Por Javier Barrientos Grandon
El origen del monasterio
El 23 de este mes de febrero se abre en el Real Monasterio de Sigena la exposición de los noventa y cinco de sus bienes recuperados desde el Museo de Lérida y del Museo Nacional de Arte de Cataluña. Al menos para estas obras acabará una historia de idas y venidas, en realidad más idas que venidas, quizá anticipada desde la portentosa fundación del Monasterio, ligada a una imagen de la virgen que no quería estarse quieta, sino en el lugar donde aún hoy combate al tiempo el Monasterio.
En las márgenes del río Alcanadre, presidía el altar mayor de la parroquial de Sigena una imagen de la Virgen, que desapareció una noche de noviembre de 1180. Cuando ya morían las esperanzas de hallarla, nacería la historia. Había, a las afueras del pueblo, un espacioso prado cortado por una pequeña laguna, en cuyo centro se alzaba un islote vestido de espadañas y retamas. Pacía en aquel prado un feroz toro, que dio en cruzar a diario hasta el islote, y en volver de él al cabo de unas horas. Extrañado su pastor, le siguió, y vio que el animal nada más salir del agua doblaba las rodillas y permanecía extático largo rato, para luego volver a su prado. A esto le movía la imagen perdida de la virgen, que se hallaba en el islote. Lleváronla los vecinos a su iglesia, más la imagen la abandonaba y regresaba al islote, y lo hizo tantas veces cuantas la volvieron a llevar a su iglesia, y a otros santuarios vecinos de Sena y Urgelet. La noticia de la imagen fugitiva llegó a oídos de los reyes don Alfonso II y doña Sancha, que a la sazón paraban en Huesca, y junto a la corte la visitaron y veneraron en su islote. De aquí nació el propósito de la reina doña Sancha de edificar en aquel sitio un Monasterio, para lo cual se terraplenó la laguna y sobre ella se pusieron las bases de un Monasterio, al que ingresarían las dueñas e hijas de la primera nobleza con rigorosa prueba de su genealogía y limpieza. El Monasterio fue consagrado el 21 de abril de 1188, día en que el rey armó caballero en el mismo monasterio a su hijo el infante don Pedro, y en que quedó como primera priorisa doña Sancha de Abiego.
Sujeto el monasterio a una regla, redactada por el obispo Ricardo de Huesca, aprobada luego por el Gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, y confirmada por bula del papa Celestino III, siguió una vida estrechamente ligada a la historia del reino de Aragón. Reunió desde sus orígenes unas amplias posesiones y mereció en los tiempos posteriores innumerables mercedes, que le convirtieron en un extenso señorío, en el que se comprendían numerosos pueblos y sus rentas, de cuya jurisdicción era titular su priora, a la que por esto ya en tiempos de doña Sancha, que murió religiosa profesa en su Monasterio, algunas fuentes la llamaban dominatrix.
Muchos son los aspectos que, en los largos siglos de este Real Monasterio, pueden llamar la atención de un jurista. Si los pleitos actuales, causados por el expolio de sus bienes, tienen un indudable interés para el jurista contemporáneo, también lo tienen para el historiador del derecho. Prueba de ello es la interesantísima sentencia del Tribunal Constitucional 6/2012, de 18 de enero, que nos conduce desde esa pre-liberal institución del tanteo y retracto a las constitucionales competencias autonómicas en materia de bienes culturales, como una especial proyección de otra sentencia suya: 17/1991 de 31 de enero; o la más reciente de la Audiencia Provincial de Huesca 229/2017, de 30 de noviembre, que vuelve a poner de manifiesto los problemas que ocasionan, en sede de bienes culturales, las competencias autonómicas, pero también nos cuestiona sobre la nulidad civil de unos contratos de compraventa, la legitimidad para instar por su declaración, y sus efectos, o el interés de ese viejo artículo 334.4 del Código Civil de 1889 sobre los inmuebles por adherencia.
Con todo, no me ocuparé aquí de estas cuestiones tan contingentes como históricas. Me detendré en sugerir otras, que por no tratadas, nos quitan la posibilidad de dialogar en el presente, y para el presente, con nuestro pasado. Me valdré de algunos juristas que en los siglos XVI y XVII dieron entrada en sus obras al Monasterio de Sigena.
La jurisdicción de la priora de Sigena
La priora de Sigena fue titular de una jurisdicción que, si no tan amplia como la quasi episcopal de la abadesa de las Huelgas, por su extensión llamó la atención de los juristas en la cultura del ius commune desde muy temprano. Las potestades que esa jurisdicción comprendía, y su proyección en la vida monacal de sus religiosas, nos permiten observar un singular espacio de actuación de las mujeres desde el Medievo hasta la Época Moderna. Signos de esa jurisdicción los vemos en la magnífica fotografía, que en los primeros años del siglo XX, realizara Ricardo Compairé Escartín a la priora de Sigena en su sitial. Allí, sedente, como desde antiguo se solía representar a quien detentaba jurisdicción, la vemos empuñando el báculo abacial en la diestra.
Principal manifestación de la jurisdicción era la de dar estatutos. En Aragón, durante el siglo XVI Miguel del Molino había defendido que los prelados no podían dar estatutos en perjuicio de sus vasallos, y fundaba esta opinión en las doctrinas de Baldo de Ubaldi y de Bartolomé Socino, y la hacía extensiva a todos los prelados de las órdenes religiosas. Poco tiempo después, Jerónimo Portolés (1546-c. 1620), en sus Scholia ad Repertorium de Molino (§ Domini locorum), advertía que la opinión contraria se había mantenido por la Corte del Justicia de Aragón en la sentencia de 10 de enero de 1575 en la causa de la priora y religiosas de Sigena contra los jurados y hombres de Lanaja, que estaban sujetos a la jurisdicción del dicho monasterio. Tal causa se había incoado a instancias de la priora, porque los jurados de Lanaja habían dictado unos estatutos criminales sin su licencia. Este hecho implicaba la “usurpación de la jurisdicción de dicha priora”, de guisa que la Corte del Justicia les condenó y castigó propter usurpatam jurisdictionem. De ello deducía Portolés que, en contra del derecho común, la priora de Sigena, como señora de sus lugares tenía jurisdicción para estatuir respecto de sus vasallos, e incluso en perjuicio de ellos.
