Por Juan Antonio Lascuraín
Si la entrada anterior la dediqué a la reflexión sobre los límites materiales de una institución bastante bronca, en cuanto privativa de la libertad y restrictiva de la presunción de inocencia, quiero completar ahora mi aportación con un análisis de las garantías procedimentales que deben rodear una decisión tan dramática: el encarcelamiento de un ciudadano cuya inocencia se presume y sin que esa presunción haya quedado rebatida.
Garantías procesales
Al igual que sucede con la pena, una prisión provisional legal, proporcionada y justa puede naufragar en su administración, en su aplicación. Dado lo que hay en juego en la prisión provisional, que es, conviene reiterarlo, el derecho a la libertad, esta aplicación debe encauzarse a través de ciertas formas que favorezcan la justicia de la decisión y que aseguren la defensa del afectado. El proceso de la prisión provisional debe observar ciertas garantías básicas.
El punto de partida para la delimitación de las garantías procesales de la prisión provisional ha de ser el de las garantías fundamentales del proceso penal. El proceso penal en un Estado democrático se concibe como un diálogo racional e informado entre las partes en conflicto (la sociedad y el imputado) que permite a un tercero imparcial adoptar la solución más razonable para el mismo. Ello supone, muy en síntesis, que ese tercero que decide sea un juez y un juez imparcial; que las partes pueden alegar y probar con libertad ante el juez; y que el juez ha de resolver el conflicto motivadamente. Además, dado lo que implica la condena para el ciudadano que la sufre, el punto de partida es su inocencia y tal presupuesto sólo decae si resulta plenamente arrumbado.
Con el incidente procesal de la prisión provisional algunas cosas han de ser distintas. En primer lugar, porque se trata de una decisión urgente que ha de adoptarse en una situación de necesidad – el dilema del juez es “o aseguro el proceso con la prisión o pongo en peligro el proceso con la libertad” -. Y, en segundo lugar, porque a la urgencia de la decisión se une el hecho de que hay que tomarla con una información muy fragmentaria. Mientras que en el proceso penal se investiga todo lo que haya que investigar y se somete a prueba todo lo que haya que probar, el juez de la prisión provisional ha de tomar su decisión con lo que sabe en ese momento acerca de la imputación y de los riesgos de fuga, de destrucción de pruebas, de peligrosidad criminal.
Sin embargo, ni las prisas ni la desinformación son buenas consejeras. Y aunque no podemos evitarlas, sí podemos tratar de compensarlas con otros requisitos: que quien haya de decidir sea un juez, que escuche personalmente al imputado, que se pueda practicar la prueba disponible, que la decisión de prisión sea recurrible ante un órgano superior, y que la decisión de prisión pueda replantearse sin límite a la luz de nuevos datos fácticos.
De entre los distintos problemas constitucionales que plantea el proceso de la prisión provisional quisiera, siquiera brevemente, exponer a continuación los cuatro siguientes: si queda contaminado el juez de la prisión provisional para el enjuiciamiento final del delito; qué y cuánto debe motivar el juez su decisión de prisión; si cabe que el juez que decretó la libertad provisional se replantee su decisión a instancias de la acusación y la troque sin ningún dato fáctico nuevo; y si, en fin, cada medida de prisión – de adopción, prórroga o confirmación – exige la presencia del imputado ante el juez o tribunal que la adopta.
Imparcialidad
Creo que la primera cuestión merece una respuesta afirmativa: el juez que decreta la prisión provisional queda inhabilitado para el enjuiciamiento final del delito. Y queda condicionado por tres razones: por su participación en la instrucción, porque decide sobre la probabilidad de culpabilidad, y porque parece tener un interés personal en la decisión.
La primera razón radica en su toma de contacto con un material probatorio no depurado en cuanto a las garantías de su realización. Su percepción de lo sucedido no proviene sólo, como sería lo propio, del limpio escenario que supone el juicio oral, sino de su personal y obligada implicación en la instrucción. Además, en segundo lugar, constituye una fuente añadida de contaminación de su función de enjuiciamiento el hecho de que la prisión provisional presuponga una cierta probabilidad de culpabilidad, lo que comporta que el juez de la prisión que acude a la vista como juez penal lo haga con un prejuicio sobre el fondo incompatible con su función. Ya no tiene ante él a un inocente, sino a alguien a quien él ya ha catalogado como probable culpable. Acude al juicio – o cabe pensar que acude al juicio – con un cierto prejuicio de culpabilidad.
