Por José Núñez Fernández*
Desde que en julio de 2015 entrara en vigor la prisión permanente revisable y hasta finales del año 2024, 64 personas están cumpliendo o podrían terminar cumpliendo esta pena (algunas sentencias aún no son firmes). De esas 64 personas, 15 son mujeres, es decir, el 23,43%. Este dato revela que las mujeres están sobrerrepresentadas dentro de este grupo de condenados, teniendo en cuenta que las mujeres constituyen el 7% de la actual población penitenciaria y no llegan al 10% de total de personas sentenciadas por homicidio o asesinato.
Selección adversa de los delitos castigados con prisión permanente revisable
La sobrerrepresentación se debe, por un lado, a la selección legislativa de asesinatos castigados con prisión permanente. Estos son, entre otros, los que tiene como víctima a un menor de 16 años o a una persona especialmente vulnerable por razón de su edad, enfermedad o discapacidad. En efecto, las 15 mujeres condenadas a esta pena asesinaron a personas incluidas en ambos supuestos: 14 de las 16 víctimas (una mujer asesinó a 2 personas) eran menores de 16 años y las otras dos eran personas vulnerables por razón de ancianidad y discapacidad. Todas las víctimas se encontraban bajo el cuidado de la mujer. Doce de los menores fallecidos eran hijos de las condenadas y los otros dos lo eran de sus parejas sentimentales. Por su parte, los dos adultos asesinados eran el cónyuge varón enfermo y de edad avanzada de una de las condenadas y una anciana que murió a manos de la mujer que, en virtud de contrato, debía cuidarla.
Asimismo, abundante evidencia empírica demuestra que la mujer, cuando mata, lo hace en el entorno que mejor conoce que es el doméstico, aquel que tradicionalmente le ha sido asignado en virtud de estereotipos atribuidos a su género. Recientes estudios sobre población femenina encarcelada sugieren que el rol de cuidadora que se encomienda a la mujer en ese contexto no la hace menos proclive al delito, como antes se pensaba, sino todo lo contrario. Las múltiples y extremas renuncias que conlleva hacer frente a las necesidades familiares la colocan, desde edades muy tempranas, en una situación que condiciona sus decisiones y, en no pocas ocasiones, explica, al menos indirectamente, el origen de su actividad criminal. No obstante, estos últimos análisis se han realizado respecto de mujeres privadas de libertad por delitos muy diversos por lo que habría que desarrollar investigaciones centradas de forma más específica en las que cumplen condena por asesinato.
Con todo, hay razones para pensar que la actual regulación de la prisión permanente revisable asegura, en cierta medida, una presencia femenina entre los condenados desproporcionada en relación con la población penitenciaria en su conjunto.
¿Doble agravación de la responsabilidad penal?
Lo cierto es que el fundamento y, por tanto, la legitimidad de la prisión permanente en estos casos es dudosa. La especial vulnerabilidad de la víctima constituye un factor clave para apreciar la alevosía (la propia selección de una víctima inerme supone asegurar el resultado muerte sin el riesgo que pueda proceder de su defensa), lo que explica la agravación de la responsabilidad penal. En efecto, la muerte dolosa de una persona se califica como asesinato por razón de esta circunstancia y, de esta manera, pasamos de un marco penal de 10 a 15 años de prisión, previsto para el homicidio, a otro que va de 15 a 25 años.
Si la especial vulnerabilidad de la víctima por ser menor de 16 años o por razón de los demás motivos apuntados se vuelve a tomar en consideración como agravante independiente para aplicar la prisión permanente, estamos incurriendo en un bis in idem prohibido: agravamos dos veces por lo mismo-.
De hecho, este fue inicialmente el razonamiento del Tribunal Supremo que le llevó a anular algunas condenas de prisión permanente y a optar por aplicar en su lugar una pena de prisión determinada. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, se ha consolidado otra línea jurisprudencial que no aprecia este problema. Desde esta postura se proclama que la prisión permanente obedece a un fundamento que no guarda relación con la alevosía derivada de la indefensión de la víctima sino con la necesidad de proteger especialmente a determinadas personas vulnerables. Se ha llegado a afirmar que un recién nacido merece más protección que un adulto sano y capaz que es asesinado mientras duerme. Pero nunca se ha llegado a explicar el porqué de esta diferencia de trato, diferencia que llevaría a pretender que la vida del bebé, o la de un anciano vulnerable, valen más que la del joven de 16 o 17 años, o la del adulto cuando todos son asesinados en situaciones de equivalente indefensión. Semejante afirmación sencillamente no puede tener cabida en nuestro actual marco axiológico según el cual el valor de cualquier vida humana es idéntico. Así que seguimos a la espera de que la jurisprudencia consiga concretar el verdadero y exacto motivo de esa especial protección que conduce a la prisión permanente.
Las cárceles están diseñadas para tener reclusos masculinos
Y todavía hay más razones para dudar de la virtud de las condenas a prisión permanente en general y de las que afectan a mujeres en particular. Conforme a la actual regulación, para que esta pena no se convierta en un encierro perpetuo, la persona debe presentar, tras una privación de libertad de un mínimo de entre 25 y 35 años, un pronóstico favorable de reinserción social. Es difícil que este requisito se pueda cumplir con semejantes márgenes temporales de cumplimiento efectivo y cuando todavía no existen programas de reinserción específicos para esta clase de condenas.
El medio penitenciario es un entorno concebido para hombres al ser estos mayoría, que todavía ofrece comparativamente muchas menos opciones a las internas. Actualmente solo hay 3 prisiones en España específicamente de mujeres (Madrid I, Alcalá de Guadaira -este en vías de desaparecer- y Ávila), pero estos albergan a una minoría de las internas. La mayoría, para poder mantener vivos sus vínculos familiares y sociales, algo esencial de cara a su reinserción, y también por razones prácticas (optimización de recursos económicos) cumplen la condena en centros de hombres donde ocupan módulos específicos. Con todo, se trata de centros arquitectónicamente pensados para hombres (diseñados, pensados, articulados y distribuidos interiormente para los hombres donde la mayor parte de recursos se destinan a ellos). En estos espacios, hay menos posibilidades de diversificación, menos posibilidades para separarlas en atención a su situación penal, penitenciaria y de tratamiento, a diferencia de lo que sucede con los hombres. Y evidentemente todo esto influye en la probabilidad de obtener un pronóstico favorable de reinserción social al cabo de un periodo de internamiento efectivo que, como mínimo, dura 25 años.
Así es que ese horizonte realista de libertad, ese derecho a la esperanza fundado en una expectativa razonable de excarcelación que de forma tan grandilocuente como reiterada exige el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para que la prisión permanente no constituya un castigo cruel o inhumano prohibido por el Convenio, se torna aún más lejano e ilusorio para la mujer.
Y todo esto sucede en tiempos pretendidamente feministas, en tiempos de legislaturas marcadas por tendencias político-criminales que aquilatan el privilegio de la mujer concebida como ser esencialmente vulnerable.
Por todo lo cual, resulta cuando menos paradójico que el castigo más grave que prevé nuestro orden punitivo, aquél que siempre entraña el riesgo de reclusión a perpetuidad, se cierna tan sombrío sobre ellas haciendo gala en este caso de una discriminación negativa.
* El texto de esta entrada se encuadra en el Proyecto de Investigación “Identidades colectivas y justicia penal: un enfoque interdisciplinar” PID2022-138077OB-I00
Foto: Ahumadero in Groß-Hansdorf von Sammann por Bruhn, Anton Joachim Christian – Museum of Arts and Crafts, Hamburg
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