Por Juan Antonio Lascuraín
A propósito de José Núñez Fernández, Personas mayores y mujeres en prisión permanente revisable. Crónica de un horizonte sombrío, 2025
La prisión permanente revisable llegó en el año 2015 como un terremoto a nuestro ordenamiento penal. Como la palabra ‘terremoto’ se puede utilizar en ocasiones con connotaciones neutras o incluso positivas, conviene precisar que lo que ha tenido de revolución lo ha tenido de revolución antigarantista, quebradora de esa dinámica histórica civilizatoria de supresión de los castigos corporales, las penas infamantes, la pena de muerte, la cadena perpetua, las penas permanentes. Se ha recordado con frecuencia: nuestra última cadena perpetua, que contenía una presunción de indulto a los treinta años, fue abolida en 1928 para
“permitir a la legislación española, tan calumniosamente tachada de cruel, ocupar puesto de honor entre las más humanitarias”.
No es de extrañar que el gran debate que suscitó la nueva pena, considerada ya como indigna hace cien años, fuera un debate de legitimidad, de constitucionalidad. Las preguntas eran, en esencia, de inhumanidad, de resocialización, de determinación. Por un lado, su decencia, su ausencia de perpetuidad, se hacía depender de la resocialización del penado, pero por otro esta reinsertabilidad se dificultaba con un encierro en todo caso muy prolongado, con la ausencia de toda previsión de estrategias públicas proactivas, con un juicio al respecto trufado de factores que no dependían del penado. El panorama de la desesperanza estaba servido: sé que voy a estar mucho tiempo en la cárcel pero no sé cuánto, ni sé bien de qué depende, ni creo que dependa mucho de mí. La esperanza, esa cosa con plumas que se posa en el alma, como de la mano de un poema de Emily Dickinson comienza este excelente libro de José Núñez Fernández. Ya saben, ahora con Bob Dylan: el que no está ocupado en nacer lo estará en morir…
El debate sobre la justicia esencial de la prisión permanente revisable fue más o menos zanjado por el Tribunal Constitucional en su sentencia STC 169/2021 (que critiqué aquí). Determinó que en esencia la nueva pena se ajustaba a la Constitución y lo hizo con una argumentación demasiado obsesionada por la convencionalidad de la misma, por su adecuación al Convenio Europeo de Derechos Humanos en cuanto a la proscripción de penas inhumanas, lo que sorprendentemente no obstó para que se diera el placet a las revisiones de plazo superior a los veinticinco años. Se renunció en buena parte al estándar más exigente que depara una lectura histórica, genética y sistemática de nuestra Constitución y que podría haber conducido a la conclusión de que la clave no es que la pena pueda no ser perpetua, sino precisamente que pueda llegar a serlo. Su concesión final de que son inconstitucionalmente imprecisos los criterios para revocar la libertad condicional posterior a una revisión positiva deja, más que alegría, el regusto amargo de la incoherencia. Como son los mismos criterios que para concederla, ¿por qué no se han considerado también ahí como insoportablemente inciertos, como pretendía el recurso de inconstitucionalidad?
Tesis
Pero no es de los problemas de legitimación de la prisión permanente revisable de lo que trata el libro que comento – al menos no directamente –, problemas por lo demás ya muy trillados diez años después, sino de cuestiones harto prácticas y por ello las más relevantes, como son, por una parte, el preciso y exhaustivo retrato de cuánto y en qué casos se ha aplicado esta pena, y, por otra, a partir de esa foto, los problemas que su ejecución va a comportar singularmente para los ancianos y las ancianas y para las mujeres. Y esta es su tesis:
“la edad avanzada y ser mujer se revelan como factores de riesgo de discriminación negativa en el ámbito de la imposición y ejecución de la prisión permanente revisable”.
