justicia en la famosa sentencia Da Costa. La STC 37/2019 va más lejos que el propio Tribunal de Justicia y deja escaso, por no decir nulo, margen de actuación a los tribunales de última instancia españoles que decidan inaplicar leyes. A partir de ahora, deberán plantear cuestión prejudicial, y no porque lo diga el Derecho de la Unión, sino porque lo exige la Constitución.
Estamos ante una jurisprudencia tan dudosa como interesante que habrá que seguir de cerca, y que pone a prueba los límites de la cooperación constitucional en el marco del art. 267 TFUE. Pero es también un buen ejemplo que confirma que los Tribunales Constitucionales pueden contribuir activamente al diálogo judicial europeo. Ahora bien, si la participación del alto intérprete de la Constitución en el diálogo europeo no está cuidadosamente definida, puede terminar creando serios obstáculos, e incluso dificultar y comprometer la fundamental tarea de control de legalidad que realizan los tribunales ordinarios. En ese caso, sería mejor que el guardián de la Constitución reserve sus medios a resolver problemas constitucionales, que bastantes hay en España, y no a crearlos artificialmente y (para colmo) proyectarlos sobre el plano europeo.
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