La tercera razón es de parcialidad subjetiva. De que el juez tenga alguna razón personal relevante para preferir una u otra decisión jurídica. Es notorio, porque es de sentido común, que el juez de la prisión provisional puede tener poderosas razones de prestigio personal y de conciencia, conscientes o inconscientes, para desear que no resulte absuelto quien con su intervención ha sido privado preventivamente de libertad. El riesgo de parcialidad al que me refiero – parcialidad pro condena – proviene así de un posible deseo del juez del siguiente contenido: “ojalá que el imputado a quien envié a prisión resulte finalmente condenado a una pena de privación de libertad; ojalá que aquella medida quede finalmente justificada con una condena y no tener en mi conciencia que el acusado ha sufrido tal privación sin en realidad, vista las cosas finalmente, merecerlo”.
En la sentencia del Tribunal Constitucional español 98/1997 se abordó una cuestión de imparcialidad bien diferente a la expuesta: si el juez de instrucción quedaba contaminado para la decisión acerca de la prisión del investigado por el hecho mismo de haber instruido la causa y, dentro de ella, el incidente relativo a dicha situación personal. Si bien no parece discutible que quien dilucida y decide sobre algo tan trascendente como la libertad no pueda quedar al margen de la imparcialidad en cualquiera de sus vertientes, «que solo desde la imparcialidad cabe adoptar una resolución judicial como la que nos ocupa» (f. j. 3), sí que lo es que, atendida la naturaleza de la decisión, forme parte del contenido constitucional de la imparcialidad el que quien la adopte no sea el instructor de la causa. Y ello, porque «la prisión provisional es una medida excepcional que se justifica como la respuesta más razonable a una situación en la que se impone la necesidad de optar entre el derecho a la libertad de una persona que no ha sido declarada culpable, de una parte, y el aseguramiento, de otra, de la administración de justicia penal. La correcta adopción de la decisión sobre la situación personal del imputado y su efectividad requieren, respectivamente, el conocimiento por parte del órgano decisor de toda la información relevante procesalmente disponible y, normalmente, la sujeción personal del imputado, lo que agrava cualquier demora en la resolución» (f. j. 3). A la vista de todas estas circunstancias,
“la específica garantía que ahora exige el demandante de amparo como componente inexcusable de la imparcialidad objetiva, es decir, la sustitución del Juez instructor en la decisión relativa a la prisión provisional, si bien puede ciertamente contribuir a reforzar dicha imparcialidad, no alcanza a erigirse en garantía única e imprescindible de la incolumidad del derecho fundamental. Sin necesidad, en efecto, de recordar la proyección que en esta garantía ocupa su propio carácter judicial, la imparcialidad objetiva de quien viene instruyendo y decide, además, la privación preventiva de libertad puede venir suficientemente avalada por exigencias tales como la postulación de esta medida por parte de la acusación, la celebración de un debate contradictorio previo, así como la existencia de un recurso inmediato ante un órgano judicial ajeno a la instrucción y con arreglo a una tramitación necesariamente acelerada” (f. j. 4).
Motivación
Las garantías de judicialidad y defensa sólo adquieren sentido pleno a partir de la motivación de la decisión de prisión. De poco vale la garantía de que quien decida sea un juez imparcial si no existe instrumento alguno para comprobar que su decisión ha sido racional y para poder defenderse de ella. Desde tal perspectiva, que no es sólo una perspectiva de tutela judicial o de proceso debido, sino de derecho sustantivo a la libertad, la cuestión es la de qué tiene que justificar, qué tiene que explicar el juez de la prisión provisional.
Parece obvio que ha de hacer constar el presupuesto de la prisión y su finalidad. Que ha de consignar los indicios de culpabilidad y la finalidad constitucional perseguida con la prisión: si evitar la fuga, la destrucción de pruebas o la reiteración delictiva. No es suficiente, sin embargo, para evaluar la suficiencia del juicio de proporcionalidad realizado por el juez la mera alusión a una finalidad constitucional. La prioridad de la libertad y la concurrencia de la presunción de inocencia requieren la solidez de ese juicio de peligro – peligro de fuga, de destrucción de pruebas, de comisión de delitos – y tal solidez pasa por la aportación de datos fácticos concretos que sustenten tales peligros. La Constitución exige esmero judicial frente a quien demanda algo tan trascendente como es la libertad. Y por ello debe subrayarse la importancia de la concreción de la motivación. No se trata así de afirmar, por ejemplo, que los imputados por cierto tipo de delitos suelen escaparse a la acción de la justicia si se les deja en libertad, sino que el concreto imputado, en atención a sus individuales circunstancias personales, profesionales y familiares no va a comparecer en el proceso si se le deja en libertad.
