Por Juan Antonio Lascuraín

 

No sé si estoy aún a tiempo de hacer un balance del 2023 y menos sobre un tema tan poco sexi como el derecho penal. Pero como la regulación de los delitos y sus penas ha abrumado a la opinión pública en los últimos meses – la palabra del año no fue en realidad “polarización” sino “amnistía” – no me parecía mal preguntarme si se han hecho bien las cosas penalmente. Hacer bien las cosas en materia tan sombría como el crimen y la cárcel es proteger eficazmente a la sociedad y hacerlo además decentemente. Por poner un ejemplo que nos preocupa: proteger la libertad sexual de las personas, y singularmente la de las mujeres en cuanto más amenazada, sin necesidad de recurrir a la castración como castigo.

Precisamente en relación con los delitos sexuales nos encontramos con el primer tropezón. La contrarreforma de los grupos socialista y popular de la reforma Montero nos ha deparado penas tan elevadas como absurdas (Ley Orgánica 4/2023). Bien estaba recuperar la violencia y la intimidación como agravaciones de las agresiones sexuales (prisión de 6 a 12 años para la violación), pero no manteniendo en el delito básico el marco original amplio y ya muy elevado si no concurren tales medios (4 a 12 años). Y bien está que el prevalimiento de una situación de superioridad para establecer una relación sexual se califique como atentado sexual, pero no como uno especialmente agravado. El galimatías final no puede ser expuesto en unas líneas, pero baste con apuntar que ahora la pena de la violación con prevalimiento (de 7 a 15 años de prisión: art. 180 del Código Penal) es mayor que la mencionada pena de la violación impuesta con violencia y bastante cercana a la del homicidio intencionado (de 10 a 15 años: art. 138.1 CP).

Si de proteger los bienes más importantes se trata, se nos ha quedado cojo el Código Penal, y la propia Constitución medio desnuda, tras la entrada en vigor en enero del 2023 de la reforma que eliminaba el delito de sedición (Ley Orgánica 14/2022). Vale que esta figura penal era imprecisa en exceso y exagerada en su pena, y que fue aplicada con demasiado ímpetu por el Tribunal Supremo en el caso de procés, sin el lenitivo que procuraba la atenuación por ejercicio irregular de los derechos fundamentales de participación política. Pero la respuesta legislativa a sus defectos fue la de Alejandro Magno al nudo gordiano: cortar por lo sano, con la sustitución de la sedición por unos desórdenes públicos agravados que reparan en el medio y no en el fin. Ahora sigue preocupando con razón que ardan contenedores, pero no suficientemente que no rija el orden democrático. Resulta así que las afrentas a la vigencia esencial de la Constitución solo serán delictivas si se realizan mediante “alzamiento público y violento” (art. 472 CP), a través de una rebelión, pero no frente a movimientos ciudadanos de resistencia a la aplicación de los aspectos básicos de la ley que garantiza nuestra convivencia en libertad, sean la integridad territorial y la soberanía nacional, en las que estará pensando el lector, sean, por ejemplo, por ampliar el foco, los derechos de las mujeres o de los extranjeros. Como tampoco, ni antes ni ahora, se contempla el incisivo atentado a la Constitución que puede provenir de las proclamaciones anticonstitucionales formales de autoridades representativas – como las declaraciones de independencia de una parte del territorio nacional -. Sin ir más lejos en Portugal constituye un delito de traición el intento de separar parte del territorio “con abuso de funciones de soberanía” (art. 308 de su Código Penal).

Otras reformas menos trascendentes del Código Penal no fueron por ello menos desafortunadas. Correcto es que se prevean ahora, desde la mencionada Ley Orgánica 14/2022, tipos más leves de malversación del patrimonio público cuando la misma consista en su mero uso privado sin apropiación (art. 432 bis CP) o en el desvío de una partida a otra partida presupuestaria (art. 433 CP), pero no que se jibarice la figura básica de la malversación, que pasa de una abarcativa “administración desleal” del patrimonio público – por cierto, introducida como quien dice anteayer, en el 2015 – a una más pacata “apropiación” del mismo (art. 432 CP).