Inconsistencias de la prisión permanente revisable
Antes de comentar algunos de los interesantes argumentos del profesor Núñez para sostener esta discriminación, no sobra subrayar, al hilo de mis reflexiones iniciales sobre las grietas de esta pena, que el libro subraya de forma muy cercana, muy carnal – carne de personas encerradas -, muy humana en realidad, algunas de las graves inconsistencias de este nuevo sistema de punición. Así, resulta que la inhumana perpetuidad de la pena solo se aborta con su suspensión, una libertad condicional que se va a evaluar de modo central a partir de “sus circunstancias familiares y sociales”, y que además requiere de un previo tercer grado que, de nuevo, va a depender del medio social al que retorne el recluso y los recursos, facilidades y dificultades existentes en tal entorno. No hace falta ser un lince para apreciar la gran rémora que para la concesión de la libertad va a suponer la ausencia de un entorno social amable de quien como poco lleva veinticinco años sin ningún entorno social en libertad.
Y luego están las realidades normativas que muerden los principios de culpabilidad y de proporcionalidad. Y es que resulta que en esta rara pena no cuentan las atenuantes ordinarias, porque es una pena sin cintura, de veinticinco años fijos – o veintiocho, o treinta, o treinta y cinco – que se convierte luego en una peculiar medida de seguridad privativa de libertad. Esto hace que se imponga la misma pena a injustos culpables cuya medición ética nos parece muy diferente: esto, y la conformación del asesinato hiperagravado, que como ahora subrayaré preocupa mucho al profesor Núñez, y que puede llevar a la máxima pena a homicidios fuertemente condicionados por la compasión, o a homicidios de neonatos por parte de sus madres, casos que históricamente merecieron un castigo comparativamente benévolo.
Penados de avanzada edad
En relación con el penado de avanzada edad, en primer lugar, el lector se va a encontrar, como en los chistes, con una noticia buena y una mala. La buena noticia ha pasado bastante desapercibida y nos la recuerda el doctor Núñez con reiteración y datos – por cierto: qué gusto da leer a penalistas que bajan de las nubes y manejan datos –: el severo plazo de revisión de la prisión permanente revisable tiene una anticipación notable (de más de cinco años de media en los condenados que pueden optar a ella) debida al régimen excepcional de adelantamiento de la libertad condicional cuando el penado ha cumplido la edad de setenta años. Este régimen tiene dos ventajas añadidas que el autor propone exportar al régimen general: la decisión denegatoria es recurrible y la adopta el Juez de Vigilancia Penitenciaria y no el tribunal que condenó hace muchos años y seguro que ya integrado por otros magistrados o magistradas.
A esta válvula de escape de la dureza de la prisión permanente revisable parece que debe sumársele, advierte el autor, en el caso de penados extranjeros, el régimen de expulsión, aplicable a su juicio a la prisión permanente revisable y que posibilita el cese de la prisión cuando se haya ejecutado en la medida “necesaria para asegurar la defensa del orden jurídico y restablecer la confianza en la vigencia de la norma” (art 89.2 CP). Por cierto, y aunque aquí la imperfección abra la puerta al alivio: como ya vimos con las reformas de los delitos sexuales y con independencia de la orientación política de las mismas, sorprende lo mal que se legisla técnicamente, incluso en las leyes socialmente más trascendentes. La prisión permanente revisable se incluyó en el Código Penal con gran dispersión (una especie de oscura yincana) y con notorias lagunas.
La mala noticia es que se conceden en general pocas libertades condicionales anticipadas ex mayoría de setenta años. Señala el profesor Núñez que ello es fruto, por una parte, de la infravaloración de la disminución de la peligrosidad criminal que comporta tal edad, y, por otra, tanto de la sobrevaloración de algunos de los factores que se ponderan para la decisión, como los relativos a los recursos personales y a los vínculos familiares y sociales, como de la inclusión de algunos factores alegales, como la fracción de pena cumplida o la lejanía del cumplimiento total de la pena. Si con ello quisieran ponderarse factores de prevención general, procedería recordar que, a diferencia de la regulación de la expulsión sustitutiva, no hay en la libertad condicional – ni debe haberla – mención alguna a consideraciones sobre necesidades de afirmación de la vigencia del ordenamiento jurídico.