Hay en el caso anterior, muy ligeramente descrito, un amplio campo al estudio y el examen, no solo de la jurisdicción y de la potestas statuendi conexa a ella, sino también al de un singular espacio en el que las mujeres podían ejercer jurisdicción, como igualmente al de las peculiaridades del derecho aragonés y de la actuación de la Corte del Justicia de Aragón.
La Regla del Monasterio no imponía la clausura a las religiosas, y ello les permitía, a diferencia de la generalidad de monasterios, salir de sus claustros y pasar temporadas en sus casas familiares, además de una vida cotidiana en la que eran frecuentes sus paseos, de hasta una hora por los jardines vecinos e incluso por el pueblo. Ese orden, confirmado por la costumbre secular de las religiosas, entró en oposición con uno de los decretos del Concilio de Trento, que renovó la orden para que en todos los conventos de religiosas se guardara una estricta clausura, y Pío V encomendó a los obispos que compelieran, incluso con censuras eclesiásticas, a que se redujeran a todos los monasterios a la dicha clausura. El célebre obispo de Lérida Antonio Agustín (1517-1586) pretendió que las religiosas de Sigena se sujetaran a clausura, pero nada obtuvo por la tenaz oposición de la priora. Menos pudo el gran castellán de Amposta don Luis de Talavera en 1568, nombrado visitador del Monasterio, y a quien la priora desconoció toda jurisdicción. Las instancias de la priora en Roma ante la Congregación del Concilio, ayudadas por el embajador don Juan de Zúñiga, dieron sus frutos, y el papa Gregorio XIII despachó bula de exención de clausura a las religiosas del Monasterio de Sigena el 8 de mayo de 1573, para que pudieran salir a casa de sus padres o parientes, previa licencia de la priora, cuando les fuera necesario para restablecer su salud. La exención la daba el pontífice, en casos de peligro para la salud de las religiosas, porque habían alegado que la causa de no guardar clausura era, además de la institución de la reina doña Sancha, la de evitar lo malos aires del convento, como fundado en antigua laguna. Con todo, la práctica posterior confirmó la costumbre antigua, avalada por dictámenes de catedráticos de la Universidad de Zaragoza, y extendió el privilegio pontificio a que las monjas pudieran continuar en sus paseos, y en que pudieran salir a casas que no fueran de sus parientes o padres.
Tan excepcional fue la exención de la clausura lograda por las religiosas de Sigena, que no hubo canonista posterior a ella que no la tratara especialmente en sus obras. Próspero Fagnanus (1588-1678), celebérrimo secretario de la Sagrada Congregación del Concilio, en su Commentaria in secundam partem tertii libri Decretalium, cuando comentaba el capítulo Recolentes de título De Statu Monachorum, recordaba que, como se había dudado de si el monasterio de Sigena, sito en un “lugar paludoso” que volvía insalubre su aire, quedaba comprendido o no en los decretos de Pío V, después de oída la Congregación del Concilio se le había concedido especial exención. Lo mismo había hecho el más famoso autor de derecho monástico del siglo XVII Ascanio Tamburini (1580-1666) en la sección II del capítulo V de su De iure abbatissarum, et monialium, y en Aragón, el regente de su Sacro Consejo Matías de Bayetola y Cavanillas (1569-1654) le dedicó un Tratado Juridico Canonico sobre la forma, norma, y gobierno de la Clausura observada en el Real Monasterio de Sixena de Señoras Comendadoras del Orden de San Juan de Jerusalen, impreso en Zaragoza en veinte folios, sin indicación de año.
La defensa que hizo la priora de su jurisdicción, frente a la pretendida del castellán de Amposta de la Orden de San Juan, no sólo da luces sobre el ejercicio de sus potestades y la vida de las religiosas, sino que, además, nos muestra otra cara de las dificultades y limitaciones que tuvo la aplicación de los decretos del Concilio de Trento en España.
Paso en silencio aquí otras cuestiones que ocuparon a los juristas hispanos y del resto de Europa a propósito del Real Monasterio de Sigena, como la propia elección de su priora, que dio lugar a diversos pleitos ante los tribunales reales, y a varias decisiones de la Sacra Rota Romana, y a través de los cuales es posible reconstruir la vida monacal, las afecciones y partidos en las elecciones claustrales, y los intereses de las familias de las religiosas y sus redes, siempre nobles y casi siempre ligadas a los beneficios jurisdiccionales del monasterio.
La historia del Real Monasterio de Sigena, cuyos bienes al comenzar estas líneas ligaba, con literaria licencia, a la original movilidad de la imagen de la virgen, y al concluir también podría unir, con igual licencia, al natural andariego y poco quieto de sus religiosas, ofrece al jurista múltiples posibilidades de reflexión, y al historiador del derecho nos acerca a unas realidades habitualmente olvidadas, y de las que nos resta mucho por saber.
Foto: “Priora de Sigena en su sitial”, por Ricardo Compairé Escartín, en Fototeca de la Diputación Provincial de Huesca
Esta entrada se publica originalmente en el Blog del Máster en Investigación Jurídica de la UAM