En tal concreción, en la motivación suficiente de la prisión, está en juego, conviene recordarlo, no sólo la prestación de tutela, sino la libertad misma. La prisión provisional puede determinar la lesión del derecho fundamental a la libertad cuando la misma carezca de justificación, cosa que sucederá en cualquier caso cuando las razones aducidas por el juez sean inaceptables, pero también cuando el juez no aporte razón alguna o cuando las que aporte sean insuficientes.
El control de la motivación
Tiene interés la experiencia del Tribunal Constitucional español en el difícil control externo de las motivaciones de las prisiones provisionales, que es control de la restricción judicial de la libertad.
El primer foco de tal interés se encuentra en la relativización temporal del juicio. La solidez de la inferencia del riesgo en cuestión – de fuga, por ejemplo – ha de hacerse desde la perspectiva de la información existente en el momento de la adopción de la medida. Muchas prisiones se deciden en el primer momento de la instrucción, con una información harto fragmentaria que hace débil cualquier decisión adoptable por el juez en la situación de necesidad ante la que se encuentra. La suficiencia o no de la motivación no habrá de evaluarse en términos absolutos, sino en atención a lo posible, a la información disponible. Lejos del simplismo de una decisión sin más por la libertad o por la prisión, debe recordarse que se trata de una opción entre la privación provisional de libertad de un ciudadano y la asunción de ciertos riesgos para bienes fundamentales de la sociedad.
Una segunda estrategia reseñable de la jurisdicción constitucional española es su intento de asentar modelos de razonamiento suficientes e insuficientes, procurando de este modo aportar seguridad constitucional a la labor de los órganos judiciales. Modelos de tal tipo serían, por ejemplo, los siguientes:
- salvo en el primer estadio de la instrucción, el riesgo de fuga no puede sustentarse sólo en la cuantía de la pena que amenaza al imputado: la gravedad de la pena amenazante no es suficiente para sostener que el imputado se va a fugar (SSTC 128/1995, f. j. 4; 33/1999, f. j. 6; 61/2001, f. j. 4; 94/2001, f. j. 6); en cambio el dictado de una sentencia condenatoria grave sí puede suficiente para inferir el riesgo de fuga (STC 62/1996);
- la proximidad de la celebración del juicio oral como dato a partir del cual sustentar los riesgos que se pretenden evitar tiene “un sentido ambivalente o no concluyente, dado que el avance del proceso puede contribuir tanto a cimentar con mayor solidez la imputación, como a debilitar los indicios de culpabilidad del acusado”, por lo que “el órgano judicial debe concretar las circunstancias que avalan en el caso concreto una u otra hipótesis (por todas, SSTC 128/1995, f j. 3; 66/1997, f. j. 6; 146/1997, f. j. 5; 33/1999, f. j. 6; 35/2007, f. j. 2)” (STC 35/2007, f. j. 2);
- en la prisión del extraditable constituye un sólido indicio del riesgo de fuga el hecho de que ya haya eludido la acción de la justicia del Estado reclamante (STC 71/2000, f. j. 6): vale el argumento “pienso que te vas a fugar porque ya te has fugado una vez y recientemente”.
Inmediación
La garantía de inmediación debe atemperarse a su concreta necesidad en función de la reiteración del incidente. Como la cuestión acerca de la libertad o la prisión provisionales del imputado puede ser suscitada por éste siempre que así lo tenga a bien, podría llegar a carecer de sentido en el concreto incidente procesal así generado lo que respecto a la adopción o la prórroga de la prisión se presenta como aconsejable o como imprescindible.
Así lo entiende el Tribunal Constitucional español en su sentencia 108/1997:
«Tampoco cabe entender que estemos en este concreto supuesto (comparecencia del imputado previa a la decisión sobre la continuación de la prisión provisional en la tramitación del recurso de casación) ante una garantía directamente exigida por la Constitución, es decir, ante una garantía que, aun no estando expresamente contemplada en la ley, debiera estarlo o debiera integrar necesariamente su interpretación. Repárese, en primer lugar, en abstracto, en que las decisiones sobre la situación personal del imputado no sólo le vienen impuestas al Juez en determinados momentos procesales por la ley, sino que pueden ser también instadas en cualquier momento por el imputado afectado cuantas veces lo estime conveniente. De ahí que en ocasiones la garantía de comparecencia pueda resultar no sólo innecesaria, sino también, por ello, dilatoria y perturbadora para la correcta tramitación del procedimiento. De ahí, también, que el legislador haya optado en la actualidad por reservar tal exigencia para las decisiones de empeoramiento de la situación del imputado en términos de libertad. Repárese, asimismo, en concreto, en que en el caso que nos ocupa nos encontramos ante una decisión de confirmación que la ley impone al Tribunal respecto a una situación que el mismo había ya confirmado unos días antes en la Sentencia condenatoria y que había venido precedida entonces de la correspondiente vista oral» (f. j. 2).