El problema de esta dinámica es, como subraya con sensibilidad el autor, una concepción subyacente de que se trata solo de que el penado no fallezca en la cárcel y no, como aconseja el mandato resocializador y la humanidad de las penas, que las personas puedan disfrutar de una extensa fase final de sus vidas reinsertados en la sociedad, y que puedan así “autorrealizarse con dignidad”. Y el problema grave es, como advierte el profesor Núñez, el de qué va a pasar con los penados “permanentes” que cumplan setenta años. Si la dinámica interpretativa y aplicativa reseñada persevera, no van a acceder a una liberación anticipada por su ancianidad: porque no tendrán recursos, porque no tendrán vínculos, porque les queda mucho de su indefinida pena. Y aquí surgen peculiarmente los demonios de la inhumanidad: un medio muy poco apto para las muchas necesidades de la vejez, una tristeza (el encierro) añadida a otra tristeza (la senectud), la esperanza que vuela del alma del penado – por seguir con la cita inicial del libro –.
Penadas
La segunda gran tesis del libro es que la previsión y la ejecución de la prisión permanente revisable es comparativamente perjudicial para las mujeres. De mayor interés es su exposición del sesgo negativo de género que revela la ejecución penitenciaria. Además, con el mismo sólido respaldo argumental y fáctico – de nuevo los valiosos datos, que, por cierto, como refleja el libro, son caros de conseguir en la España del siglo XXI –, sostiene dos afirmaciones atrevidas.
La primera tiene poca relevancia práctica, como admite el autor, por la intrascendencia de las atenuantes simples para la prisión permanente revisable. Sostiene que existe un sesgo de género en la consideración judicial de los problemas de salud mental, que tienden a soslayarse en las mujeres, quizás, a su juicio, por su “peor representación letrada” debida a su “menor poder adquisitivo”. A pesar del loable esfuerzo empírico y argumentativo, y la prudencia con la que se presenta la hipótesis, no estoy seguro de que aquí el toro termine de embestir. Cuesta creer que, en juicios de esta trascendencia, no se suscite esta circunstancia que afecta a la disminución de la imputabilidad cuando sea concurrente o posiblemente concurrente; que el planteamiento de este debate calificativo tan evidente dependa de la calidad de la defensa letrada; incluso que en este tipo de acusados haya una diferencia relevante de capacidad patrimonial que afecte a su defensa y que dependa de su sexo.
Una segunda tesis incisiva es la de que el diseño del asesinato más grave se ha cebado en un tipo de delincuencia en el que hay comparativamente una mayor representación femenina: que “el legislador ha seleccionado justamente el tipo de asesinato que las mujeres suelen cometer”. La afirmación no deja desde luego indiferente por su carácter crítico, a veces más subliminal que expreso en el texto. Inquieta porque quizás sea cierto pero no necesariamente injusto. Porque entre los criterios de justicia de la criminalización no está desde luego la sobrerrepresentación de un género si aquella obedece a la protección de los más débiles en los entornos en los que están más desprotegidos, y porque el argumento se tornaría inasumiblemente reversible en el rigor de delitos como las agresiones sexuales, también por cierto favorecidos por rasgos culturales y sociales de carácter machista.
¿Mayor protección a la vida de los menores de 16 años?
Cuestión distinta, que justificadamente le preocupa al profesor Núñez, es, más allá, la de cómo se regula e interpreta el asesinato hiperagravado. A su juicio, el artículo 140.1.1ª CP
“genera problema de bis in idem y de legalidad en los casos respecto de los que se aprecia la llamada alevosía por desvalimiento. […] Más allá de que la apreciación de la alevosía en estos casos implica hacer una interpretación analógica de esta circunstancia agravante, […] la especial vulnerabilidad derivada de la edad, enfermedad o discapacidad que permite apreciar la alevosía por desvalimiento es la misma que identifica al colectivo necesitado de especial protección”.