No sabemos si esta reforma tenía buenas intenciones, pero sí que de las mismas está empedrado el camino al infierno, como lo demuestra la nueva protección penal del bienestar animal (LO 3/2023). Comienza muy bien, con tipos penales de muerte y lesiones a los animales, con una técnica análoga en lo esencial a la utilizada para la protección correspondiente de los seres humanos, pero termina fatal cuando incluye bajo su manto no solo a los “animales domésticos, amansados, domesticados o que vivan temporal o permanentemente bajo el control humano”, sino también, siquiera como delito atenuado, a todos los animales vertebrados, sin mayores distingos (art. 340 bis 1 CP). Se hace así realidad la pesadilla que dibujó la sentencia del Tribunal Constitucional 101/2012, cuando anuló un precepto penal que se refería a la caza y pesca “no expresamente autorizadas” porque abarcaba “conductas tan inocuas para el Derecho penal como matar ratas o insectos” (sustitúyanse ahora estos por las vertebradas culebras).

La finalidad loable, pero también el exceso y la torpeza, las comparte el nuevo delito de imposición de condiciones laborales ilegales “mediante la contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo” (art. 311.2º CP), redactado con la vista puesta en ley rider: en la contratación como autónomos de repartidores que se rigen por plataformas digitales gobernadas a su vez por pautas algorítmicas. Reparen por favor en que no se trata aquí de supuestos de engaño al trabajador que le perjudique gravemente, conductas de las que ya se encarga el tradicional delito de explotación laboral (art. 311.1º CP), sino de un supuesto de fraude de ley en el que la ley es bastante oscura. Lo dice la Sala de lo Social del Tribunal Supremo en su famosa sentencia en el caso Glovo: “la línea divisora entre el contrato de trabajo y otros vínculos de naturaleza análoga (particularmente la ejecución de obra y el arrendamiento de servicios), regulados por la legislación civil o mercantil, no aparece nítida ni en la doctrina, ni en la legislación, ni siquiera en la realidad social” (STS 805/2020, FD 9.3). El problema ahora es pasar de las flechas de las sanciones administrativas a los cañones penales, y situarlos además sobre tierra poco firme: el problema es que la pena puede llegar a los seis años de prisión y que no termina de estar siempre claro cuándo concurre materialmente una relación laboral. Sorprende además que, puestos a retocar los delitos contra los derechos de los trabajadores, siga sin darse el paso más procedente para su mejor protección: la responsabilidad penal de las propias empresas.

Pero el tema del año en materia de reformas penales no fue ninguna de las realizadas, sino la que se avecina, que en realidad es una reforma para no penar: que nada menos que en temas penales, en relación con la prisión y con ello con la libertad, se vaya a diferenciar a las ciudadanas y ciudadanos – unos penados y otros no – en función del momento del delito y de las intenciones que perseguían al delinquir al socaire de un pretendido servicio al “interés general” y a “la superación de un conflicto político”. Pero del tema de la amnistía estará harto el lector, como por cierto lo estuvo en su día con la prisión permanente revisable. De modo poco subrayado, otro rasgo negativo de nuestro balance penal es una no reforma: seguimos teniendo esta tan inhumana pena a pesar de que, y eso es lo llamativo, la actual mayoría parlamentaria, y la anterior, no la consideraban solo una mala pena sino una pena tan mala, pésima, que no cabía en la Constitución, por lo que incluso rogaron su eliminación al Tribunal Constitucional. Si echamos la vista unas líneas atrás, veremos que lo mismo pasa con la amnistía: con una mayoría parlamentaria en defensa hoy de lo que ayer predicaba intolerable, inconstitucional. Que no se diga que no hay coherencia en la incoherencia.


* Publicado en El Mundo el día 9 de febrero de 2024.

Foto: Pedro Fraile