Cosa juzgada
Como la incidencia del paso del tiempo en el sustento de la medida de prisión provisional “obliga a posibilitar en todo momento el replanteamiento procesal de la situación personal del imputado y, por así expresarlo, a relativizar o circunscribir el efecto de firmeza de las resoluciones judiciales al respecto con la integración del factor tiempo en el objeto del incidente” (STC 66/1997, f. j. 1), “ni la situación de prisión preventiva, ni la de libertad provisional, ni la cuantía de la fianza que permite acceder a la misma, constituyen situaciones jurídicas intangibles o consolidadas y por ello inmodificables”. Ello no proporciona “cobertura a modificaciones arbitrarias de la situación personal del imputado, por lo que en última instancia será necesario que la decisión judicial sí tenga su sustento en el acaecimiento de nuevas circunstancias en el curso del proceso, en la valoración de alegaciones no formuladas con anterioridad, o incluso en una reconsideración -plasmada en la resolución judicial- de las circunstancias ya concurrentes pero que, a juicio del propio órgano judicial, fueron erróneamente apreciadas en la resolución que se modifica” (SSTC 65/2008, f. j. 3; 66/2008, f. j. 3).
Esta última reflexión jurisdiccional se realiza en relación con un supuesto en el que la decisión inicial del juez instructor había sido la de someter la libertad de los imputados – dos ciudadanos extranjeros a los que se le atribuía el haber participado en una operación de tráfico internacional de heroína y cocaína – a una altísima fianza de 750.000 euros. Los imputados no la abonan y, concluido el sumario, solicitan con éxito la reconsideración de la cuantía, que pasa a ser, por decisión ahora de la sala juzgadora, de 50.000 euros, sin recurso de la acusación pública al respecto. Ante el pago y la consecuente libertad de los imputados, la Fiscalía se lo piensa mejor y pide la elevación de la fianza a su cuantía original, a lo que la Sala accede. Los imputados no pagan la nueva fianza e ingresan de nuevo preventivamente en prisión, sin que prosperen sus recursos ante la propia Sala y, en amparo, ante al Tribunal Constitucional.
Ante un supuesto como éste procede recordar las dos directrices que concurren a su resolución. Es la primera la de que las decisiones de prisión provisional o de libertad provisional bajo fianza no generan cosa juzgada y que pueden ser por lo tanto objeto de reconsideración. Es la segunda la de que tal reconsideración puede proceder tanto de novedades fácticas, con lo que en realidad cambia el objeto del proceso, como de un distinto entendimiento de los hechos o de las normas que rigen la medida cautelar o de seguridad. Si éste es el caso, debe exigirse a la motivación judicial una doble solidez: la que exige el que su contenido sea de prisión y la que exige el que quede poderosamente afectada la seguridad jurídica en materia tan sensible como la libertad, con la reconsideración de una decisión reciente más favorable a la misma.
Alguna conclusión
Seguro que el amable lector de este blog habrá advertido que la oportunidad de esta entrada y de la que la precede proviene del intenso debate social y jurídico que ha suscitado la prisión provisional de ocho exconsejeros del Gobierno de Cataluña y de los dos máximos dirigentes de dos organizaciones sociales vinculadas al procés. Es mi afán el de aportar una reflexión previa y objetiva a esta cuestión: una reflexión sobre la conveniencia y los límites de la prisión provisional en el Estado democrático. Y estas son, para terminar, algunas de sus conclusiones, que no por conclusiones dejarán de ser abstractas para quien busque opinión concreta para el supuesto mencionado.
He comenzado reseñando que la prisión provisional constituye una paradoja del Estado democrático. Es radicalmente hostil al mismo en la medida en que supone la privación de libertad de un inocente. Pero es imprescindible para el mismo porque es un instrumento imprescindible para la prevención de delitos. Esta paradoja tiene como única solución de compromiso la de hacer de la prisión provisional un instrumento decente. Y un instrumento decente supone que la prisión provisional sea legal – esto es: prevista con detalle en la ley -, proporcionada – esto es: imprescindible para la prevención mediata o inmediata de delitos – y justa – sólo aplicable a un probable culpable -. Y ha de ser un instrumento decente decentemente aplicado: por un juez imparcial y con plenas garantías de defensa.
No es propio de una sociedad democrática la que Carrara denominaba “manía de cárcel”, y sí “espaciar cuanto sea posible y acortar la prisión provisional”, reducirla “dentro de los límites de la más estricta necesidad”, ordenándola “de modo que no sea tirocinio de perversión moral”. Lo que la Constitución democrática le exige a la prisión provisional es que sea un instrumento legal, mínimo y justo al servicio de la libertad.