En todo caso, el resultado final de sobreprotección de ciertas personas no estaría justificado:
«la privación de la vida que se logra con el asesinato nos iguala a todos, de manera que no cabe hacer distinciones respecto de lo que perdemos en función de nuestra edad, enfermedad o discapacidad cuando somos asesinados en situaciones de equivalente indefensión”.
En fin,
“no se ha llegado a explicar de forma convincente por qué la vida de un menor de 16 años o de un anciano desvalido merece mayor protección que la de un adulto capaz al que se le da muerte mientras duerme, cuando todas estas personas son asesinadas en situaciones de equivalente indefensión. Ello pasaría por afirmar que la vida de cada uno tiene en esencia diferente valor, lo cual es a mi juicio inasumible en nuestro actual marco axiológico que confiere idéntica importancia a toda vida humana, sea quien sea su titular”.
Espero que el lector quede tan atrapado como yo en tan interesantes críticas, y tan convocado a la reflexión personal, oscurecida por una técnica de tipificación no poco defectuosa y por una consecuencia punitiva tan radical. Pero, dicho esto, no me parece tan claro ni que haya necesariamente un problema de bis in idem ni en todos los casos un problema de desigualdad.
Con la tacha de bis in idem frente al legislador y no frente al juez habrá de estarse alerta, pues podrá tratarse no de un bis sino de un plus. Aquí, y en muchos otros delitos (con variantes en la edad y los sujetos: lesiones, contra la libertad sexual, tráfico de órganos, detenciones ilegales y secuestros, matrimonio forzoso, acoso, trata de seres humanos, descubrimiento y revelación de secretos o delitos contra la salud pública), el legislador ha decidido hacer delitos especiales en cuanto al sujeto pasivo: proteger más al “menor”, o al “menos de catorce años” o al “menor de dieciséis años de edad”, y a la “persona especialmente vulnerable por razón de su edad, enfermedad o discapacidad”.
La pregunta que entonces nos viene a la cabeza desde la perspectiva de legitimación concurrente es una pregunta de principio de igualdad: si es razonable tal diferenciación en la protección penal. Creo que la respuesta viene de la mano de la vulnerabilidad en sus dos posibles sentidos: sí, si la agresión es más dañina si se cierne sobre estos sujetos, lo que resulta claro por ejemplo en el caso de la libertad sexual de los menores; y sí, si es más fácil perpetrarla, que es la razón de la agravación por alevosía (proteger más al indefenso). Así las cosas, en nuestros confusos tipos de asesinato me parece controvertible pero no impugnable – por cierto: ningún juez ha cuestionado ante el Tribunal Constitucional la regulación vigente ni se conocen amparos por la inclusión como alevosía del desvalimiento constitucional – el que se proteja más la vida de los más jóvenes, lo que además corresponde en buena parte con nuestros sentimientos de dolor ante la muerte, y me parece más controvertible, e impugnable, y no sé si susceptible de corrección interpretativa, que se meta en el mismo saco a las personas especialmente vulnerables por razón de su edad, enfermedad o discapacidad, si cuando se llega al artículo 140.1.1ª CP ya se ha pasado por el 139.1.1ª CP (por la alevosía: si se ha tenido en cuenta ya esa condición para sustentar una alevosía por desvalimiento).
Léanlo
Pero no se trata tanto de lo que yo crea al respecto, sino de lo que crea quien ha investigado y reflexionado sobre ello mucho y bien. Confío en que estas digresiones alerten a lector de lo interesante que es este libro. Porque trata con cercanía un tema de gran trascendencia para los derechos humanos, como lo es el de la ejecución de la pena de prisión permanente; porque lo hace con sensibilidad y plena documentación; porque sostiene inteligentemente tesis personales y atrevidas. Lean el libro. Les va a informar, les va a inquietar, les va a hacer pensar. Para eso leemos.
Foto: Pedro Fraile
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